El aire en el estudio fotográfico de Filadelfia en 1920 era frío y estaba cargado del olor acre del polvo de magnesio listo para el flash . El retrato familiar de los Caldwell no era una escena de alegría casual; era una solemne, casi militar, que revelaba una tensión profunda bajo la superficie de los cuellos almidonados y los vestidos de lana. En el centro de la composición, sentada como el eje del universo, estaba la joven madre, Eleanor Caldwell, vestida de un riguroso azul marino. Su rostro, pálido y pétreo, se inclinaba protectoramente sobre el bulto frágil que sostenía.
A su alrededor, la familia formaba un círculo compacto: el padre, los abuelos, y dos tias de mirada grave. Sus posturas no eran las poses rígidas habituales de la época; eran un escudo. Los hombros se tocaban, las cabezas se inclinaban hacia dentro, y las manos, grandes y torpes, se cerraban nerviosamente. Todos miraban al bebé con una intensidad que ignoraba por completo al fotógrafo, a la cuamara de fuelle negro sobre el decorpode y al mundo exterior. Lo que estaban protegiendo de la camara era mucho mas que la vergüenza de un pañal mojado o un mechón de pelo suelto.
El bebé, llamado Thomas, tenía apenas cinco meses y era la razón de la tension. Había nacido con una debilidad en los pulmones, una fragilidad que la gripe que azotaba la ciudad ese invierno había amplificado. Los médicos habían sido claros: Thomas no sobreviviría a la noche. La familia, en un acto de amor desesperado y una necesidad de inmortalidad, había convocado al fotógrafo, el Sr. Davies, para asegurar que la existencia de Thomas no se desvaneciera sin dejar rastro.
El Sr. Davies, curtido en las fotografías de duelo, entendió la situación sin necesidad de palabras. La familia no estaba posando para una fotografía, sino para una despedida, y la formación de cuerpos era un intento físico de contener la vida que se les escapaba. El bebé en el centro era apenas un peso, un suspiro.

Eleanor, la madre, sentía la diminuta vida de su hijo latiendo contra su pecho, cada respiración un esfuerzo titánico. Ella sabía que el ritual de la fotografía era su último acto de posesión. La familia se había unido, no para posar, sino para crear un muro de calor y voluntad, tratando de prestarle su fuerza a Thomas, de tener el avance inexorable de la muerte con la pura presencia. Las manos cerradas de la tia abuela cerca de la rodilla de Eleanor no eran por nerviosismo; eran para sostener el peso de la desesperación.
El fotógrafo levantó la tapa del objetivo, un gesto lento y resonante en el silencio de la habitación. Llevó la cerilla al plato de magnesio, avisando con un suave “Cuidado con la luz fuerte”.

La familia se apretó aún mas. Eleanor cerró los ojos por un instante, sintiendo la pequeña exhalación de Thomas contra su cuello, una exhalación que no parecía seguirse de una inhalación.
Cuando la luz del flash estalló, bañando la escena en una explosión cegadora, el estruendo fue ensordecedor. La imagen quedó grabada: los rostros asustados, el círculo protector, la madre inclinada sobre el bulto. En el instante exacto en que la luz se apagó y el humo llenó el estudio, el círculo protector de la familia Caldwell se deshizo, liberando un sollozo.
Lo que la camara protegió, rodeado por el amor de la familia en 1920, fue el rostro de la muerte; y lo que el obturador de la cuamara tomó, de forma brutal e inexorable, fue el último aliento del bebé .
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