En el año de 1791, en las colonias españolas del nuevo mundo, existió una mujer cuya historia haría temblar los cimientos de la sociedad esclavista. Su nombre era Catalina, aunque este nombre le fue impuesto por sus primeros captores. Ella había nacido libre en las costas de África occidental, en una aldea donde el río encontraba el mar, donde su verdadero nombre significaba “la que trae lluvia después de la sequía”. Pero ese nombre quedó enterrado en su memoria junto con todo lo que alguna vez fue.
Catalina tenía apenas 16 años cuando fue arrancada de su tierra. Los tratantes de esclavos portugueses llegaron una madrugada cuando la niebla aún cubría los campos. Ella estaba recogiendo agua del río cuando escuchó los gritos. Corrió hacia su aldea, pero ya era tarde. Las chozas ardían. Su madre yacía en el suelo. Su padre intentaba defender a los más pequeños con un machete oxidado contra los mosquetes de los invasores. Catalina intentó huir hacia la selva, pero la capturaron.
La encadenaron junto a otros 50 cautivos. El viaje hasta la costa duró 3 semanas; 23 de ellos murieron en el camino. En el barco negrero, Catalina fue marcada con hierro candente en el hombro izquierdo, la marca del comerciante que pagó por ella. Durante los tres meses de travesía atlántica, ella vio morir a 42 personas más en las bodegas oscuras y pestilentes.
Llegaron a Veracruz en pleno agosto, cuando el calor era insoportable. En el mercado de esclavos, los compradores la tocaban, le abrían la boca para examinar sus dientes, le palpaban los brazos y las piernas como si fuera ganado. Un médico la examinó y declaró que era fértil, joven y fuerte. Esto selló su destino.
El primer comprador fue un comerciante llamado Baltazar Quiroz. Él no la compró para trabajar en los campos; la compró específicamente porque el médico había certificado su fertililidad. En aquellos tiempos, algunos comerciantes inescrupulosos veían en las mujeres esclavas jóvenes y fértiles una inversión diferente: las utilizaban para reproducirse, para crear más esclavos que luego venderían. Era un negocio cruel pero lucrativo.
Catalina no entendía español todavía, pero entendió perfectamente las intenciones de Quiroz cuando la encerró en una habitación pequeña y oscura en su hacienda de las afueras de Veracruz. Durante tres meses, Quiroz la visitaba cada noche. Le llevaba comida, pero ella apenas probaba bocado. Había perdido toda esperanza. Rezaba a los dioses de sus ancestros, pero sentía que la habían abandonado. Cuando Quiroz confirmó que ella estaba embarazada, su actitud cambió. De repente la trataba con cierta consideración, le daba mejor comida, la trasladó a una habitación más grande. Pero Catalina sabía que esta bondad era falsa, calculada. Ella no era una persona para él, era una herramienta de producción.

El destino, sin embargo, tenía otros planes. A los 4 meses de embarazo, Catalina sufrió un aborto espontáneo. Quiroz se enfureció. La golpeó brutalmente, culpándola de perder su “inversión”. Dos semanas después la vendió a otro comerciante con una carta que certificaba que “ya había demostrado capacidad de concebir, pero que necesitaba mejor cuidado”. La vendió por menos de lo que pagó. Catalina tenía 17 años.
El segundo comprador fue Tomás Valverde, un terrateniente de Puebla. Él compró a Catalina con la misma intención que Quiroz. Durante 6 meses intentó dejarla embarazada nuevamente. Esta vez Catalina quedó embarazada y llegó al séptimo mes. Valverde estaba eufórico; ya había calculado cuánto valdría la criatura en el mercado. Pero el parto fue complicado. El bebé nació muerto. Catalina casi muere desangrada. Valverde contrató a un médico que la salvó, pero solo porque aún podía servir para el propósito. Tres meses después, frustrado porque ella no volvía a quedar embarazada, Valverde la vendió a un traficante de esclavos.
Y así comenzó el círculo infernal. Catalina fue vendida una y otra vez. Cada comprador tenía la misma intención. Cada uno la trataba como un vientre andante, no como un ser humano. El tercero fue Vicente Sarmiento, un militar retirado de Oaxaca. El cuarto fue Aurelio Contreras, dueño de una mina de plata en Guanajuato. El quinto fue Ignacio Romero, un comerciante de telas de Ciudad de México. Con algunos quedó embarazada, con otros no. Algunos de los embarazos terminaron en abortos, otros en partos de bebés muertos. Uno de los bebés vivió dos días antes de morir. Catalina nunca tuvo la oportunidad de criar a ninguno de los hijos que le arrancaron.
Para el comprador número ocho, Catalina tenía 20 años. Su cuerpo estaba marcado por cicatrices, su espíritu aparentemente quebrado. Ya hablaba español con fluidez. Había aprendido a sobrevivir, a no llamar la atención, a hacer lo que le ordenaban. Por fuera parecía sumisa y resignada, pero por dentro algo había cambiado. Algo oscuro y profundo crecía en ella. Cada noche, cuando cerraba los ojos, veía los rostros de todos los hombres que la habían comprado, usado y vendido como ganado, y con cada rostro sentía crecer una llama de odio puro e inextinguible.
El comprador número ocho fue Sebastián Mendíbil, un hacendado de Morelia. Él fue diferente en un aspecto: además de comprarla como vientre fértil, la puso a trabajar en los campos de maíz. Catalina trabajaba desde antes del amanecer hasta después del ocaso. Por las noches, Mendíbil la llamaba a su habitación. Este fue el hombre que finalmente quebró algo fundamental en Catalina. Una noche, después de golpearla porque no quedaba embarazada lo suficientemente rápido, Mendíbil le dijo algo que quedó grabado en su alma como hierro candente: “Eres solo un animal de cría que no sirve ni para eso. Debería matarte y cortarte en pedazos para los perros”.
Esa noche Catalina no durmió. Se quedó mirando el techo de la choza donde dormía con otros 10 esclavos y tomó una decisión. Si iba a morir, no moriría como víctima. Si su vida no valía nada para ellos, entonces sus vidas no valdrían nada para ella. Comenzó a planear, comenzó a observar, comenzó a aprender los hábitos de Mendíbil y comenzó a esperar el momento correcto.
Ese momento llegó 3 meses después. Mendíbil había bebido más de lo habitual; había celebrado un buen negocio vendiendo su cosecha de maíz. Llamó a Catalina a su habitación, pero esta vez ella había traído algo consigo: un trozo de soga que había robado del granero. Cuando Mendíbil cayó dormido por la borrachera, Catalina actuó con una frialdad que la sorprendió a ella misma. Enrolló la soga alrededor del cuello de Mendíbil y apretó. Él despertó, intentó luchar, pero estaba demasiado ebrio y ella estaba motivada por años de odio concentrado. Le tomó 5 minutos. Cuando terminó, Mendíbil yacía muerto en su cama. Catalina arregló el cuerpo para que pareciera que había muerto en su sueño. Luego huyó a la noche.
Sabía que no podía quedarse en Morelia. La buscarían, la colgarían públicamente como ejemplo. Pero Catalina ya no tenía miedo a la muerte. Había vivido en el infierno durante 4 años. La muerte sería un alivio. Pero antes de morir había tomado una decisión que cambiaría todo: no huiría para esconderse, huiría para cazar.
Había memorizado los nombres de todos sus compradores. Había escuchado a los comerciantes hablar de dónde vivían, qué hacían, cómo eran sus haciendas. En la comunidad esclavista todos se conocían. Los tratantes compartían información y Catalina había escuchado todo con atención, fingiendo que no le importaba, pero guardando cada detalle en su memoria como un tesoro.
Durante los siguientes meses, Catalina se convirtió en un fantasma. Robaba comida de las granjas. Dormía en bosques y cuevas. Se movía solo de noche. Aprendió a cazar pequeños animales para sobrevivir. Se cortó el pelo corto y se vistió con ropas de hombre que robó de tendederos. Así era más difícil reconocerla como la esclava fugitiva que buscaban.
Su segundo objetivo fue Aurelio Contreras, el dueño de la mina en Guanajuato. Catalina viajó durante tres semanas hasta llegar allí. Observó la casa de Contreras durante días. Aprendió sus rutinas. Contreras era un hombre de hábitos. Cada noche, después de cenar, salía a caminar solo por los jardines de su propiedad. Le gustaba fumar un cigarro bajo las estrellas antes de dormir.
Una noche sin luna, Catalina lo esperó detrás de un árbol grande cerca del estanque. Cuando Contreras pasó fumando su cigarro, ella salió de las sombras. Llevaba un cuchillo que había robado de una cocina. Contreras la vio y por un segundo pareció reconocerla. Sus ojos se abrieron con sorpresa. Intentó gritar, pero Catalina fue más rápida. Le clavó el cuchillo en el estómago, luego en el pecho, luego en la garganta. No fue rápido, no fue limpio. Catalina quería que sufriera. Cuando Contreras cayó al suelo ahogándose en su propia sangre, Catalina se arrodilló junto a él y le susurró al oído: “¿Te acuerdas de mí? Me compraste como si fuera una yegua. Me usaste hasta que mi cuerpo casi se rompe. Luego me vendiste cuando no fui lo suficientemente rentable. Quiero que sepas que moriste porque me conociste y quiero que sepas que no serás el último”.
Catalina dejó el cuerpo en el jardín y huyó nuevamente a la noche. Esta vez, cuando los sirvientes encontraron a Contreras a la mañana siguiente, las autoridades pensaron que había sido asaltado por bandidos. Nunca sospecharon de una esclava fugitiva.
El tercer objetivo fue más complicado. Ignacio Romero, el comerciante de telas de Ciudad de México, vivía en el centro de la ciudad, donde había más gente, más guardias, más ojos observando. Pero Catalina era paciente. Pasó semanas viviendo en los barrios pobres de la ciudad, mezclándose con otros esclavos libertos y trabajadores. Escuchaba, observaba, aprendía. Descubrió que Romero visitaba regularmente un burdel en las afueras de la ciudad. Iba siempre los miércoles por la noche después de cerrar su tienda.
Catalina esperó en un callejón oscuro cerca del burdel. Cuando Romero salió tambaleándose, claramente ebrio, ella lo siguió. Esperó hasta que tomó un atajo por un callejón solitario. Entonces atacó. Esta vez usó una soga. Romero era más grande y fuerte que los anteriores, pero la sorpresa y el alcohol jugaron a favor de Catalina. Lo estranguló lentamente contra la pared del callejón. Mientras Romero luchaba por su vida, sus ojos se encontraron con los de Catalina y en ese momento él la reconoció. Vio el terror en sus ojos cuando entendió quién lo estaba matando y por qué. Catalina dejó que ese reconocimiento se instalara en él antes de apretar más fuerte hasta que dejó de moverse.
Y así continuó. Uno por uno, Catalina cazó a sus compradores. Cada muerte era diferente. Algunos morían rápido, otros lentamente. Algunos en sus casas, otros en caminos solitarios. Catalina se convirtió en una sombra, en una leyenda susurrada en las haciendas y mercados. Algunos decían que era un espíritu vengador, otros que era una asesina serial. Nadie sospechaba la verdad: que era una esclava fugitiva ejecutando una venganza meticulosamente planeada contra los hombres que la habían torturado.
El cuarto fue Baltazar Quiroz, su primer comprador. Encontrarlo fue fácil. Seguía viviendo en Veracruz, aunque ahora era más viejo y más rico. Había hecho fortuna con su negocio de cría de esclavos. Cuando Catalina entró en su hacienda disfrazada de sirvienta nueva, Quiroz no la reconoció. Habían pasado 5 años y ella había cambiado mucho. Ya no era la niña aterrorizada que él había comprado. Era una mujer endurecida, marcada por el dolor y la venganza.
Catalina trabajó en la casa de Quiroz durante una semana, esperando el momento perfecto. Lo observó tratar a otras esclavas jóvenes de la misma manera que la había tratado a ella. Vio el mismo ciclo de horror repetirse y su determinación se fortaleció. Una noche, cuando Quiroz estaba solo en su estudio revisando cuentas, Catalina entró con una botella de vino envenenado. Había comprado el veneno a un boticario corrupto, pagando con monedas que había robado.
Le sirvió el vino a Quiroz con una sonrisa sumisa. Él bebió sin sospechar nada. Tardó 20 minutos en empezar a sentir los efectos. Primero vinieron los calambres estomacales, luego la dificultad para respirar. Cuando Quiroz entendió que estaba muriendo, miró a Catalina y ella se quitó el pañuelo que cubría su cabeza, revelando la vieja cicatriz en su frente que él le había hecho años atrás. “Soy Catalina, la primera que compraste para tu maldito negocio. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de lo que me hiciste?”. Quiroz intentó gritar, pero solo salió un gemido ahogado de su garganta. Catalina se quedó allí mirándolo morir lentamente, disfrutando cada segundo de su agonía. Cuando finalmente murió, Catalina arregló la escena para que pareciera que había sufrido un ataque al corazón. Luego desapareció nuevamente en la noche.
Los años pasaron. Catalina continuó su cacería. El quinto fue Tomás Valverde en Puebla; lo ahogó en su propia tina de baño. El sexto fue Vicente Sarmiento; lo empujó por las escaleras de su casa, rompiéndole el cuello. El séptimo murió en un incendio que Catalina provocó en su dormitorio.
Catalina desarrolló habilidades que nunca supo que tenía. Aprendió a moverse en silencio como un gato. Aprendió a leer a las personas, a predecir sus movimientos. Aprendió a mentir convincentemente, a actuar diferentes papeles según lo necesitara. Aprendió los puntos débiles del cuerpo humano: dónde cortar para matar rápido o dónde cortar para hacer sufrir.
Pero con cada muerte, algo en Catalina también moría. Al principio sentía satisfacción, incluso alegría al completar cada venganza, pero con el tiempo esas emociones se desvanecieron. Solo quedó un vacío frío. Catalina se dio cuenta de que la venganza no le devolvía lo que había perdido. No le devolvía su vida antes de la esclavitud, no le devolvía a su familia, no le devolvía su inocencia. Pero tampoco podía detenerse. La venganza se había convertido en su única razón de existir. Sin ella, no era nada.
El décimo objetivo fue particularmente difícil. Julio Santa Cruz era un hacendado rico y poderoso de Guadalajara con muchos guardias y sirvientes. Catalina tuvo que ser más creativa. Se infiltró en una caravana de comerciantes que viajaban a Guadalajara y consiguió trabajo temporal en la cocina de Santa Cruz durante una gran fiesta que él organizaba. Durante la fiesta, mientras todos estaban distraídos con la música y el baile, Catalina subió al segundo piso donde estaba el dormitorio de Santa Cruz. Allí esperó escondida detrás de un armario durante horas. Cuando Santa Cruz finalmente subió, borracho y tambaleante, Catalina salió de su escondite. Esta vez no usó armas, usó sus propias manos. Lo estranguló lentamente, mirándolo a los ojos todo el tiempo. Quería que él la viera. Quería que recordara quién era antes de morir.
Los siguientes fueron cayendo uno tras otro. El undécimo, el duodécimo, el decimotercero. Catalina perfeccionó su técnica, se volvió más audaz, pero también más cuidadosa. Sabía que cada muerte aumentaba el riesgo de ser capturada, pero también sabía que no pararía hasta terminar su lista.
El decimocuarto comprador era un sacerdote. Padre Luciano Cortés había sido un cliente especial de los mercados de esclavos; compraba mujeres jóvenes supuestamente para “salvarlas” y darles trabajo en la iglesia, pero en realidad las usaba para su propio placer antes de venderlas a otros. Catalina sintió una rabia especial hacia este hombre que había usado el nombre de Dios para justificar su maldad.
Encontrarlo fue fácil. Seguía siendo sacerdote en una pequeña iglesia en Querétaro. Catalina fue a confesarse con él. En el confesionario oscuro, le susurró sus pecados; le contó sobre todas las muertes que había causado. El padre Cortés, sin saber quién era ella, la escuchó con horror creciente. Intentó convencerla de que se entregara a las autoridades, de que pidiera perdón a Dios. Catalina rió amargamente. “¿Perdón de Dios? ¿Dónde estaba Dios cuando me vendían como ganado? ¿Dónde estaba cuando me violaban noche tras noche? ¿Dónde estaba cuando mis hijos nacían muertos en mis brazos? No, padre, no busco perdón, busco justicia”.
Esa noche, Catalina volvió a la iglesia. Padre Cortés estaba solo, rezando en el altar. Ella se acercó silenciosamente por detrás. Cuando él sintió su presencia y se volteó, Catalina ya tenía la soga lista. Lo estranguló allí mismo en el altar, bajo la mirada de todos los santos pintados en las paredes. Cuando murió, Catalina sintió una satisfacción oscura. Si existía un infierno, este hombre merecía arder en él.
Pero la venganza de Catalina estaba llamando la atención. Las autoridades comenzaron a notar un patrón. Todos los hombres muertos habían sido compradores de esclavos. Todos habían muerto de formas violentas. Comenzaron a investigar, a conectar los puntos. Circularon carteles buscando información. Ofrecieron recompensas. Catalina sabía que el tiempo se estaba acabando. Aceleró su búsqueda.
El decimoquinto, el decimosexto, el decimoséptimo cayeron en rápida sucesión. Catalina ya no se tomaba semanas para planear. Ahora actuaba más rápido, más desesperada. Sabía que eventualmente la atraparían, pero antes de eso terminaría su lista. El decimoctavo fue especialmente brutal. Gustavo Salinas había sido uno de los peores. La había tenido durante casi un año, golpeándola regularmente, dejándola sin comida si no quedaba embarazada cuando él quería. Cuando lo encontró en su hacienda en San Luis Potosí, Catalina no sintió piedad. Lo torturó durante horas antes de matarlo. Finalmente le hizo sentir una fracción del dolor que él le había causado.
El decimonoveno y el vigésimo fueron más fáciles. Ambos eran hermanos que compraban y vendían esclavos juntos. Catalina los envenenó a ambos durante una cena a la que asistieron en una posada. Murieron esa misma noche entre convulsiones y gritos de agonía.
El vigésimo primero fue un comerciante portugués llamado Antonio Silva. Había sido quien la trajo de África originalmente en su barco. Encontrarlo fue como cerrar un círculo. Catalina lo esperó en el muelle de Veracruz, donde su barco estaba anclado. Cuando Silva bajó del barco al atardecer, Catalina lo siguió hasta un almacén vacío. Allí lo confrontó. “¿Te acuerdas de la niña de 16 años que trajiste encadenada en las bodegas de tu barco? ¿Te acuerdas de las 42 personas que murieron durante ese viaje? Pues esa niña creció y ahora ha venido por ti”. Silva intentó huir, pero Catalina era más rápida. Lo apuñaló repetidamente, cada puñalada por cada persona que había muerto en ese viaje infernal. Cuando terminó, Silva yacía en un charco de sangre. Catalina se quedó allí jadeando, cubierta de sangre. Por primera vez en años sintió algo parecido a la paz. Había vengado no solo a sí misma, sino a todos los que murieron en ese barco.
Solo quedaban dos en su lista. El vigésimo segundo era Fernando Robledo, un hacendado anciano que había comprado y vendido a Catalina cuando ella tenía 21 años. Ahora él tenía más de 70 años, enfermo y débil. Catalina podría haberlo matado fácilmente, pero cuando lo vio en su lecho de muerte, rodeado de su familia, que obviamente no sabía nada sobre sus negocios oscuros, Catalina dudó por primera vez.
Se quedó escondida en las sombras, observando a través de una ventana. Vio a los nietos de Robledo llorar junto a su cama. Vio a su esposa sostener su mano con ternura. Y por un momento, Catalina se preguntó si esta venganza valía la pena. Pero entonces recordó. Recordó el dolor, recordó la humillación, recordó a los bebés muertos… y la duda desapareció. Esa noche, cuando todos dormían, Catalina entró en la habitación de Robledo. Él estaba medio dormido, delirando por la fiebre. Catalina se acercó a su cama, se inclinó sobre él y le susurró al oído quién era. Los ojos de Robledo se abrieron con comprensión y terror. Intentó gritar, pero su voz era solo un susurro débil. Catalina tomó una almohada y la presionó suavemente sobre su rostro. No fue violento, fue casi misericordioso. En pocos minutos, Robledo había muerto. Parecería que había muerto naturalmente por su enfermedad. Nadie sospecharía nada. Catalina dejó la habitación tan silenciosamente como había entrado.
Ahora solo quedaba uno. El vigésimo tercero, el último de su lista, Rubén Castellanos. Este hombre había sido su comprador más reciente antes de que ella comenzara su campaña de venganza. Había sido particularmente cruel, no solo usando su cuerpo, sino también humillándola constantemente, golpeándola por el menor error, tratándola peor que a un animal.
Encontrar a Castellanos fue complicado. Había oído rumores de las muertes misteriosas de compradores de esclavos y había contratado guardias. Se movía con precaución. Pero Catalina era paciente. Lo había estado observando durante semanas, estudiando cada movimiento. Una noche, Castellanos cometió un error. Salió solo de su casa para encontrarse con una amante en secreto. No llevó guardias porque no quería que su esposa se enterara.
Catalina lo siguió hasta una casa pequeña en las afueras de la ciudad. Esperó hasta que entró. Entonces ella también entró. Castellanos estaba en la habitación con su amante cuando Catalina apareció en la puerta. La amante gritó. Castellanos intentó alcanzar su pistola, pero Catalina fue más rápida. Le lanzó un cuchillo que se clavó en su hombro. Castellanos cayó al suelo gritando de dolor. Catalina se acercó lentamente, disfrutando su miedo. La amante había huido por la ventana. Ahora estaban solos.
Catalina se arrodilló junto a Castellanos, quien la miraba con ojos llenos de terror y reconocimiento. “Tú eres el último. El vigésimo tercero. He cazado a cada hombre que me compró, me usó y me vendió como si fuera un objeto. Cada uno ha pagado por lo que me hizo. Y ahora te toca a ti”. Castellanos intentó suplicar, pero Catalina no estaba interesada en sus palabras. Había escuchado suficientes súplicas, suficientes promesas vacías, suficientes mentiras. Tomó la soga que llevaba consigo, la misma soga que había usado en el primero. Era simbólico. El círculo se cerraba.
Enrolló la soga alrededor del cuello de Castellanos. Él luchó, pero estaba herido y debilitado. Catalina apretó. Mientras la vida se escapaba lentamente de Castellanos, ella le habló. Le contó sobre cada uno de los 22 hombres que había matado antes que él. Le describió cómo había muerto cada uno. Quería que supiera que él era el último, que su muerte completaba la venganza.
Cuando Castellanos finalmente dejó de moverse, Catalina se quedó allí arrodillada junto al cuerpo durante largos minutos. Se dio cuenta de que estaba llorando. No por Castellanos, no por los otros 22. Lloraba por ella misma, por la niña que había sido, por la vida que le habían robado, por los años perdidos en dolor y odio.
Catalina sabía que ahora vendrían por ella. Los gritos de la amante habían alertado a los vecinos. Escuchó voces afuera, pasos corriendo. Las autoridades llegarían pronto. Podría intentar huir, pero estaba cansada. Tan increíblemente cansada. Había completado su misión. Los 23 habían pagado. Ya no tenía razón para seguir corriendo.
Se quedó allí junto al cuerpo de Castellanos hasta que llegaron los guardias. No opuso resistencia cuando la arrestaron. No dijo nada cuando la encadenaron. Tenía una expresión de paz en su rostro que confundió a los guardias. ¿Cómo podía estar tan tranquila esta mujer que había matado a 23 hombres?
El juicio fue rápido. En aquellos tiempos, una esclava que había matado a sus amos no tenía derecho a defensa real. Las evidencias eran abrumadoras. Habían encontrado en su refugio una lista con los nombres de los 23 hombres, cada uno tachado cuando moría. Habían encontrado las herramientas que había usado. Habían encontrado un diario donde Catalina había documentado meticulosamente cada asesinato.
Durante el juicio, Catalina habló por primera vez. Cuando el juez le preguntó si tenía algo que decir en su defensa, ella se puso de pie, miró al juez directamente a los ojos y habló con una voz clara y fuerte que resonó en toda la sala:
“He matado a 23 hombres. No lo niego. Pero esos hombres me mataron a mí primero. Mataron mi espíritu, mataron mi humanidad, mataron mi futuro. Me compraron y me vendieron 23 veces como si fuera un animal. Me usaron para criar esclavos como si fuera ganado. Me violaron, me golpearon, me quitaron a mis hijos antes de que pudiera conocerlos. Durante años viví un infierno peor que la muerte y nadie los detuvo, nadie los castigó. La ley los protegía, la sociedad los celebraba por su éxito en los negocios. Así que me convertí en mi propia justicia. No me arrepiento. Si pudiera volver atrás, lo haría todo de nuevo”.
Hubo un silencio absoluto en la sala. Algunos de los presentes parecían conmovidos, otros escandalizados, pero todos entendieron que estaban presenciando algo extraordinario: una esclava que había tomado control de su destino de la manera más absoluta posible.
El veredicto fue inevitable. Catalina fue condenada a muerte por ahorcamiento. La ejecución se programó para una semana después, en la plaza pública, como ejemplo para otros esclavos de lo que pasaba cuando desafiaban el orden establecido.
Durante esa última semana, Catalina recibió visitas inesperadas. Algunas mujeres esclavas, arriesgando ser castigadas, vinieron a verla en secreto. Le agradecieron. Le dijeron que era una heroína, que había hecho lo que muchas soñaban, pero no se atrevían. Le dieron pequeños regalos, flores, comida. Catalina se dio cuenta de que, sin pretenderlo, se había convertido en un símbolo.
También vino un sacerdote diferente al que había matado. Este era joven y parecía genuinamente preocupado por su alma. Le pidió que se arrepintiera, que buscara el perdón de Dios antes de morir. Catalina lo escuchó pacientemente, luego le dijo algo que el sacerdote nunca olvidaría: “Padre, si existe un Dios, entonces él sabe lo que viví, él sabe lo que me hicieron. Y si ese Dios me juzga por buscar justicia cuando la ley me negaba humanidad, entonces no es un Dios en quien quiero creer. Prefiero enfrentar el infierno con dignidad que entrar al cielo arrodillada en falso arrepentimiento”.
El día de la ejecución llegó. La plaza estaba llena de gente. Algunos habían venido a ver el espectáculo. Otros, especialmente esclavos y personas libres de origen africano, habían venido a presenciar el final de alguien que consideraban valiente. Las autoridades habían traído tropas extras porque temían disturbios.
Catalina fue llevada a la horca encadenada, pero caminó con la cabeza alta. No mostró miedo. Cuando la subieron a la plataforma, miró a la multitud. Vio rostros de odio, de fascinación, de tristeza, de admiración. Entonces habló. Nadie le había dado permiso, pero su voz fue tan fuerte que todos callaron para escucharla:
“Mi nombre es Catalina, pero ese no es mi verdadero nombre. Mi verdadero nombre murió cuando me arrancaron de mi tierra hace 10 años. Me trajeron aquí encadenada, me vendieron como un objeto, me usaron como un animal de cría. Durante años viví sin dignidad, sin esperanza, sin futuro. Los 23 hombres que maté me compraron sabiendo exactamente lo que iban a hacer conmigo. Me torturaron, mataron a mis hijos y nunca fueron castigados porque la ley dice que un esclavo no es una persona. Dice que podemos ser comprados y vendidos como ganado. Dice que no tenemos derechos. Pues yo digo que esa ley está mal. Yo digo que todo ser humano merece dignidad. Y si la única manera de reclamar mi dignidad era a través de la venganza, entonces lo hice sin dudarlo. Muero hoy, pero muero libre. Por primera vez en 10 años soy dueña de mi destino. Y eso vale más que cualquier vida que pudiera haber vivido bajo cadenas”.
Hubo un murmullo en la multitud. Algunos gritaron insultos, otros permanecieron en silencio, claramente afectados por sus palabras. El verdugo se preparó para colocar la soga alrededor de su cuello. Catalina no resistió. Miró al cielo por última vez. Pensó en su madre, en su padre, en su aldea junto al río. Pensó en la niña que había sido antes de que todo esto comenzara… y sonrió.
La trampilla se abrió. Catalina cayó. El cuello se rompió instantáneamente. Murió rápido, sin sufrir, algo que ella nunca había permitido a ninguno de sus 23 compradores. Incluso en su muerte, había tenido un destino más piadoso que el que ella les había dado.
Pero la historia de Catalina no terminó con su muerte. En los días y semanas siguientes, su historia se extendió como fuego por las colonias. Algunos la llamaban monstruo, otros la llamaban mártir. Entre la población esclava se convirtió en una leyenda. Se contaban historias sobre ella alrededor de fogatas. Se susurraba su nombre como un recordatorio de que incluso los más oprimidos podían encontrar formas de resistir, de luchar, de reclamar su dignidad.
Las autoridades intentaron suprimir su historia. Quemaron su diario, destruyeron los registros de su juicio, prohibieron hablar de ella bajo pena de castigo. Pero las historias persistieron, se transmitieron oralmente de generación en generación. Catalina se convirtió en un símbolo de resistencia contra la esclavitud, aunque las autoridades hicieron todo lo posible por borrarla de la historia oficial.
Años después, cuando las guerras de independencia sacudieron las colonias españolas, algunos rebeldes citaban a Catalina como inspiración. Decían que si una sola mujer esclava podía desafiar el sistema con tal valentía, entonces todo un pueblo podía levantarse contra la opresión. Su nombre se susurraba en reuniones secretas de abolicionistas. Se escribían poemas sobre ella, se componían canciones. En las haciendas, los dueños de esclavos comenzaron a tener más cuidado. El caso de Catalina les había enseñado que tratar a los esclavos como objetos sin ninguna humanidad podía tener consecuencias mortales. Aunque esto no terminó con la esclavitud ni con los abusos, se introdujo un elemento de miedo. Los esclavos ya no parecían tan indefensos. La historia de Catalina les había dado algo que las cadenas nunca podrían quitar: la idea de que la resistencia era posible.
Décadas después del ahorcamiento de Catalina, cuando finalmente llegó la abolición de la esclavitud en las antiguas colonias españolas, algunos historiadores intentaron documentar su historia. Encontraron fragmentos en archivos judiciales, referencias oblicuas en cartas de la época, testimonios de personas que habían estado presentes en su juicio o ejecución. Trataron de reconstruir quién había sido realmente esta mujer extraordinaria.
Pero la verdadera historia de Catalina se perdió en gran parte. Los registros oficiales la pintaban como una asesina desquiciada. Los relatos orales la elevaban a una santa guerrera. La verdad probablemente estaba en algún punto intermedio. Era una mujer que había sufrido horrores inimaginables y que había respondido con una violencia terrible. Era tanto víctima como victimaria. Era tanto monstruo como mártir. Era humana en su dolor, en su rabia, en su necesidad de justicia.
Lo que sabemos con certeza es que Catalina existió, que fue vendida 23 veces, que mató a sus 23 compradores, que fue juzgada y ejecutada en 1791, y que su historia, por fragmentada y mitificada que esté, representa algo fundamental sobre la naturaleza humana: que incluso en las circunstancias más desesperadas, incluso bajo la opresión más absoluta, el espíritu humano puede encontrar formas de resistir, de luchar, de reclamar su dignidad.
La vida de Catalina fue una tragedia. No debería haber vivido lo que vivió. No debería haber tenido que convertirse en lo que se convirtió. En un mundo justo, habría vivido su vida en su aldea junto al río. Habría tenido hijos que habrían crecido libres. Habría envejecido en paz rodeada de su familia. Pero el mundo no fue justo con ella. Y cuando el mundo le negó justicia, ella creó la suya propia, por brutal y terrible que fuera. Su historia nos recuerda el costo humano de la esclavitud; nos recuerda que cada esclavo era una persona con sueños, esperanzas y dignidad. Nos recuerda que el dolor tiene consecuencias, que la opresión genera resistencia, y que el deseo de ser libre es más fuerte que cualquier cadena.
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