Omar tenía 47 años, manos endurecidas por el cemento y la cal, y un secreto que le pesaba más que cualquier saco de arena: no sabía leer.
Vivía en un cuarto alquilado en la periferia, donde apenas cabían sus herramientas, un colchón viejo y un cuaderno azul en el que, en silencio, dibujaba letras torcidas como si fueran ladrillos de una pared imposible.

Cada vez que llegaban papeles del trabajo, pedía ayuda a su hija:
—¿Me lo puedes leer, porfa?
Ella, sin saber, respondía:
—¿Por qué no lo lees tú, papá?
Él sonreía, inventaba excusas, buscaba unas gafas inexistentes.
Un día, oyó a dos obreros burlarse de un compañero que no sabía firmar:
—¡Todavía pone el dedo! —se reían.
Y Omar sintió que ya era suficiente.
Esa misma noche, con pan duro y café en el estómago, entró en una biblioteca pública. Se acercó al mostrador como quien confiesa un pecado:
—Hola… necesito aprender a leer.
La bibliotecaria lo miró con ternura.
—Llegas justo a tiempo —respondió.
Desde entonces, cada noche después de diez horas de trabajo, estudiaba. Aprendió primero la “m”, luego la “a”, después la “r”. Descubrió que Mario no era solo el nombre de su jefe, también era un niño en un cuento infantil.
Empezó con libros para niños. Luego con periódicos. Más tarde, frases célebres.
El día que logró escribir su nombre completo, Omar lloró. No de vergüenza, sino de libertad: a los 48 años había roto la cadena más invisible, la del analfabetismo.
Tiempo después, su hija le regaló un libro.
—Toma, papá. Ahora que te gusta tanto aprender.
Él lo abrió, lo leyó lento, con errores, pero lo leyó.
Y dijo con voz firme:
—Gracias, hija. Hoy sí puedo leértelo yo.
Hoy Omar ya no carga ladrillos como antes. Se dedica a enseñar a otros adultos a leer y escribir. No suele hablar de su pasado, solo repite una frase que aprendió de la vida:
—Si sabes leer, puedes construir otra casa: una donde viva tu dignidad.
Porque a veces la vida no te da una segunda oportunidad.
A veces, te la tienes que escribir tú mismo.
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