La huelga de hambre en la mansión: El misterio que asoló la casa de un multimillonario
El sonido era tenue pero implacable: el llanto constante y débil de tres niños pequeños. Para Rafael Tavares, un hombre cuya influencia abarcaba las mayores corporaciones de São Paulo, el sonido fue la banda sonora de su aplastante derrota. Tenía los dedos blancos mientras agarraba el teléfono, tras recibir la noticia de que la decimoctava niñera en dos semanas había renunciado.
“Señor Tavares, con el debido respeto, no puedo continuar”, repetía la voz temblorosa, el estribillo familiar. “Esos niños simplemente rechazan cualquier cosa que les ofrezca. Ya han pasado cuatro días. Temo que algo peor suceda y que la culpa recaiga sobre mí”.
Cuatro días agonizantes. Mariana, Sofía y Laura —sus trillizas de 15 meses— rechazaron cualquier intento de alimentarlas. Los mejores pediatras y especialistas habían entrado y salido de la mansión Tavares, realizando pruebas para detectar alergias, dolencias físicas y cualquier problema médico imaginable. El veredicto unánime fue desconcertante: las niñas estaban físicamente sanas. Sin embargo, se debilitaban, se volvían más apáticas, con cada hora que pasaba. El imperio millonario de Rafael era inútil contra la misteriosa y silenciosa rebelión de sus hijas.
Subiendo las escaleras, cada paso cargado de miedo, se encontró con Cristina, la severa ama de llaves que había dirigido la casa durante dos décadas. “¿Otra que renunció, no?” El tono de Cristina era una mezcla aguda de resignación y acusación. “Te advertí que contratar a estas chicas inexpertas no funcionaría, pero nunca me escuchas”.
Rafael pasó, exhausto. Dentro de la habitación del bebé, las tres bebés yacían envueltas en mantas, con sus ojitos rojos y vacíos. “Papá está aquí, mis princesas”, susurró, una promesa que se sentía completamente incapaz de cumplir.
Esa noche, solo en su oficina, Rafael volvió a llamar a la agencia. Cuando le dijeron que tenían dificultades para encontrar una candidata dispuesta, contraatacó con una oferta desesperada: “Triplican la tarifa. El triple para quien acepte quedarse al menos una semana, y una bonificación extra si consigue que las niñas coman”.
Una pausa en la línea. “Déjame revisar. Puede que tengamos una candidata que se registró hoy mismo. No tiene muchas referencias formales, pero…”
“No me importan las referencias”, interrumpió Rafael. “Mándala a primera hora de la mañana”.
La Niñera Poco Convencional y los Cuencos de Plata
A la mañana siguiente, exactamente a las 7:00 a. m., sonó el timbre. Cristina abrió la puerta y vio a una mujer de pelo rojo intenso que solo llevaba una vieja bolsa de tela.
“Buenos días, me llamo Beatriz Santos”, dijo, extendiendo la mano.
Rafael la observó. Parecía tener unos treinta y tantos años, vestida con sencillez, con una camisa azul y vaqueros. Carecía de la formalidad almidonada de sus predecesoras, pero su sonrisa genuina y tranquila transmitía una inusual sensación de calma.
“La agencia explicó la situación. Que sus hijas llevan varios días sin comer”, dijo Beatriz.
“Dieciocho profesionales”, corrigió Rafael con amargura. “Y todos renunciaron. La situación es grave. Si no se resuelve pronto, tendrán que ser hospitalizadas para recibir alimentación intravenosa. No quiero que llegue a eso”, terminó con la voz ronca.
“¿Puedo conocer a las niñas?”
En la habitación infantil, Cristina ya no lograba alimentar a Mariana, quien apartaba el biberón con debilidad. “¿Ves? Se niegan a todo”, declaró la criada con aire triunfal.
Beatriz entró despacio, sin intentar forzar el contacto. Simplemente se arrodilló junto a la cuna. Laura, la más pequeña, se acercó gateando, observando con curiosidad el pelo rojo de la niñera. Sofía dejó de llorar por un momento.

Beatriz observaba todo: cómo Laura miraba hacia la puerta cada vez que oía un ruido; cómo Sofía se aferró con fuerza a su manta cuando Cristina se acercó; y, lo más revelador, cómo la mirada de Mariana no dejaba de fijarse en una foto enmarcada de Rafael, solo, en un evento empresarial.
“¿Puedo estar a solas con ellos una hora?”, preguntó Beatriz por fin.
“¿Sola?”, protestó Cristina en voz alta. “¡Para nada! ¡No voy a dejar a una completa desconocida con estos niños!”
“Cristina, llevas veinte años trabajando aquí”, dijo Rafael con la voz cargada de cansancio. “Pero ahora mismo, tengo que intentarlo todo. Si ella cree que puede ayudar, la dejaremos intentarlo”.
Rafael se fue, cerrando la puerta con suavidad. En el pasillo, se apoyó en la pared, escuchando con ansiedad. “Tenemos que intentar algo diferente, Cristina. Algo que las otras niñeras no hicieran”.
Dentro, Beatriz no se apresuró. Se sentó en el suelo y empezó a cantar suavemente; no una nana moderna, sino una canción popular antigua y sencilla, de esas que una abuela les canta a sus nietos. Sofía dejó de quejarse. Mariana soltó la manta. Laura seguía cautivada por el sonido.
Después de unos minutos, Beatriz se levantó en silencio y comenzó a explorar la habitación. Buscó en el armario, la cómoda y, con la mirada fija en la base de la cuna, se arrodilló. Escondidos en el rincón más alejado, bajo el marco de la cama, los encontró: tres pequeños cuencos plateados de metal. Estaban limpios, pero claramente usados, y se parecían mucho a cuencos para perros.
Una sonrisa triste y cómplice.
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