Arresten a mi padre. Arréstenlo por el amor de Dios. Él tiene que estar en la

cárcel, gritó un niño delgado al irrumpir en una comisaría completamente desesperado. Eso

hizo que el comisario enviara 10 patrullas policiales a la casa del niño.

Pero cuando los agentes finalmente encontraron al padre del pequeño y descubrieron lo que le había hecho,

todos cayeron de rodillas llorando, completamente conmocionados.

Todo estaba tranquilo en la comisaría hasta que un grito inesperado rompió el aire caliente de la mañana.

Por favor, por favor, arresten a mi padre. Por un instante, el tiempo pareció

detenerse. El eco de aquellas palabras reverberó entre las paredes blancas del

edificio congelando todas las miradas. Nadie imaginaba que detrás de aquel

pedido desesperado existía un secreto capaz de conmocionar hasta al más

experimentado de los policías. Era un martes sofocante. Los ventiladores

giraban perezosamente en el techo tratando de aliviar el calor asfixiante.

El sonido rítmico de las aspas se mezclaba con el susurro de los papeles y el tintinear de las cucharas al mover el

café. Algunos agentes ojeaban informes, otros contaban chistes sobre casos

antiguos. La paz parecía asegurada, pero esa paz se rompió de repente. Las

puertas de la comisaría se abrieron con fuerza, golpeando contra la pared y provocando un estruendo seco. Un niño de

cabello oscuro y ojos llorosos entró corriendo, casi tropezando con sus

propios pies. Su camiseta empapada de sudor se le pegaba al cuerpo y su rostro estaba

enrojecido de tanto llorar. Miraba a su alrededor asustado, buscando a alguien

como si el suelo fuera a desaparecer bajo sus pies. Era Enrique, un niño de

apenas 6 años, pequeño, delgado y con la mirada tomada por el pavor. Sin pensarlo

dos veces, corrió hasta el mostrador de recepción. Sus manitas se apoyaron sobre

la madera y se estiró todo lo que pudo. “Por favor, arresten a mi padre”,

imploró con la voz entrecortada. Los policías se miraron entre sí, confundidos.

Uno dejó caer el vaso de café sobre la mesa, otro detuvo la escritura en el teclado. El pedido era tan absurdo, tan

inesperado, que por un momento nadie supo qué decir. El niño, desesperado,

repitió, “Por favor, arrestenlo. Él no puede estar suelto.”

La sala entera quedó en silencio. Solo se escuchaba el zumbido de los ventiladores girando lentamente, como si

el tiempo se hubiera estirado. La agente Marcia, una joven oficial de

mirada dulce y postura firme, escuchó el llanto que venía desde la recepción y

corrió hacia allí. Era conocida por tener un corazón sensible y la escena del pequeño

llorando la dejó visiblemente afectada. Acercándose despacio, se agachó hasta

quedar a su altura. Ey, tranquilo, pequeñito, todo está bien. Ven aquí,

dijo acogiéndolo en sus brazos. Lo llevó hasta un banco cercano. Se sentó y

continuó. Respira profundo. Muy bien. Ahora cuéntame qué pasó. Sí.

Enrique temblaba. El llanto sacudía sus hombros y la respiración venía entre sollozos cortos.

La policía pasó su mano por el cabello del niño tratando de calmarlo.

“Ya estás bien, cariño. Estás a salvo aquí con nosotros”, susurró con voz suave. Pero el pequeño

seguía aterrorizado. Se aferró a la camisa de ella como si temiera que si la soltaba algo terrible

sucedería. Las lágrimas seguían cayendo sin parar.

Otro policía se acercó e intentó hablar también. ¿Qué pasó, campeón? ¿Puedes

contarnos? Ya estás seguro. ¿De acuerdo? Dijo con calma. Pero Enrique solo movía

la cabeza. Las palabras parecían no salir. Temblaba, con los ojos muy

abiertos y el rostro empapado. El ambiente tranquilo de la comisaría

ahora estaba lleno de murmullos y miradas inquietas. Uno de los agentes

susurró al otro, “¿Qué habrá hecho el padre de ese niño?”, eh. El comisario Pablo, un

hombre robusto de unos 35 años, de cabello entre cano y bigote bien

cuidado, observaba desde lejos. Con pasos firmes se levantó de su escritorio

y caminó hacia el grupo. Su semblante mezclaba autoridad y preocupación.

Buenos días, campeón. ¿Qué haces aquí solito? ¿Dónde están tu mamá y tu papá?

Preguntó tratando de mantener la voz tranquila. Enrique sollozó, respiró

hondo y respondió con dificultad. Yo

vine a pedir ayuda. Mi papá, él tiene que estar en la cárcel.

Aquellas palabras, dichas con tanta certeza y miedo, pusieron la piel de gallina a todos los presentes. El

comisario se agachó un poco intentando mirarlo a los ojos. ¿Cómo es eso, niño? Tu papá tiene que

estar preso. ¿Pero por qué? Enrique volvió a llorar y negó con la

cabeza angustiado. Se va a enfadar. Se va a poner muy

bravo. Quiero que vaya a la cárcel, por favor. La tensión aumentó. Cada frase del niño

parecía esconder algo grave, algo que nadie todavía comprendía.

Marcia miró a su alrededor y notó que la curiosidad de los otros agentes solo hacía que el pequeño se asustara más.

Entonces decidió actuar. Vamos a la sala de interrogatorio. Sí, mi amor. Allí es más tranquilo. Hablamos

con calma. ¿De acuerdo? dijo ella, levantando con cuidado al pequeño. El

comisario asintió con un leve gesto. Caminaron hasta la sala reservada y

Enrique se sentó en una silla demasiado grande para él. Sus pies ni siquiera

tocaban el suelo. Marcia se sentó frente a él mientras Pablo permanecía de pie,

observando con atención cada movimiento. Ahora cuéntame, Enrique, ¿qué fue lo que

hizo tu padre? ¿Te lastimó? ¿Hizo algo malo?”, preguntó la agente con tono sereno.