Una madre soltera no tenía dónde dejar a su hija mientras trabajaba. Su vecino, un anciano viudo, se ofrece a cuidarla “para no cenar solo nunca más”.
Llevaba tres semanas buscando una solución. Tres semanas midiendo cada centavo, calculando horarios imposibles, rogándole a mi jefa que me dejara llegar media hora tarde. Pero las cuentas no cuadraban. O pagaba la guardería, o pagaba el alquiler. No había forma de hacer las dos cosas.
Esa tarde volví del trabajo con Emma colgada de mi mano y las bolsas del supermercado cortándome los dedos. Apenas había comprado lo básico: arroz, huevos, una lata de atún. Emma iba contándome algo sobre una mariposa que había visto en el parque, con esa emoción que solo tienen los niños de cinco años, cuando me crucé con don Alberto en el pasillo.
—Buenas tardes, Sofía —me saludó, quitándose ese sombrero de fieltro que siempre usaba—. Hola, pequeña Emma.
—¡Hola, don Alberto! —gritó mi hija, soltándome la mano para acercarse a él.
Yo forcé una sonrisa. Don Alberto era amable, siempre lo había sido, pero yo andaba con la cabeza en otro lado. En los números que no salían. En el mensaje que me había enviado la directora de la guardería esa mañana: “Si no regulariza el pago esta semana, no podremos seguir recibiendo a Emma”.
—¿Todo bien? —me preguntó él, y algo en su tono me hizo levantar la vista.
Sus ojos eran suaves, preocupados. Tenía ese modo de mirar que tienen las personas que han vivido mucho, que han perdido mucho.
—Sí, sí, todo bien —mentí, ajustando las bolsas—. Solo cansada.
Emma empezó a buscar las llaves en mi bolso mientras yo intentaba no derramar las lágrimas que llevaba conteniendo todo el día.
—Sofía —dijo don Alberto, dando un paso hacia mí—. Perdone que me meta donde no me llaman, pero… llevo días viéndola llegar corriendo, estresada. Y a Emma la veo menos en el edificio.
Me quedé congelada.
—Es que… la guardería… —empecé, pero se me quebró la voz.
No pude continuar. Las bolsas cayeron al suelo. Emma recogió una manzana que había rodado hacia ella. Don Alberto se agachó a ayudarme, y cuando nuestras manos se encontraron recogiendo el cartón de huevos, me miró directo a los ojos.
—No tengo donde dejarla —solté, finalmente—. No puedo pagar la guardería y el alquiler. Y no tengo familia aquí. Nadie.
El silencio se extendió por el pasillo. Emma tarareaba una canción, ajena a todo.
—¿Y si yo la cuido? —dijo don Alberto, de repente.
Lo miré sin entender.
—¿Qué?
—Que si yo puedo cuidar a Emma. Mientras usted trabaja. —Se pasó la mano por el cabello gris, casi avergonzado—. Mire, Sofía, yo vivo solo desde que murió Marta hace tres años. Esta casa está vacía. Yo estoy vacío. Ceno solo todas las noches mirando la televisión, hablando con las paredes.
—Don Alberto, yo no puedo pedirle eso…
—No me lo está pidiendo. Se lo estoy ofreciendo yo. —Sonrió, y era una sonrisa triste pero genuina—. Emma es una niña hermosa. Sería un placer tenerla conmigo. Podemos hacer la tarea, cocinar algo juntos. Y así… así yo no ceno solo nunca más.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—No sé qué decir…
—Diga que sí —murmuró él—. Por favor. Usted me haría un favor a mí también.
Emma tiró de mi manga.
—Mami, ¿puedo ir con don Alberto? ¡Él tiene un gato!
Los dos nos reímos. No sabía que tenía un gato.
—¿Está seguro? —susurré.
—Completamente —respondió él, con los ojos brillantes—. Completamente seguro.
Al día siguiente, cuando dejé a Emma en el departamento de don Alberto antes de ir al trabajo, lo vi poniendo la mesa para dos. Había comprado el cereal favorito de mi hija, el que yo nunca podía permitirme. Había globos de colores atados a las sillas.
—Para celebrar —me dijo, encogiéndose de hombros—. Para celebrar que ya no estamos solos.
Emma corrió hacia la mesa, riendo. Y yo salí de ese departamento con el corazón más ligero que en meses.
Esa noche, cuando la recogí, Emma no paraba de hablar. Que don Alberto le había enseñado a hacer galletas. Que el gato se llamaba Nube. Que habían leído tres cuentos. Que don Alberto le había contado de cuando su esposa y él bailaban en la sala.
—Mami —me dijo mientras la acostaba—, ¿don Alberto puede ser mi abuelo?
Me quedé sin palabras. Besé su frente.
—Creo que ya lo es, mi amor. Creo que ya lo es.
Al otro lado de la pared, supe que don Alberto también estaba cenando. Pero esta vez, no estaba solo. Porque había puesto dos platos en la mesa, y aunque Emma ya no estuviera ahí, su risa todavía llenaba esa casa vacía.
Y la mía también.
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