La Marca Estelar del Destino: La hija no nacida de una mujer moribunda aparece como una “niña perdida” para recibir el último amor de su madre.
La búsqueda de la maternidad consumía a María de Jesús. A los 42 años, tras años de intentos fallidos y la posterior partida de su esposo, el sueño se había convertido en su único ancla, lo único que creía que podría dar sentido a su vida. Así, cuando una prueba de farmacia dio positivo, el corazón de María se llenó de alegría. Su amiga, Cristina, observaba con la misma aprensión, tras haber presenciado demasiadas falsas esperanzas. Sin embargo, María estaba radiante, convencida por sus náuseas, sensibilidad y la ausencia de su ciclo menstrual: todos los síntomas clásicos.

El éxtasis duró poco, brutalmente reemplazado por una realidad devastadora en la consulta del Dr. Wilmer. La ecografía estaba en silencio, la pantalla en blanco. El médico le dio la noticia con tensa gravedad: “La verdad es que no está embarazada”. El impacto inicial se agravó con la terrible explicación: los síntomas y el falso positivo se debían a un tumor de alto riesgo y rápido crecimiento en su ovario.

El veredicto fue una sentencia de muerte para su mayor sueño. La cirugía necesaria para extirpar el tumor significaría que nunca podría tener hijos. “Lo siento, María, pero la cirugía en tu caso es indispensable y, con ella, trágicamente, nunca más podrás tener hijos”, confirmó el Dr. Wilmer. María sintió que las palabras caían sobre ella como una sentencia final aplastante.

Un niño cae del cielo
Tras el diagnóstico, María se refugió en una profunda y silenciosa desesperación. Caminó por las calles sin rumbo hasta la noche, y finalmente se desplomó en la habitación infantil meticulosamente preparada, una habitación destinada a permanecer vacía. El sonido de una violenta tormenta afuera fue interrumpido por un ruido inesperado en su patio trasero.

Impulsada por una extraña mezcla de curiosidad y una necesidad imperiosa de concentrarse en cualquier cosa menos en su dolor, María se aventuró bajo la lluvia. Allí, tumbada sobre la hierba mojada, yacía una niña pequeña de rostro angelical y rizos dorados y húmedos. Angelina, como pronto se identificaría, estaba inconsciente. María la metió rápidamente en su interior; su instinto maternal, reprimido y negado durante tanto tiempo, se activó de inmediato.

Angelina despertó sin recordar nada: ni de sus padres, ni de su hogar, ni siquiera de su edad. María, desesperada por encontrar un propósito, abrazó el papel de cuidadora. Se encontró sonriendo, riendo y viviendo con un vigor que no había sentido desde antes del diagnóstico.

La mañana siguiente trajo consigo el primero de muchos milagros inquietantes. María despertó con la cama vacía, convencida de que el encuentro había sido un sueño, hasta que el inconfundible olor a comida llegó desde la cocina. De pie en un taburete, con un enorme delantal, estaba Angelina. En la mesa, un desayuno completo y elaborado —huevos revueltos, café recién hecho, tostadas— estaba perfectamente preparado.

María estaba atónita. La niña era un prodigio culinario, pero mostraba profundas, casi increíbles, lagunas de conocimiento. No podía reconocer su propio peso en la báscula de la farmacia y, sorprendentemente, no sabía cómo cepillarse los dientes. Esta extraña mezcla de competencia adulta e ignorancia infantil desconcertó a María, pero la alegría que le traía la niña le impidió pensar demasiado en el misterio.

La desesperación y la advertencia final
El nuevo propósito de María se desvaneció rápidamente.