Horror en las Montañas Azules: El culto incestuoso de una madre al descubierto por la desaparición del sombrero de vendedor y las tumbas de sus bebés
A finales del siglo XIX, el condado de Wise, Virginia, se definía por la majestuosa, pero a la vez aislada, presencia de las Montañas Azules. Aquí, las comunidades eran islas de civilización separadas por una vasta e implacable naturaleza salvaje, una tierra donde la ley a menudo se detenía al borde del barranco más cercano. Fue en uno de esos rincones aislados, un lugar que los lugareños llamaban la Montaña de los Goens, donde una familia se retiró del mundo, cultivando una oscuridad que asombraría incluso a los investigadores más aguerridos una década después.

La familia eran los Goens. Tras la muerte del patriarca, Samuel Goens, en un accidente minero en 1878, su viuda, Eliza Goens, se alejó definitivamente de la sociedad. Una mujer severa, vestida de negro, crió a sus tres hijos —Caleb, Josiah y Benjamin— en absoluto aislamiento. Dejaron de asistir a la escuela local y cortaron todo contacto con el mundo exterior. El mundo exterior, acostumbrado a respetar el intenso deseo de privacidad de una familia en las montañas, simplemente los dejaba en paz.

Este silencio comunitario resultaría ser un trágico factor desencadenante de los horrores venideros.

El Patrón Silencioso de las Desapariciones
Entre 1898 y 1908, surgió un patrón escalofriante: cinco hombres desaparecieron en el mismo tramo de 16 kilómetros de carretera de montaña que conducía a la propiedad de los Goen. No eran lugareños que simplemente buscaban un nuevo comienzo; eran hombres conectados con el mundo exterior.

El primero fue Martin Hayes, un geologista de Richmond, quien desapareció en 1898 mientras cartografiaba posibles yacimientos de carbón. Cuatro años después, el reverendo Jacob Whitmore, un amable predicador itinerante, querido por las dispersas familias de la montaña, desapareció tras ser visto subiendo por el sendero de la cresta. En los años siguientes, tres hombres más desaparecieron sin dejar rastro.

En la pequeña oficina del condado, el sheriff Thomas Compton, un veterano agente de la ley, estudió los informes. En el fondo, sabía que cinco desapariciones en la misma pequeña zona a lo largo de una década no eran una serie de accidentes desafortunados. Pero la sospecha no era prueba.

Compton cabalgó hasta la finca de los Goen en 1908 y fue recibido por los tres hijos de los Goen, hombres corpulentos y barbudos que lo observaban con una intensidad inquietante. Detrás de ellos estaba Eliza, quien, fría y correctamente, citó la ley: sin orden judicial, sin registro. El sheriff se marchó con solo una convicción cada vez más profunda e indemostrable de que el mal residía en ese claro. El caso se enfrió, con un pesado expediente sin resolver sobre su escritorio.

El Gran Avance: El Bombín Marrón
El silencio se rompió finalmente en la primavera de 1912 con la desaparición de Edmund Pierce, un vendedor ambulante de herramientas agrícolas. Pierce era muy conocido y su desaparición, a diferencia de las demás, desató inmediatamente una intensa presión sobre el sheriff Compton. Pierce fue visto por última vez dirigiéndose hacia la misma cresta maldita.

La oportunidad que Compton había esperado durante 14 años provino de una fuente inesperada: Thomas Brennan, un cartero de 23 años. Brennan, nervioso por involucrarse en los peligrosos asuntos de la familia Goens, informó un detalle demasiado específico como para ignorarlo. Había visto al hijo menor, Benjamin Goens, reparando una cerca, y en su cabeza lucía un distintivo bombín marrón. Brennan estaba “casi seguro” de que era el mismo sombrero que había visto usar a Edmund Pierce dos meses antes.

Esta era la evidencia que Compton necesitaba. Inmediatamente reunió un equipo de confianza de cinco agentes armados. Esta vez, no lo rechazarían.

La redada y el horror expuesto
En la mañana del 15 de junio de 1912, el sheriff Compton y sus hombres entraron a caballo en la finca de los Goens. Los tres hermanos se mantuvieron a la defensiva, pero cuando Eliza salió, les habló en voz baja y ellos se hicieron a un lado a regañadientes.

La búsqueda arrojó de inmediato pruebas devastadoras:

La tumba de Edmund Pierce: Detrás del ahumadero, los agentes encontraron una tumba poco profunda, recientemente removida, que contenía el cuerpo de Pierce, junto con su distintivo bombín marrón enterrado a su lado.

Los trofeos: Oculto bajo una tabla suelta del suelo en la habitación de Eliza, había un pequeño cofre cerrado con llave. Dentro, los agentes encontraron efectos personales de los otros desaparecidos: un reloj de bolsillo de plata grabado con las iniciales del topógrafo, Martin Hayes; unas gafas; y cuatro carteras: evidencia contundente de múltiples asesinatos premeditados.

Restos infantiles: El descubrimiento más impactante se produjo cuando un agente notó que las tablas del suelo del ahumadero sonaban a hueco. Al levantarlas, los agentes se encontraron con un espacio poco profundo donde yacían los restos óseos de dos bebés, envueltos en tela podrida. Los huesos eran pequeños y frágiles, prueba clara de los actos inimaginables cometidos en la propiedad.

Ante los diminutos y trágicos restos, Eliza Goens permaneció con una serenidad escalofriante. Explicó que los niños eran “bendecidos”, las “almas más puras jamás nacidas”, y que “todo lo que había hecho había sido al servicio del verdadero plan de Dios para su familia”.

La teología impía de Eliza Goens
En la cárcel del condado de Wise, Eliza Goens se confesó abiertamente ante el sheriff Compton, hablando sin rechistar.