Nunca pensé que la jubilación me iba a traer semejantes sorpresas. Una se imagina que en un asilo va a pasar los días jugando a las cartas, criticando la comida y viendo novelas repetidas. Lo que no imaginé es que me iba a encontrar con los dos fantasmas de mi juventud: mi ex marido y mi ex mejor amiga. Sí, los dos juntos, en el mismo geriátrico.

Me llamo Elvira y tengo 78 años, pero con la lengua más filosa que a los 30. El primer día que entré al comedor, lo vi.

—¡No puede ser! —dije en voz alta, con la bandeja temblándome en las manos—. ¡Ese es Ricardo!

El hombre levantó la cabeza del puré de calabaza y me sonrió con esa misma cara de nabo que tenía cuando lo descubrí con la otra.

—Elvirita, cuánto tiempo… —me dijo, como si me hubiera cruzado en el supermercado y no treinta años después de arruinarme la vida.

Yo estaba a punto de tirarle el jugo de ciruela encima cuando escucho una voz que me heló la sangre.

—Ay, ¡qué coincidencia! —chilló alguien desde la otra mesa. Y ahí estaba ella: Norma, mi mejor amiga… hasta que me demostró que la palabra mejor le quedaba grande.

—Mirá vos, ¡los tres otra vez juntitos! —agregó, con esa risita falsa que siempre usó para disfrazar la culpa.

Me senté despacio, respiré hondo y solté:

—Bueno, al menos la vida me ahorró el velorio de ustedes dos.

Ricardo tosió y Norma fingió abanicar el aire con la servilleta. Yo sabía que esto iba a ser entretenido.

La primera batalla

Al día siguiente nos pusieron juntos en la clase de gimnasia. Ricardo se hacía el galán con la profesora joven.

—Ay, chicas, qué elástico que está Ricardo —decía Norma, como si le importara.

Yo no me aguanté:

—Sí, claro, tan elástico que se le caen los pantalones y ni se da cuenta.

Todos se rieron. Ricardo se puso rojo como un tomate y la profesora me hizo callar, pero la venganza ya estaba en marcha.

El asalto del bingo

Un jueves, organizamos bingo. Yo me senté justo enfrente de ellos dos, decidida a no dejarlos ganar ni una galletita.

—Cartón lleno —gritó Norma apenas empezamos.

—¡Mentira! —salté yo—. Norma, vos hacés trampa desde los años 70, cuando te robaste a mi marido.

El salón se quedó en silencio. Una viejita de la esquina murmuró:

—Uy, esto se pone mejor que la novela de las tres.

Ricardo levantó la voz:

—¡Yo no me dejé robar! Yo fui voluntario.

—¡Eso lo sabemos todos, Ricardo! —le contesté—. Fuiste voluntario, pero mediocre.

La gente estalló en carcajadas y el director del asilo nos separó de mesa, como si fuéramos chicos de primaria.

El inesperado acuerdo

Con los días, algo cambió. Norma empezó a venir a mi cuarto con mate cocido y bizcochitos.

—Elvira, ¿sabés qué? A esta edad no tenemos tiempo para rencores.

—¿Y para traiciones sí tenías tiempo, no? —le retruqué.

Ella bajó la cabeza. Por primera vez, vi a Norma sin esa máscara de superioridad.

—Tenés razón. Yo me equivoqué… pero Ricardo tampoco valía la pena.

Yo la miré y no pude evitar reírme.

—¡Eso es lo único sensato que te escucho en cincuenta años!

Al final, terminamos aliadas. Cuando Ricardo intentó conquistar a la viuda nueva que entró al asilo, nosotras dos nos encargamos de contarle toda la biografía vergonzosa del sujeto.

—Este hombre ronca, usa medias agujereadas y se quedó pelado a los 40 —decía Norma.

—Y además —remataba yo—, es el único tipo capaz de arruinarle la vida a dos mujeres con una sola mirada boba.

Ricardo nos odiaba, pero nosotras nos sentíamos imparables.

Epílogo

Ahora, todas las tardes, Norma y yo tomamos té juntas en el jardín. A veces lo vemos a Ricardo dando vueltas solo, con cara de desorientado. Y yo pienso:

“Mirá qué ironía: me arruinó la juventud, pero me regaló una amiga para la vejez.”

Y cada tanto le grito:

—¡Ricardo, no te olvides la dentadura en la bandeja otra vez!

El asilo entero se ríe. Y yo… yo me río más fuerte que nunca.