La Gigante del Sertão: El Precio de Diez Centavos y la Tierra Conquistada (Versión Extendida)

La Espera Bajo el Sol Implacable (Sertão Bahiano, 1880)

El hacendado Crispín do Valle ajustaba su sombrero contra el pecho, sus ojos clavados en el polvo de la carretera que se elevaba como una serpiente viva. Había pagado diez centavos por adelantado por aquella promesa de mano de obra barata, una figura menuda que apenas daría trabajo para dominar. El sol de la Bahía caía implacable sobre el horizonte seco del sertão, y cada minuto de espera apretaba el nudo en su garganta.

¿Dónde estaba?

Una carreta chirrió a lo lejos, sus ruedas rechinando contra las piedras sueltas. Crispín enderezó el cuerpo, su corazón acelerándose ante la visión borrosa que se aproximaba. El conductor azotó a las mulas y el vehículo se detuvo a pocos metros, levantando una nube sofocante de tierra. Crispín esperaba una silueta frágil, encorvada por la carga de la vida.

Pero entonces, la puerta de la carreta se abrió con un estruendo. De ella descendió una mujer inmensa, sus hombros anchos como los de un toro, su altura superando la de cualquier hombre presente. Sus pies tocaron el suelo con un peso que hizo temblar la tierra seca. Crispín retrocedió un paso, el sombrero resbalando de sus manos.

Se llamaba Doroteia, y venía de las profundidades del interior de Pernambuco, donde las sequías forjaban cuerpos como el suyo en hierro vivo. No era esclava de nacimiento, pero la deuda de su familia arruinada la había atado a aquel destino por la miseria de diez centavos al año de servicio.

Crispín la midió con los ojos: mediría dos metros, tal vez más. Sus brazos eran gruesos como troncos de jatobá, su rostro marcado por surcos profundos que hablaban de vientos cortantes y promesas incumplidas.

“¿Es usted a quien compré?”, preguntó, su voz más fina de lo que pretendía.

Doroteia levantó la barbilla, sus ojos negros fijos en él como cuchillas. “Soy yo. ¿Y qué espera de mí aquí?”

Crispín tragó saliva, recuperando el control. Su hacienda de café se extendía detrás de él, un imperio de cafetales que devoraba almas más pequeñas. Había perdido a tres trabajadores en los últimos meses, huidos a ciudades distantes o simplemente desaparecidos en la noche, dejando las cosechas pudriéndose en las ramas. Diez centavos por una vida entera valían el riesgo.

“Va a cargar sacos, limpiar los barracones, hacer lo que yo ordene sin preguntas.”

Doroteia asintió lentamente, pero algo en su mirada, una chispa tranquila, hizo que los pelos de la nuca de Crispín se erizaran. Recogió su atado de ropa y siguió al hacendado por el sendero polvoriento.

El Desafío en la Cosecha

La primera noche, el aire en la senzala (el barracón) olía a tierra húmeda y sudor acumulado. Los otros peones susurraban alrededor de la hoguera, lanzando miradas hacia la recién llegada. “Mira su tamaño,” murmuró Zé, el capataz flaco como una rama. “Va a romper la espalda del patrón sin querer.”

Crispín lo calló con un gesto, pero la duda roía en su interior. Doroteia comió en silencio, rasgando el pan duro con dientes fuertes, sus ojos perdidos en las llamas. El hacendado se retiró a su Casa Grande, atrancando la doble puerta. El sueño no llegó fácil; oía el viento aullar como una advertencia.

Al amanecer, la prueba comenzó. Crispín señaló un montón de sacos llenos de grano, pesados como anclas. “Cargue esto al molino, sola.”

Doroteia se agachó, los músculos tensándose bajo la blusa remendada. Uno tras otro, los levantó sin esfuerzo aparente, equilibrándolos sobre su ancha espalda mientras caminaba por la ladera empinada. Los peones se detuvieron, boquiabiertos. Zé parpadeó, incrédulo. “Patrón, esa mujer es de piedra.”

Crispín observaba desde lejos, el pecho oprimido. Ella no se quejaba, no sudaba como los demás. Terminaba antes de que el sol estuviera alto y volvía a buscar más.

Las semanas se arrastraron. La hacienda cambió. Los cafetales, antes marchitos por la falta de manos, reverdecían bajo el ritmo implacable de Doroteia. Cortaba ramas con la hoz como si danzara, cargaba cestos que tres hombres apenas podían levantar. Crispín contaba las monedas extra que entraban de los compradores de Salvador, pero el placer se agriaba con cada informe de Zé. “No se quiebra, patrón. Trabaja día y noche sin pedir nada.”

Por las noches, él rondaba la senzala, espiando por una rendija. Doroteia se sentaba sola, afilando un pequeño cuchillo de cocina, sus ojos fijos en el horizonte oscuro. ¿Qué planeaba? ¿Por qué no huía, como los demás?

El Control Inquebrantable

Una tarde lluviosa, la tensión estalló. Un toro salvaje escapó del corral, galopando por la plantación, pisoteando las plántulas nuevas. El animal era pura fuerza bruta. Doroteia salió del barracón sin dudarlo. Plantó los pies en el barro, extendiendo sus brazos como murallas.

El toro embistió. El impacto resonó como un trueno. Ella no cayó. Con los brazos trabados, desvió a la bestia con un giro preciso, arrojándola contra la cerca, que crujió y cedió. El animal resopló, confuso, y ella lo sujetó por el cuello hasta que Zé llegó con la cuerda.

Crispín observó desde el porche, el corazón golpeándole. Los peones aplaudieron en voz baja. Él vio el poder puro e incontrolable.

Esa noche, la llamó a la Casa Grande. “Siéntese,” dijo, señalando una silla que crujió bajo su peso. “Usted vale más que diez centavos. Quédese aquí para siempre y le pagaré el triple.”

Doroteia cruzó los brazos, el silencio pesado como el plomo. “¿Triple de qué? ¿De una vida que no es mía?”

Él rió, nervioso. “Es libre de irse, pero ¿adónde? ¿Volver a la sequía de Pernambuco? Aquí come, duerme en seco.”

Ella inclinó la cabeza, estudiándolo como si fuera un insecto. “Vine por una deuda, pero la deuda se paga, no se compra un alma.” Crispín sintió el sudor frío. Por primera vez, se vio a sí mismo: un hombre menudo, atrapado en tierras que lo devoraban tanto como a los demás.

“¿Qué quiere, entonces?”

Doroteia se levantó, su sombra cubriéndolo por completo. “Un pedazo de tierra mío, para plantar lo que yo quiera.”

El Ajedrez del Silencio

Los días siguientes fueron un juego de ajedrez. Crispín pospuso, inventó excusas, envió a Zé a vigilarla, pero Doroteia trabajaba aún más, los cafetales floreciendo como nunca. Los compradores venían de lejos, llenando los bolsillos de Crispín. Sin embargo, por las noches, los sueños lo despertaban: ella levantando la casa entera, pisoteando su autoridad como si fueran ramitas.

Comenzó a racionar los suministros, a negar comida en la senzala. Los peones murmuraban: “El patrón le tiene miedo a la grandulona.”

Una mañana, el molino se detuvo. El engranaje principal se había atascado, un problema que requería fuerza bruta para desmontar. Crispín llamó a herreros externos, pero cobraban caro.

“Doroteia,” dijo, odiando la dependencia en su voz.

Ella descendió al molino sola. Horas después, el mecanismo giraba suavemente, como nuevo, pero cuando subió, traía algo en sus ojos: certeza.

Ese atardecer, los peones se reunieron en la plaza de la hacienda. Zé habló primero: “Ella nos salvó a todos. Sin ella, la cosecha se pudre.” Otros asintieron. Crispín sintió que el suelo se hundía.

La confrontó en el corral. “No voy a dar tierra. Usted es mía por contrato.”

Doroteia se detuvo, girándose lentamente. “Contrato hecho por hombre débil. Yo lo rompo como rompo toros.” La amenaza flotaba, invisible, pero pesada. Crispín retrocedió, sintiendo el hedor de su propia debilidad.

La Tierra Prometida

Pasó noches sin dormir, atormentado por pesadillas de campos vacíos. La hacienda debía impuestos a los bancos de Salvador. Sin la producción de Doroteia, la ruina era inevitable. Con ella, podría sobrevivir, pero bajo sus términos.

Semanas se convirtieron en meses. Doroteia no forzaba, dejaba que el silencio trabajara. Los peones la seguían ahora, cosechando más rápido, repartiendo las tareas. Crispín veía su autoridad escurrirse como arena.

Un día, un comprador importante llegó. “Escuché sobre su gigante. Véndamela. Pago cien veces diez centavos.”

Crispín dudó, viendo una escapatoria. Pero Doroteia estaba allí, con los brazos cruzados.

“Él no vende lo que no posee,” dijo ella, su voz baja pero resonante.

El comprador rió y se fue. Crispín explotó en privado. “Usted me arruina.”

Ella lo encaró. “Usted se arruina solo. Libere la deuda, dé la tierra o vea lo que sucede cuando una mujer como yo se detiene.”

A la mañana del décimo mes, llamó a Zé. “Mida diez alqueires en la esquina norte. Plante para ella.”

Zé parpadeó y obedeció.

Doroteia recibió el papel de posesión, simple y seco. No sonrió, solo asintió. “Ahora planto mi vida.” Se mudó a la nueva cabaña en la tierra cedida, sembrando maíz y frijoles lejos de los cafetales.

Crispín la veía a lo lejos, una figura colosal contra el cielo. La hacienda sobrevivió, pero había cambiado. Los peones lo respetaban menos, pero trabajaban por elección. Él, en cambio, se encogía cada día.

Años después, la tierra de Doroteia florecía, una isla verde en el sertão. Crispín pasaba a caballo, saludando desde lejos. Ella respondía con un gesto firme. Ni victoria total, ni derrota, solo un equilibrio frágil conquistado en silencio y fuerza. La carreta que la trajo se había convertido en leyenda entre los peones. Y el hacendado de antaño había aprendido que diez centavos compran brazos, pero nunca la esencia de un alma gigante.