Un chico prepara una sorpresa romántica en la casa equivocada. La dueña, una abuela, se emociona igual y lo invita a comer.

Revisé mi teléfono por décima vez. “Apartamento 4B, edificio azul de la esquina”, decía el mensaje de Laura. Perfecto. Tenía las llaves que me había dado la semana pasada, el ramo de rosas rojas, las velas aromáticas y una botella de vino. Todo listo para sorprenderla después de su turno en el hospital.

Subí las escaleras de dos en dos, el corazón latiendo con emoción. Abrí la puerta con cuidado, entré de puntillas y comencé a trabajar. Distribuí las velas por la sala, puse música suave desde mi teléfono y dejé las rosas en un jarrón que encontré en la cocina. Estaba acomodando los cojines del sofá cuando escuché la llave girando en la cerradura.

Me paré frente a la puerta con mi mejor sonrisa, brazos abiertos.

La puerta se abrió.

No era Laura.

Era una señora de unos setenta años, con el cabello blanco perfectamente peinado y un suéter de lana morado. Nos quedamos mirando fijamente durante lo que pareció una eternidad.

—¿Quién eres tú? —pregunté, confundido.

—Yo vivo aquí —respondió ella, con una mano en el pecho—. ¿Quién eres *tú*?

Miré alrededor. Las velas. Las rosas. La música romántica de fondo. Mi cerebro se negaba a procesar lo que estaba pasando.

—Yo… yo soy Martín. Vine a sorprender a mi novia Laura. Ella me dio las llaves del 4B…

—Cariño —dijo la señora, dejando su bolsa en la entrada—, esto es el 4B. Pero aquí no vive ninguna Laura.

Sentí que la tierra se abría bajo mis pies.

—No, no, no… —saqué mi teléfono y volví a leer el mensaje. “Edificio azul de la esquina”. Miré por la ventana. Había otro edificio azul en la esquina opuesta—. Oh, Dios mío. Me equivoqué de edificio.

La señora se acercó, observando las velas encendidas y las rosas.

—¿Hiciste todo esto para ella?

—Sí, señora. Lo siento muchísimo. Voy a apagar todo y me voy inmediatamente. No sé cómo pude…

—Espera, espera —me interrumpió, con una sonrisa creciendo en su rostro arrugado—. ¿Sabes cuánto hace que nadie me prepara algo así? Mi Ernesto murió hace cinco años. Esto es… es hermoso.

Se sentó en el sofá, mirando las velas parpadeantes con ojos brillantes.

—Señora, de verdad, lo lamento tanto…

—¿Ya cenaste? —preguntó de repente.

—¿Qué?

—Que si ya cenaste. Porque yo iba a preparar mi famosa lasaña. Siempre hago de más porque nunca me acostumbro a cocinar para uno solo.

—No puedo aceptar, señora. Ya he invadido su casa suficiente…

—Me llamo Beatriz —dijo, parándose con energía renovada—. Y no es una invasión si te invito. Además —señaló las velas—, ya está todo preparado para una cena romántica. Sería un desperdicio dejarlo así.

Y antes de que pudiera protestar, ya estaba en la cocina sacando ingredientes.

Media hora después, estábamos sentados a la mesa, con la lasaña humeante entre nosotros, las velas todavía encendidas y las rosas como centro de mesa.

—Ernesto también era distraído —dijo Beatriz, sirviéndome más lasaña—. Una vez fue a recogerme al aeropuerto equivocado. Estuve esperándolo tres horas.

Me reí, sintiéndome un poco menos idiota.

—¿Y qué pasó?

—Me casé con él de todos modos —dijo con un guiño—. Los distraídos tienen su encanto. Tu Laura es afortunada.

Mi teléfono vibró. Era Laura: “¿Dónde estás? Llegué hace media hora y no hay nadie”.

—Es ella —dije, mostrándole el mensaje a Beatriz.

—Anda, ve —me dijo—. Pero llévate las rosas. Yo me quedo con las velas y el recuerdo de la mejor cena que he tenido en años.

Me paré, todavía sin poder creer lo que había pasado.

—Beatriz, ¿puedo volver a visitarla? Para una cena normal, sin invadir su casa.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Me encantaría, Martín.

Tomé las rosas y corrí hacia el edificio correcto, donde Laura me esperaba entre confundida y preocupada. Le conté toda la historia mientras ella se reía hasta llorar.

Pero todos los domingos, sin falta, subo al 4B del edificio equivocado para cenar con Beatriz. Y a veces, cuando Laura no está de turno, viene conmigo.

Al final, mi error me dio una abuela postiza y a Beatriz dos jóvenes que la visitan religiosamente. Ernesto tenía razón: los distraídos tenemos nuestro encanto.