En el pequeño y asfixiante universo de San Blas, mi familia, los Céspedes, éramos la realeza. Mi padre, Don Fernando, era el alcalde, el dueño de las bodegas, el sol alrededor del cual giraba cada alma del pueblo. Y yo, Isabel, era su princesa. Criada para ser perfecta, para casarme con el hombre adecuado —el hijo del notario— y para presidir los actos benéficos con una sonrisa impecable.
Mi vida tenía una única y trágica sombra: mi madre. Murió cuando yo tenía cinco años. Un “trágico accidente de coche”, me contaron siempre. No tenía recuerdos de ella, solo un retrato al óleo en el salón de una mujer de una belleza triste. Era mi ángel guardián, mi herida sagrada, la excusa perfecta para la sobreprotección de mi padre.


Había otra figura constante en mi vida, una sombra de un tipo muy diferente: “La Loca de los Gatos”, una mendiga que vivía en los soportales de la plaza. Era una mujer sin edad, sucia, con la mirada perdida y el pelo enmarañado. Siempre estaba allí, murmurando para sí misma, rodeada de gatos callejeros. Para mí, y para todo el pueblo, era parte del paisaje, una molestia a la que arrojarle una moneda con desprecio o a la que mis amigas y yo, en nuestra cruel adolescencia, habíamos humillado más de una vez. “¡Quítate de en medio, sucia!”, le gritábamos. Mi padre nunca nos reprendió por ello.


El día de mi boda, el pueblo entero era un escenario para mi felicidad. La iglesia estaba rebosante de flores, los invitados lucían sus mejores galas. Yo, con mi vestido de princesa, me sentía en la cima del mundo. Mi padre vino a buscarme a la sacristía para llevarme al altar. Estaba pálido, sus manos temblaban.
“Isabel”, dijo, y su voz era un susurro roto. “Hay algo que debo decirte. He sido un cobarde. Un monstruo. Y no puedo dejar que te cases viviendo en esta mentira”.
Lo miré, confundida. “Papá, ¿de qué hablas? Estás nervioso, eso es todo”.
Él negó con la cabeza, y las lágrimas que surcaron su rostro fueron las primeras que le vi en la vida.
“Tu madre no murió en un accidente de coche”, soltó, y cada palabra fue una piedra que rompió el cristal de mi realidad. “Tu madre… está viva”.
Me quedé sin aire. “¿Viva? ¿Dónde? ¿Por qué me has mentido?”.
Y entonces, me asestó el golpe final. La verdad más monstruosa que jamás pude imaginar.
“La has visto cada día de tu vida, Isabel. Tu madre no está muerta. Es la mendiga a la que humillas cada día en la plaza”.
El mundo se detuvo. El sonido de las campanas, las risas de los invitados, todo se desvaneció. Solo podía oír el zumbido de la sangre en mis oídos. La Loca de los Gatos. La mujer sucia a la que había despreciado, a la que había llamado “escoria”. Era mi madre.
“No…”, gemí, retrocediendo. “No, es mentira. Estás loco”.

 


“No, mi niña. La loca es ella”, dijo, con un dolor infinito. “Después de que nacieras, sufrió una depresión posparto terrible. Se convirtió en una psicosis. Intentó… hacerte daño. Y a sí misma. Los médicos dijeron que no había cura. Yo no podía soportar el escándalo, la vergüenza para el apellido Céspedes. Así que tomé una decisión. La declaré muerta. La interné en un sanatorio durante años. Cuando se escapó y volvió al pueblo, ya nadie la reconocía. Era más fácil para todos, para mí, dejar que el pueblo la viera como una loca anónima que como la esposa enferma del alcalde”.
La puerta de la sacristía se abrió. Era mi novio, sonriendo. “¿Listos? La novia más guapa del mundo se hace esperar”.
Y en ese instante, vomité. Vomité los lirios, el champán, y veinticinco años de una vida construida sobre la crueldad más refinada.
Salí corriendo de la iglesia. No hacia el altar, sino hacia la plaza. Los invitados me miraban, atónitos. Corrí con mi vestido de novia, con el velo ondeando, hasta que llegué a los soportales.

 


Y allí estaba ella. Mi madre. Sentada en el suelo, rodeada de sus gatos, ajena a todo. Me arrodillé frente a ella, con mi vestido blanco ensuciándose en el polvo.
La miré. Y por primera vez, no vi a la loca. Vi los ojos de la mujer del retrato. Vi su boca, su nariz. Vi el fantasma de mi propia cara en la suya.
“Mamá…”, susurré.
Ella levantó la vista. Su mirada, normalmente vacía, se enfocó en mí por un segundo. Un atisbo de reconocimiento, un destello de una vida olvidada. Y luego, nada. Volvió a su mundo de murmullos.


Me quedé allí, de rodillas, con mi vestido de novia y el corazón hecho añicos, mientras el pueblo entero nos miraba en silencio. El gran secreto de San Blas había salido a la luz, y la boda del año se había convertido en la tragedia del siglo.
No me casé. No volví a la mansión. Dejé atrás a mi padre, a su imperio de mentiras y a un pueblo cómplice de su crueldad.
Ahora vivo en la ciudad, en un pequeño apartamento. Cada semana, vuelvo a San Blas. No para ver a mi padre, a quien no le he vuelto a dirigir la palabra, sino para sentarme en el suelo, junto a mi madre. Le llevo comida caliente, le cepillo el pelo, le hablo de mi vida. La mayoría de las veces, no me reconoce. Pero a veces, muy de vez en cuando, me aprieta la mano. Y en ese simple gesto, encuentro la única herencia que me importa, el único perdón que necesito: el mío.