El privilegio de ser madre
Nancy apenas tenía dieciséis años, pero ya sabía lo que era vivir rodeada de lujos y sentir un vacío tan grande que ni una mansión podía llenar. Sus padres eran empresarios exitosos, siempre corriendo de una reunión a otra, viajando por el mundo, acumulando más y más dinero… pero nunca tiempo para ella. La casa era enorme, pero fría; los silencios pesaban más que las paredes, y el cariño era un lujo que nunca le compraron.
Aquel día de verano, la rutina se rompió. Nancy entró a la cocina, con los ojos bajos y un bebé en brazos. Un bebé de piel oscura, que dormía plácidamente, ajeno al torbellino que estaba a punto de estallar.
Su padre, sentado en la barra desayunadora con un café humeante, frunció el ceño al verla.
—¿Qué… qué bebé es ese? —preguntó, como si acabara de ver un fantasma.
Nancy tragó saliva.
—Papá… tengo que hablar contigo. Quedé embarazada, y este es mi hijo.
El hombre dejó la taza con brusquedad; el café se derramó sobre la mesa.
—¿Qué dijiste? ¿Y además… de un hombre negro? ¿Qué demonios tenías en la cabeza, Nancy? ¡Esconde a ese bebé! Nuestros vecinos, nuestros socios… no pueden enterarse. Lo vamos a dar en adopción.
Nancy levantó la mirada con una mezcla de miedo y furia.
—¡No! ¡Es mi hijo y lo amo!
—¿Amas? ¿Y nuestra reputación? —la voz de su padre retumbó en la cocina—. ¿Qué va a pensar la gente?
En ese momento, su madre entró. Se quedó congelada al ver la escena.
—Oh, Dios… no me digas que…
El padre terminó la frase:
—Sí. Nuestra hija arruinó nuestras vidas.
La madre, con un tono más frío que el mármol de la encimera, dictó su sentencia:
—O pones a ese bebé en adopción… o te largas de esta casa.
Nancy apretó al pequeño Jacob contra su pecho.
—No voy a dejarlo. Haré todo por él.
Su padre no dudó:
—Entonces vete.
La expulsión
La puerta se cerró detrás de ella con un golpe seco. Afuera llovía a cántaros. Nancy caminó sin rumbo, empapada, con el bebé envuelto en una manta fina que apenas lo protegía. Encontró un banco en una plaza y se sentó, tratando de cubrirlo con su propio cuerpo. Sentía frío, hambre y miedo… pero no lo soltó.
Fue entonces cuando una mujer de unos cuarenta años, con un paraguas viejo y una bolsa de tela colgada al hombro, se acercó.
—Niña… ¿por qué estás aquí bajo la lluvia con tu bebé? —preguntó con ternura.
—Mis padres… me echaron de casa —respondió Nancy, intentando sonar fuerte.
—¿Y no tienes hambre?
—No… —mintió, mientras su estómago gruñía con fuerza.
La mujer sonrió con compasión.
—Ven conmigo. Mi casa es pequeña, pero está calentita. Vamos a cenar.
Un nuevo hogar
Aquella mujer se llamaba Jennifer. Vivía en un cuartito modesto, con paredes desconchadas, pero impregnado de un calor que Nancy jamás había sentido en su mansión. Jennifer era costurera, y esa misma noche le sirvió un plato de sopa caliente que Nancy devoró entre lágrimas.
Con el tiempo, Jennifer no solo le dio techo y comida, sino un oficio. Le enseñó a coser, a remendar, a ahorrar cada centavo. Juntas, con una vieja máquina de pedal, confeccionaban ropa para vender en el mercado. El pequeño Jacob creció entre telas, hilos y risas sinceras.
Dieciocho años después
La vida había cambiado. Nancy, ahora una mujer segura, vivía en un modesto pero alegre departamento junto a Jacob, que estaba a punto de graduarse de la preparatoria.
Una tarde, tocaron la puerta. Un hombre trajeado se presentó como abogado.
—Señora Nancy, vengo a informarle que sus padres fallecieron la semana pasada. Según el testamento, usted es la única heredera.
Nancy sintió un nudo en la garganta. Jacob le tomó la mano.
—¿Qué significa eso? —preguntó él.
—Significa que la casa, la empresa y todo el patrimonio ahora le pertenecen —respondió el abogado.
Nancy guardó silencio unos segundos antes de mirar a su hijo.
—Jacob… hay algo que siempre quise decirte. Tú… no eres mi hijo biológico.
El joven la miró sorprendido.
—¿Cómo?
Nancy tomó aire.
—Cuando tenía tu edad, un día regresaba a casa y empezó a llover. Me metí en un callejón para acortar camino y vi a una mujer indigente en trabajo de parto. Me arrodillé para ayudarla y… tú naciste en mis brazos. Ella me pidió, antes de morir: “Cuida de mi hijo”. Yo no podía dejarte, así que inventé que eras mi hijo para que mis padres me aceptaran… pero me echaron.
Jacob tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Eso significa que sacrificaste tu juventud para criarme… aunque no fueras mi madre de sangre?
—Sí —respondió Nancy con una voz quebrada—. Porque cuando te abracé por primera vez, supe que Dios me había elegido para ser tu madre. En tus ojos encontré el sentido de mi vida. Eres mi luz, Jacob… mi rayo de sol.
El muchacho la abrazó con fuerza.
—Mamá… no importa la sangre. Tú eres y siempre serás mi madre.
Un regreso distinto
Nancy decidió volver a la casa de su infancia. No para presumir la herencia, sino para llevar a Jennifer a vivir con ellos. Para ella, la costurera era su verdadera madre, la mujer que le enseñó que la familia no siempre es la que te toca, sino la que te abraza cuando más la necesitas.
Con el tiempo, Nancy invirtió parte de la herencia en abrir un taller de costura y becas para madres solteras. Y siempre repetía la misma frase, la que había marcado su vida:
—Tuve el privilegio de ser elegida por Dios para ser madre. Y no importa el dolor ni las cicatrices… lo haría todo de nuevo por ver a mi hijo feliz.
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