✉️ Cartas al cielo

Me llamo Emilia Soriano.
Trabajo en una oficina de correos en un pueblo pequeño, de esos donde todos se conocen y el tiempo parece avanzar más lento que en las ciudades. Entre giros postales, paquetes de abuelas a nietos y facturas atrasadas, mi vida transcurría sin demasiadas sorpresas… hasta que un niño comenzó a aparecer cada mes.

Tenía unos siete años, delgado como una ramita, con un pelo oscuro que siempre le caía sobre los ojos y unos zapatos gastados que chirriaban contra el suelo. Llegaba solo, sin compañía, y se quedaba un instante frente al buzón grande de la entrada. En sus manos llevaba siempre lo mismo: un sobre arrugado, con letras torcidas que decían:

“Mamá, en el cielo.”

Lo metía despacio, casi con reverencia, como si temiera que se rompiera el papel en el camino. Luego bajaba la cabeza y se marchaba sin decir una palabra.

La primera vez pensé que era un juego de niño. La segunda, que tal vez estaba confundido. Pero cuando vi que volvía, una y otra vez, comprendí que no era un capricho infantil: era un ritual.

Durante meses lo observé repetir la misma escena. Y cada vez que el sobre caía en el buzón, sentía un nudo en el pecho.


🌙 El silencio que dolía

Una tarde lluviosa, cuando apenas quedábamos dos personas en la oficina, me acerqué con cautela.
—Hola, ¿quieres que te ayude a poner la estampilla? —le pregunté suavemente.

Él negó con la cabeza.
—No hace falta. Mamá siempre sabe que es de mí.

Su voz era un susurro, pero cargada de certeza.
No me atreví a preguntar más. Solo lo vi salir bajo la lluvia con los hombros encogidos.

Esa noche no pude dormir. Me imaginaba esas cartas perdidas en algún almacén postal, o peor, trituradas como papel sin destino. ¿De qué servía tanto cuidado, tanta fe, si nadie respondía?


💌 La idea

Al día siguiente llamé a mi amiga Clara. Es escritora, de esas que convierten en poesía hasta una lista de supermercado. Le conté lo que había visto, y su voz se quebró al otro lado de la línea.

—No podemos dejarlo así, Emilia. Ese niño necesita una respuesta.

Decidimos escribir una carta. No cualquiera: una carta que pareciera venir del mismísimo cielo.

Clara eligió un papel suave, perfumado con un toque de vainilla. Usó letras grandes y redondas, fáciles de leer para unos ojos pequeños. Entre ambas redactamos con lágrimas y sonrisas entrecortadas:

“Hola, mi amor.
Sigo recibiendo tus cartas.
Cada palabra tuya me llena de luz.
No dejes nunca de escribir, porque yo siempre te escucho.
Estoy contigo, aunque no me veas.”

La doblamos con cuidado, como si guardáramos un tesoro, y la dejamos en su buzón una madrugada.


☀️ La mañana siguiente

Nunca olvidaré su rostro al día siguiente. Entró corriendo, buscó ansioso, y cuando vio el sobre, lo tomó con las dos manos, temblando. Sus ojos brillaban como si llevara un pedazo de sol en el pecho.

Se lo apretó contra el corazón, cerró los ojos y murmuró apenas:
—Sabía que me oía…

Y salió corriendo con la carta como si fuera lo más valioso del mundo.


🌱 El cambio

Desde aquel día, algo cambió en él. Ya no caminaba encorvado. Llegaba al correo con una sonrisa pequeña, pero luminosa. Cada mes traía un nuevo sobre para “Mamá, en el cielo”, pero ahora añadía dibujos: soles, casas, estrellas, flores torcidas de colores.

Yo seguía con mi trabajo, pero ahora esperaba ese momento con ansias. Y en cada carta que él recibía como respuesta, Clara y yo tratábamos de dejarle mensajes de amor, esperanza y valor. Nunca prometíamos imposibles; solo le recordábamos que estaba acompañado, que su madre lo veía en cada paso, que debía seguir siendo fuerte y bueno.


🌧️ La verdad detrás del buzón

Un día lo vi quedarse más tiempo de lo habitual. Se acercó al mostrador, tímido, y me preguntó:

—Señora Emilia, ¿usted cree que mi mamá está orgullosa de mí?

Me quedé sin voz. Pero logré responder:
—Claro que sí. Ella debe estar muy orgullosa.

Entonces bajó la mirada y confesó:
—Es que… la gente dice que ella murió porque yo estaba enfermo. Que se cansó de cuidarme. Que por eso Dios se la llevó.

Se me partió el alma. No sabía quién había sembrado esa crueldad en su cabecita, pero supe que esas cartas eran más que un consuelo: eran un salvavidas.


✨ Epílogo

Pasaron los años. El niño creció, y aunque dejó de traer cartas al buzón, a veces pasaba por la oficina a saludarme. Con los años supe que se convirtió en maestro de primaria.

Un día, ya adulto, vino con una caja en las manos. Dentro estaban todas las cartas que había recibido “del cielo”.

—Señora Emilia —me dijo con una sonrisa emocionada—, estas palabras me salvaron la infancia. Nunca supe cómo llegaron a mi buzón… pero gracias a ellas nunca me sentí solo.

Yo solo lo abracé. No dije nada.
Algunas verdades pertenecen al silencio.