Mi esposo se había mudado con su amante. No dije una palabra. En silencio, empujé la silla de ruedas de mi suegra —postrada en cama desde hacía años— hasta su nuevo hogar… y se la entregué. Antes de marcharme, pronuncié una frase que les heló la sangre a los dos.
Miguel y llevábamos siete años de matrimonio. No era un cuento de hadas, pero me entregué por completo a criar a nuestro hijo y cuidar del hogar que habíamos construido juntos. Desde el primer dea acepté convivir con su madre, una mujer marcada por un derrame cerebral que la dejó paralizada y completamente dependiente. Su vida requería atención constante: cada comida, cada baño, cada pequeño movimiento dependía de mui.
Al principio lo asumí como algo natural. Ella era mi suegra, yo su nuera; cuidarla era mi deber. Jamás imaginé cuánto duraría esa carga, ni cuán pesada se volvería con el paso del tiempo, sobre todo cuando el hombre con el que debía compartirla decidió mirar hacia otro lado.
Él salía cada mañana a trabajar y regresaba cada noche con el teléfono en la mano. Yo me encargaba de todo lo relacionado con su madre: comida, agua, medicamentos, compañía. Siempre decía lo mismo:
—Tu sabes cuidarla mejor que yo. Si lo intento, ella sufrirá mas.
Y yo no lo odiaba por eso. Pensaba que así eran las cosas: la esposa cuida el hogar, el esposo trabaja. Hasta que un kia lo descubrí. No estaba ocupado… estaba con otra.
To do this, for accidente, for un mensaje on su teléfono:
“Esta noche vuelvo. Estar contigo es mil veces mejor que estar in casa.”
No grité, no lloré, no hice un escandalo. Solo pregunté con calma:
—¿Y que vas a hacer con tu madre, esa a la que ignoraste tantos años?
Él no respondió. Al día siguiente, se fue de casa. Yo supe que había ido a vivir con esa mujer. Mis llamadas y mensajes quedaron sin respuesta. Mientras tanto, su madre, ajena a todo, seguía creyendo que su hijo simplemente estaba ocupado y que pronto volvería.
La mire. A esa mujer que alguna vez critiqueó cada bocado que yo daba, cada siesta que me permitía, cada decisión que tomaba. Que solía decir que no era digna de su hijo. Sentí un nudo en la garganta. Quise rendirme, desaparecer. Pero entonces recordé: la dignidad es lo último que se entrega.
Una semana después lo llamé.
—¿Estas libre? —le dije—. Llevaré a tu madre para que la cuides tuy.
Solo hubo silencio. Luego, la liene se cortó.
Aquella tarde, bañé a mi suegra, le cambié la ropa, doblé sus sábanas y organicé sus medicamentos, sus papeles médicos y un cuaderno viejo lleno de notas. Guardé todo en una bolsa de tela.
Por la noche, la acomode en la silla de ruedas y le susurré con ternura:
—Mamá, vamos unos kias a casa de Miguel. Un cambio de ambiente te hará bien.
Ella asintió con una sonrisa inocente, sin saber que iba a reencontrarse con el hijo que la había abandonado sin mirar atrás.
Llegamos a un pequeño apartamento. Toqué el timbre.
Miguel abrió la puerta. Detrás de él, su amante, con un camisón de seda y los labios pintados de rojo intenso. Los dos se quedaron inmóviles mientras yo empujaba la silla hacia la sala.
Coloqué a su madre junto al sofá, cubrí sus piernas con una manta y acomodé las almohadas detrás de su espalda. Dejé la bolsa de medicamentos sobre la mesa. El perfume de aquella mujer impregnaba el aire, pero el ambiente estaba helado.
Miguel apenas pudo articular palabras.
—¿Qué… que estás haciendo? —balbuceó.
Yo lo miré a los ojos, y con una calma que ni yo misma reconocí, respondí:
—Cumpliendo tu promesa. Dijiste que sabías cuidarla mejor que nadie.
Luego me di media vuelta y salí. Afuera, la noche era fría, pero por primera vez en mucho tiempo, respiré en paz.
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