Capítulo 1 – El sabor de la miseria

La casa olía a humo húmedo y a arroz recalentado.
Era una choza pequeña en las afueras del pueblo, con paredes manchadas de hollín y un techo que goteaba en los días de lluvia. En medio de ese espacio reducido, una madre inclinaba la espalda frente al fuego, removiendo una olla con una cuchara de madera gastada.

El arroz hervía en poca agua. Apenas unos granos, apenas lo suficiente.
Al lado, un huevo frito, el único lujo que se permitía.

—Hijo, ven a comer —dijo con voz suave.

El muchacho entró con el ceño fruncido, los hombros tensos. Apenas veinte años, pero el rostro endurecido por la rabia y la frustración.

—¿Otra vez arroz con huevo, mamá? ¡No aguanto más esta miseria! —gritó, golpeando la mesa.

La cuchara cayó de las manos de la madre. Tembló.
—Es lo único que tenemos, hijo… —susurró.

Él lanzó el plato contra la pared. El arroz se desparramó, algunos granos quedaron pegados en el rostro de la mujer.

—¡Pues cómetelo tú sola, esta porquería! —vociferó antes de salir dando un portazo.

Ella permaneció de pie, con la mirada baja. Después, recogió en silencio cada grano del suelo con los dedos. No lloraba. No protestaba. Simplemente recogía.

Esa noche, como todas las noches, se arrodilló al lado de su cama.
Y oró. Por él.


Capítulo 2 – La despedida

Días después, el hijo anunció con firmeza:

—Me voy a la ciudad. Aquí no hay nada. Estoy harto de esta vida miserable.

La madre no lloró. Le tomó la mano con suavidad y dijo:
—Prométeme contestar mis llamadas. Porque el día que deje de llamarte… será porque ya me fui.

Él retiró la mano con brusquedad. No respondió. Y se marchó.


Capítulo 3 – Hambre en la ciudad

La gran ciudad lo recibió con humo, ruido y soledad.
Durante meses trabajó en lo que pudo: cargando cajas en un mercado, mezclando cemento en obras, vigilando puertas de discotecas donde las risas y la música eran ajenas a él.

Dormía en habitaciones compartidas, sobre colchones viejos que olían a humedad.
Comía lo que alcanzaba: pan duro, sopa aguada, a veces nada.

El hambre era constante.
La deuda, una sombra que lo perseguía.

Pero todos los días, el celular sonaba.
—Hola, hijo… ¿estás bien? —preguntaba la voz cálida.
—Estoy ocupado, mamá. Chao —respondía él con fastidio, cortando rápido.

La voz insistía.
Un día tras otro.
Siempre ella.


Capítulo 4 – El silencio

Hasta que un día… el teléfono no sonó.

El silencio llenó la habitación como un grito.
Él lo entendió.

No lloró.
No llamó.
Ni siquiera fue al entierro.

Se convenció de que la vida era demasiado dura para cargar con culpas.
Pero las noches se hicieron más frías. Y los sueños, más inquietos.


Capítulo 5 – El trabajo sucio

Pasaron meses. El hambre apretaba de nuevo. La miseria no soltaba su cuello.
Un hombre lo buscó en un bar:

—Es dinero fácil. Solo maneja este coche.

El joven supo de inmediato que el auto estaba cargado de droga. Lo sabía.
Pero el hambre puede más que la conciencia.
Aceptó.

Subió al coche. El motor rugió. El volante estaba helado bajo sus manos.

Entonces… el celular vibró.

Número desconocido.

—Hijo… —susurró una voz al otro lado—. No vayas. No hagas ese viaje. Regresa. Cuídate.

Él se quedó helado.

—¿Mamá? ¿Estás viva?

La llamada se cortó.
Intentó devolverla: número inexistente.


Capítulo 6 – La revelación

Corrió de vuelta a su barrio. Preguntó desesperado.
La respuesta lo derrumbó:

—Tu madre falleció hace un mes…

Se desplomó sobre la acera. El mundo giraba.

Entró en su cuarto. Allí estaban las marcas de rodillas junto a la cama, huellas en la madera gastada.
Una libreta con su lista de oraciones.
Su nombre escrito todos los días… hasta el último.

Sobre la mesa, una hoja doblada:

“Señor, si muero ya no podré orar por mi hijo. Entonces… te lo entrego.
Y si un día está en peligro, por favor… avísale. Llámalo a este número.”

El celular vibró otra vez.
Noticia urgente:

“Coche acribillado a balazos. Conductor muerto.”

La foto mostraba el coche que él debía manejar esa noche.

Cayó de rodillas.
Lloró como nunca.
Entendió al fin.

La llamada había venido del cielo.
Dios había usado la última oración de una madre para salvar a un hijo ingrato.


Epílogo – La llamada que nunca más sonó

Desde entonces, cada vez que su celular vibraba, él respondía con voz temblorosa:

—¿Mamá?

Ya no era ella.
Pero en cada timbre sentía el eco de su amor.

Y juró que, mientras viviera, cada llamada de un ser querido sería respondida.
Porque el silencio… duele más que cualquier reproche.