Lo que nunca dije

Nuru tenía 47 años y una tienda de reparación de bicicletas en las afueras de la ciudad. El negocio era modesto, pero suficiente para vivir. Las bicicletas llegaban con los días lluviosos, cuando la gente se apresuraba por reparar las ruedas o ajustar los frenos, pero la mayoría de los días, la tienda estaba vacía. Nuru no se quejaba; había algo en el silencio que lo tranquilizaba. A veces, se sentaba en su banco de trabajo, rodeado de piezas desordenadas, escuchando el sonido sordo de las herramientas en su mano, y sentía que el tiempo, de alguna forma, pasaba de manera más lenta allí.

No era un hombre muy hablador. No porque no tuviera cosas que decir, sino porque nadie parecía tener tiempo para escucharlas. En casa, las conversaciones eran escasas y siempre se quedaban en lo superficial. Su hijo, Aksel, tenía 16 años y ya hacía mucho tiempo que no hablaban. Vivían bajo el mismo techo, pero en completo silencio.

Por las mañanas, cuando Nuru salía de su habitación:

—Buenos días —decía él, con la mirada fija en la pantalla de su teléfono.

—Ajá —respondía Aksel, sin levantar la vista.

Por las tardes, cuando Nuru regresaba de la tienda:

—¿Has comido? —preguntaba él, todavía con los auriculares puestos.

—Sí —respondía Aksel sin mirarlo.

—¿Cómo te fue en el colegio? —intentaba Nuru.

—Normal —era la respuesta habitual.

Y eso era todo. A veces, Nuru lo observaba, mirando cómo su hijo se sumergía en su mundo de pantallas y sonidos, cómo cada vez parecía más distante, más ajeno. A veces, le daba por pensar en el niño que había sido, en aquel Aksel que, de pequeño, siempre lo buscaba para hablarle de sus aventuras o preguntarle por las estrellas.

Hoy ya no quedaba rastro de aquel niño. Nuru lo miraba y veía a un joven en silencio, rodeado de su propio universo de cables y pantallas. Y dentro de él, algo dolía. Un dolor que no sabía cómo expresar, porque nunca aprendió a hacerlo.

Una noche, mientras limpiaba el trastero de la tienda, encontró un cuaderno viejo. Era suyo, de cuando tenía la edad de Aksel. Hacía tiempo que no lo veía. Lo abrió con cuidado, y en las primeras páginas encontró algo que lo detuvo por completo. Había una frase escrita mil veces, con una letra temblorosa, como un susurro guardado en el papel:

“Algún día voy a hablar sin miedo.”

Nuru se quedó mirándola en silencio, como si esas palabras pudieran atravesarlo. Las había escrito él cuando era joven, cuando todavía guardaba esperanzas de que algún día pudiera expresarse, de que algún día no tendría miedo de decir lo que sentía. Cerró el cuaderno lentamente, con el corazón apesadumbrado, como si todo lo que había guardado en ese cuaderno estuviera presente de nuevo, llamándolo.

Tras un largo rato de reflexión, Nuru tomó el lápiz y comenzó a escribir. No sabía por qué lo hacía, pero sentía que era necesario. Quizás, solo así, podría liberar un poco de lo que sentía, aunque no tuviera intención de enviarla a nadie. Solo necesitaba soltarlo. Escribió una carta:

*“Hijo:
A veces me despierto queriendo abrazarte y no sé cómo.
No sé si ya no me necesitas, o si simplemente no sé llegar a ti.

Me esfuerzo cada día por ser alguien que no te moleste, pero empiezo a preguntarme si también dejé de ser alguien que te importa.

No te escribo esto para darte culpa. Solo porque nunca aprendí a decirlo hablando.

Cuando tenía tu edad, nadie me preguntó cómo me sentía. Yo juré que contigo sería diferente. Pero… aquí estamos.

No sé cómo recuperar el puente. Pero si algún día quieres cruzarlo… yo estaré esperándote.”*

La dobló y la dejó sobre su mesa de trabajo. No pensaba dársela a Aksel. No quería que pensara que lo culpaba. Solo necesitaba escribirla, soltar todo lo que se había acumulado dentro de él.

A la mañana siguiente, la carta ya no estaba. Nuru pensó que el viento la habría tirado al suelo o que se habría olvidado de guardarla. Pero esa noche, cuando regresó de la tienda, la encontró sobre su almohada. Con algo escrito en el reverso, en una letra temblorosa:

“Yo también estoy esperando. Solo que no sabía cómo empezar.”

Nuru no pudo evitar que una lágrima se escapara de sus ojos. Aquellas palabras de Aksel, aunque sencillas, le daban esperanza. Su hijo también sentía algo, algo que había estado callado todo este tiempo.

A partir de esa noche, las conversaciones empezaron a ser un poco más largas. Primero sobre bicicletas, luego sobre la música que Aksel escuchaba, y luego sobre temas más profundos: el miedo, la rabia, la confusión que sentían ambos. A veces, también hablaban de su madre, de cómo su ausencia los había dejado vacíos. Otras veces, solo se sentaban en silencio, porque ya no era necesario hablar todo el tiempo. La cercanía, el estar ahí, era suficiente.

Un día, mientras trabajaban juntos en una bicicleta, Aksel le preguntó:

—¿Por qué guardaste ese cuaderno todos estos años? ¿Por qué nunca me hablaste de lo que sentías?

Nuru se detuvo un momento, miró a su hijo y, por fin, habló:

—Porque, aunque no hablaba, sabía que algún día lo haría. Sabía que, si te lo decía antes, no lo entenderías. Pero ahora, ya no hay miedo. Y es que… los silencios también nos enseñan.


El Cambio

Con el paso de los meses, algo cambió en la tienda. En lugar de una bicicleta colgada sin más, ahora había una bicicleta especial, una que Nuru había restaurado con sus propias manos, pero que también representaba algo más. Estaba colgada del techo con palabras escritas por todo su cuadro: “Perdón”, “Te quiero”, “Lo intento”, “No sé cómo”, “Estoy aquí”.

Y había un cartel pequeño al lado que decía: “Esta bici no se vende. Es la que arregló el silencio.”

Al principio, las personas que entraban en la tienda no entendían. Pero cuando preguntaban, Nuru sonreía y les decía:

—Significa que nunca es tarde para decir lo que no dijiste. Y nunca es tarde para escuchar lo que el otro aún no sabe cómo decir.

Las conversaciones entre Nuru y Aksel siguieron creciendo, paso a paso, como las bicicletas que reparaban juntos. No siempre eran fáciles, no siempre estaban llenas de palabras, pero había algo más: la comprensión, el entendimiento de que no hacía falta hablar todo el tiempo para sentirse cercano. Y cuando el silencio volvía, ya no dolía tanto.

Un día, Aksel le dijo a su padre:

—Papá, ¿te acuerdas de la bici que me dijiste que arregláramos juntos?

—Sí —respondió Nuru, con una sonrisa nostálgica.

—Creo que este es el momento. Ahora estamos listos.

Y juntos, comenzaron a trabajar en la bicicleta que ambos habían dejado atrás. Pero esta vez, con la certeza de que ya no necesitaban tener todas las respuestas. Solo necesitaban estar allí el uno para el otro.


El Fin.