Los trillizos Ruiz: tuvieron una esposa ciega y muda únicamente para tener 15 hijos.
En el México posrevolucionario de 1920, mientras el país aún se recuperaba de las heridas de la guerra, un rumor inquietante se extendió por un remoto pueblo de Hidalgo. Tres hombres idénticos, tres rostros similares, tres voces indistinguibles llegaron a la zona: eran los hermanos Emiliano, Joaquín y Vicente Ruiz. Los acompañaba su esposa, Lucía Méndez, una joven de belleza etérea, pero ciega, muda y, como descubrirían más tarde, marcada como el ganado.
La hacienda de la familia Ruiz se alzaba solitaria en las afueras del pueblo, una imponente construcción de piedra y adobe que había resistido el paso del tiempo desde la época colonial. Los hermanos, nacidos cuarenta años antes durante una terrible tormenta, eran figuras prominentes gracias a la fortuna heredada del cultivo del agave. Sin embargo, un aura maligna los rodeaba. Doña Mercedes, la anciana partera del pueblo, solía persignarse al verlos. «Vinieron al mundo con el mismo rostro, pero también con la misma aflicción», murmuraba.

La llegada de Lucía, una huérfana traída por el padre Francisco, despertó curiosidad. Emiliano Ruiz le ofreció «trabajo y techo», oferta que el sacerdote aceptó con recelo. Tres semanas después, el pueblo estaba conmocionado: Emiliano iba a casarse con la joven muda y ciega. La ceremonia fue breve y torpe, y desde entonces, Lucía desapareció tras los muros de la hacienda.
Seis meses después, durante una de sus escasas apariciones en misa, su embarazo se hizo evidente. Nadie supo explicar por qué, a partir de entonces, era imposible saber cuál de los trillizos estaba con ella. Los tres la trataban como a su esposa. «¡Es una abominación!», exclamó doña Mercedes. «Estos hombres lo comparten todo, hasta a sus esposas».
Durante los siguientes ocho años, Lucía dio a luz a quince hijos. Una fertilidad extraordinaria, que coincidió con la peor sequía que la región jamás había conocido. Los niños siempre nacían robustos, todos con los mismos ojos oscuros y enigmáticos que los de la familia Ruiz, mientras que Lucía se consumía con cada parto, volviéndose tan frágil como una vela.
El terror comenzó a apoderarse de todos. Alejandra Suárez, cocinera temporal, huyó presa del pánico a la iglesia y le contó al padre Francisco que Lucía estaba prisionera y que los hermanos «se turnaban para entrar en la habitación de la señora. Entraban uno tras otro». Describió cómo los hermanos mayores torturaban a los animales con una frialdad antinatural. Dos días después, el cuerpo de Alejandra fue hallado al fondo de un barranco. Se dictaminó que fue un accidente.
Durante el bautizo del decimoquinto niño, Lucía, la mujer de la que nadie había oído hablar, comenzó a gritar. Sus gritos eran bestiales, desgarradores, y helaron la sangre de los presentes. El doctor Héctor Vega fue llamado esa misma noche. Regresó al amanecer, pálido y angustiado. «Hay cosas en esta casa que no deberían existir», le susurró a doña Mercedes. «Cosas que van contra la naturaleza y contra Dios». El doctor Vega intentó huir de la ciudad, pero su carruaje fue hallado volcado. Otro accidente.
A medida que la sequía se intensificaba, salvo en la finca de los Ruiz, el padre Francisco inició una investigación privada, temiendo una intervención malévola. Sus sospechas se confirmaron cuando María, la esposa del panadero, notó una marca en el antebrazo de Lucía: la marca utilizada para identificar al ganado.
El golpe final lo asestó Carmen Delgado, una sirvienta de quince años. Llegó a la iglesia de madrugada, descalza y cubierta de sangre, suplicando refugio. Había sido brutalmente violada. «Eran los tres», sollozó, «y los niños estaban allí, mirando». Describió un sótano, velas negras y cánticos en una lengua desconocida. «Me dijeron que necesitaban sangre fresca… que la señora Lucía ya estaba demasiado agotada». Lo más aterrador de todo fue su descripción de otra mujer encadenada en el sótano, «la primera esposa», irreconocible.
Decidido a actuar, el padre Francisco reunió a los hombres del pueblo. Pero antes de que pudieran intervenir, un violento incendio arrasó la hacienda Ruiz. Entre las ruinas humeantes, descubrieron quince cuerpos carbonizados: los de los niños. No se halló rastro de los trillizos, ni de Lucía, ni de la primera esposa.
La investigación oficial concluyó que fue un accidente. El pueblo intentó olvidar, pero el padre Francisco dedicó el resto de su vida a encontrarlas. Veinte años después, anciano y enfermo, recibió una carta anónima. Contenía un artículo periodístico que describía una fosa común en un pueblo fronterizo, donde yacían los restos de mujeres con marcas rituales y rastros de embarazos múltiples. Al final, una nota manuscrita: «Somos muchas ahora, padre, y seguimos multiplicándonos».
Veinte años después, en septiembre de 1940, el pequeño pueblo de Nogales, en la frontera norte, se preparaba para las fiestas nacionales. En las afueras, los hermanos Rodríguez —Enrique, José y Raúl— habían adquirido una modesta hacienda. Se presentaron como empresarios de la Ciudad de México, primos, no gemelos. El tiempo les había encanecido las sienes y ahora lucían barbas que ocultaban el asombroso parecido de sus rostros.
Con ellos vivía la «Tía Elena», una anciana discapacitada con cataratas. Era Lucía, envejecida prematuramente, con el cuerpo y la mente destrozados tras veinte años de cautiverio. Ya no podía tener hijos. También vivían allí tres jóvenes: Manuel (de 20 años), Javier (de 19) y Miguel (de 18). Eran tres de los quince hijos de Hidalgo, los únicos que sobrevivieron al incendio porque se encontraban en Pachuca ese día, y ahora encarnaban a la perfección la crueldad de sus padres.
Petra Sánchez, una viuda de 35 años, fue contratada como institutriz junto con su hija Consuelo, una hermosa joven de 16 años. Desde el primer día, Petra notó la mirada lasciva con la que los seis hombres observaban a su hija. Descubrió un viejo libro encuadernado en piel humana, que contenía dibujos y fotografías perturbadoras de las jóvenes trillizas, Lucía y sus quince hijos. «Veo que has encontrado nuestro álbum familiar», dijo Manuel, el mayor de los jóvenes, sobresaltándola. «Pronto, tú y Consuelo formaréis parte de él».
Esa tarde, los hermanos llamaron a Petra. Le «informaron» que Manuel se iba a casar con Consuelo. «Las mujeres del norte son fuertes, capaces de tener muchos hijos sanos», dijo Raúl. Aterrorizada, Petra intentó negarse, pero la cordialidad se desvaneció. «No te estamos pidiendo permiso», dijo Enrique. En ese momento, Lucía («Tía Elena»), en un último acto de conciencia, dejó caer un papel doblado a los pies de Petra.
Esa noche, Petra leyó el mensaje tembloroso: «Corre. Es la familia Ruiz de Hidalgo. Tuvieron siete esposas antes que yo, todas muertas… Buscan sangre nueva para sus hijos. Busca al padre Francisco…»
Gracias a un capataz al que había sobornado sutilmente, Petra y Consuelo escaparon en la oscuridad. Los jóvenes Manuel, Javier y Miguel, expertos en la búsqueda de personas, salieron en su persecución. Petra supo que el padre Francisco había muerto, pero su investigación quedó en manos del padre Gustavo Limón en Puebla.
Tras una terrible experiencia, obligadas a cambiar de ruta para escapar de los cómplices de la familia Ruiz, Petra y Consuelo encontraron refugio en un convento de Veracruz. Allí, el padre Limón las encontró y les reveló el expediente de Francisco. La verdad era mucho más oscura de lo que habían imaginado.
“Los verdaderos trillizos Ruiz murieron en 1885”, explicó Limón. “Estos hombres son impostores, criados por una perversa secta prehispánica dedicada a los partos múltiples. Creen que su misión sagrada es multiplicarse, compartir esposas y crear un linaje que controle el país”. El mapa que mostró estaba salpicado de marcadores rojos por todo México. “Estimamos que hay hasta 50 hombres adultos en esta secta. Y no están huyendo. Nogales es estratégico para lo que ellos llaman la ‘Gran Convergencia’”.
El plan, según un agente infiltrado por Francisco años antes, consistía en reunir a todos los clanes descendientes de los Ruiz en Nogales durante el solsticio de invierno para un ritual masivo que, según sus creencias, multiplicaría su poder y les permitiría infiltrarse en las más altas esferas del poder.
“No podemos permitir que esto suceda”, declaró Limón con resolución. “El padre Francisco ha reunido pruebas durante décadas. Gracias a su testimonio, al testimonio de doña Petra y a mis contactos dentro del gobierno federal, podemos detenerlos”.
Utilizando los archivos como prueba de una vasta organización criminal especializada en trata de personas y asesinatos rituales, el padre Limón consiguió la intervención de un general del ejército incorruptible que consideraba a la familia Rodríguez una amenaza para la soberanía nacional. Planearon una redada para la noche del solsticio de invierno.
Aunque aterrada, Petra accedió a guiar a los soldados, mientras Consuelo permanecía escondida en el convento. La noche del solsticio, una tormenta helada azotó Nogales. Los soldados rodearon la hacienda. Petra los condujo por el mismo pasadizo que había usado para escapar.
Entraron a la fuerza en el sótano, el que siempre permanecía cerrado con llave. Lo que descubrieron superó todas sus peores pesadillas. No solo estaban allí los tres hermanos Ruiz y sus tres hijos, sino también al menos otros treinta hombres, todos con el mismo rostro, la misma mirada vacía, reunidos en círculo. Cantaban en aquella extraña lengua que Carmen les había descrito veinte años atrás. En el centro del círculo, atadas y amordazadas, se encontraban seis jóvenes del pueblo, secuestradas para el ritual.
Cuando los soldados gritaron «¡Alto!», los cánticos cesaron. Un silencio absoluto reinó por un instante. Entonces, en un solo movimiento, los miembros de la secta atacaron. No eran campesinos; luchaban con una ferocidad fanática y disciplinada. El sótano se transformó en un infierno de disparos y gritos.
Los tres hermanos Ruiz, al verse rodeados y con su «Gran Convergencia» aniquilada, intercambiaron una mirada. Sin mediar palabra, desenvainaron tres dagas ceremoniales idénticas y, en un gesto sincronizado, se degollaron mutuamente, sonriendo mientras la vida se les escapaba. Sus hijos, Manuel, Javier y Miguel, lucharon hasta el final, pero fueron asesinados por los soldados.
Cuando volvió la calma, Petra corrió a los pisos superiores en busca de la única persona que había intentado salvarla. Encontró a Lucía en su silla de ruedas, en su habitación a oscuras. Estaba muerta. No había señales de violencia; su rostro demacrado mostraba una expresión de una paz casi imposible. En su mano artrítica, sostenía un pequeño crucifijo de madera que Petra la había visto esconder una vez. Su tormento, por fin, había terminado.
La operación fue un éxito sangriento. Los miembros supervivientes de la secta fueron arrestados. El gobierno clasificó el incidente como el desmantelamiento de una red de tráfico y espionaje, ocultando así la verdadera naturaleza de la secta. Las niñas secuestradas fueron rescatadas, pero traumatizadas de por vida.
Petra y Consuelo recibieron nuevas identidades y fueron reubicadas en una lejana ciudad del sur, bajo la discreta protección del padre Limón. La hacienda de Nogales fue incendiada, al igual que la de Hidalgo, borrando todo rastro de su existencia.
Años después, Petra, ya anciana, observaba a su hija Consuelo jugar con sus propios hijos, sus nietos. Eran niños normales, bulliciosos y alegres. Pero a veces, en el silencio de la noche, Petra aún recordaba aquellos quince pares de ojos oscuros en Hidalgo y los sesenta ojos idénticos en la bodega de Nogales, y daba gracias a Dios y a la valiente mujer muda que la había advertido, rompiendo así el ciclo y salvando a su hija de un linaje nacido de la más profunda oscuridad.
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