La Razón para Vivir
El hospital olía a desinfectante y desesperanza. Entré en él con una carta en el bolsillo, una misiva que jamás enviaría porque ya no quedaba nadie a quién dirigirla. Hacía tres semanas, el médico había sido claro: “El diagnóstico es avanzado. Deberías poner tus asuntos en orden.” Pero, ¿qué asuntos? Mi vida era un lienzo en blanco de soledad.
Me ingresaron para “manejo del dolor y cuidados especiales”, una frase elegante para la antesala de la despedida. Mientras llenaba formularios absurdos en la sala de espera, el silencio se rompió con un grito. Una chica muy joven, con ropa sucia y ojos llenos de pánico, se doblaba sobre una silla. —¡Ayuda! —gritó—. ¡El bebé viene!
El caos que siguió, el ajetreo de camillas y enfermeras, me provocó algo que no sentía desde hacía meses: curiosidad.
Me asignaron una habitación compartida. El llanto intermitente de un recién nacido en el piso me traspasó el pecho. A la mañana siguiente, la enfermera entró alterada. La chica que había dado a luz anoche se había escapado del hospital, dejando al bebé atrás. “No dejó nombre real, ni documentos. Nada.”
Durante todo el día, solo pude pensar en esa vida que comenzaba justo cuando la mía se apagaba. Esa noche, la desesperación me impulsó a pedir que me llevaran a ver al bebé en silla de ruedas. La enfermera dudó, pero cedió.
Tras el cristal de neonatología, envuelto en una manta azul, estaba él: pequeño, perfecto, completamente solo. Algo profundo se rompió dentro de mí.
Tres días después, la trabajadora social vino a hablar de mis “opciones de cuidado.” Le hice una pregunta que la dejó sin palabras: “¿Puedo quedarme con el bebé?”
—Señora —tartamudeó—, usted está en tratamiento prolongado…
—Lo sé —dije, firme—. Pero puedo luchar. Puedo intentar el tratamiento intensivo que rechacé. Si hay una posibilidad, por pequeña que sea, quiero tomarla. Pero necesito una razón.
Señalé hacia la ventana. —Él es mi razón.
Las semanas que siguieron fueron una vorágine de papeleo, evaluaciones y miradas de incredulidad. “Mujer sola, en recuperación, sin apoyo, quiere adoptar.” Sonaba demencial.
Pero algo cambió. Empecé la quimioterapia. Y cada tarde, me llevaban a verlo. Le hablaba a través del cristal. —Hola, pequeño. Soy yo otra vez. Hoy fue un día difícil, pero aquí estoy. Vamos a salir de esta juntos.
Dos meses después, el médico entró con una expresión nueva. “El diagnóstico está mejorando. La respuesta al tratamiento es… extraordinaria.” Lloré por primera vez en años, pero esta vez, de pura alegría.
Otros dos meses, y la trabajadora social regresó. —Hemos revisado su caso. Su respuesta al tratamiento, las evaluaciones… Si continúa mejorando, podríamos considerar una custodia temporal que lleve a una adopción.
No pude hablar, solo asentí.
Un Milagro Llamado Mateo
Hoy hace un año de todo aquello. Mateo tiene un año y dos meses. Está en mi regazo mientras escribo esto, con sus pequeñas manos intentando agarrar mi teléfono. Mi cabello ha vuelto a crecer, las cicatrices siguen ahí, pero mi diagnóstico está en remisión. Los médicos hablan de “milagro”.
Yo no sé si creo en milagros, pero sé esto: Fui al hospital a descansar. Me dieron un bebé. Y él me dio una razón para vivir.
Nunca encontraron a su madre biológica. A veces pienso en ella, me pregunto si está bien. Guardo cartas escritas por si algún día aparece, pero también sé que, de una forma extraña, ella me salvó la vida al dejar a Mateo esa noche.
Dos personas llegaron al mismo hospital sin esperanza. Ella huyó de la suya. Yo encontré la mía en lo que ella dejó atrás.
La vida es extraña. A veces, cuando crees que todo ha terminado, alguien aparece y te entrega un libro completamente nuevo. El mío tiene ojos marrones, se ríe cuando le hago cosquillas en los pies, y cada mañana, cuando lo veo despertar, pienso: “Hoy también vale la pena luchar.”
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