“Saluda a los tiburones”, susurró mi nuera mientras me empujaba fuera del yate. El Atlántico me engulló por completo. Vi cómo el cielo azul se desvanecía sobre mí, reemplazado por la fría asfixia del agua del mar.
Cuando me esforcé por salir, tosiendo y respirando con dificultad, los vi por última vez: a mi hijo Michael y a su esposa, Evelyn, apoyados tranquilamente en la barandilla, con sus copas de champán alzadas en un brindis.
Creían que estaba acabado.

A los setenta y un años, ya no era el ágil marino de antes, pero años de nadar cada mañana en Cape Cod me habían enseñado a soportar el mar. Me ardían los pulmones al remar, pero la supervivencia no era algo nuevo para mí.
Había ascendido con dificultad, desde hijo de un obrero de la construcción hasta magnate inmobiliario con un patrimonio neto de más de diez millones de dólares. Y ahora, mi propia sangre me estaba tirando por la borda como si fuera basura indeseada.
Durante años, sospeché que la sonrisa de Evelyn escondía más cálculo que calidez. Era pura ropa de diseñador, cenas para Instagram y susurros de “planes para el futuro”. Michael, mi único hijo, había estado a la deriva desde la universidad, ablandado por el lujo.
Me dije que maduraría, que se convertiría en el acero que una vez llevé en mi bolsillo trasero. Pero esta noche, bajo el brillo de las luces del yate, me di cuenta de que había elegido su columna vertebral: Evelyn.
El agua salada me picaba en los ojos mientras nadaba hacia la tenue silueta de la costa. La distancia era brutal, pero la ira era una corriente más fuerte que la marea. Cada brazada, alimentada por la traición. Para cuando me arrastré hasta la playa rocosa horas después, mis músculos gritaban, pero mi mente estaba más aguda que en años.
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