La Puerta Trasera de la Doctora Elena
El silencio de la madrugada en la calle lateral era un manto espeso, solo roto por el suave golpeteo: tres toques, pausa, dos más. Eran casi las once de la noche, y la doctora Elena se levantó de su escritorio donde fingía revisar historiales. Sabía quién estaba al otro lado. No era un cliente; era una necesidad.
Caminó por el pasillo oscuro de su consultorio hasta la puerta trasera. Al abrir, encontró a María, con el rostro surcado por la angustia, sosteniendo a su hijo Mateo, de seis años. La tos seca y áspera del pequeño, un sonido inequívoco de bronquitis, rasgó el aire.
—Pase rápido, María —susurró Elena, mirando nerviosamente a ambos lados de la calle vacía.
—Doctora Elena, perdone la hora. La fiebre no baja, no sabía a quién más acudir…
—Tranquila, para eso estoy aquí. Vamos.
Mientras Elena auscultaba a Mateo, la escena de la mañana se reprodujo en su mente: la tensa conversación con el doctor Fernández.
—Elena, esto no puede seguir —había sentenciado Fernández, susurrando en la privacidad de su oficina—. Sabes que atiendes gratis, fuera de horario. Estás rompiendo todas las reglas. El seguro, la responsabilidad legal… Si algo sale mal, te destruirán profesionalmente.
—¿Y si no hago nada? —había rebatido Elena—. ¿Los dejo morir porque no tienen dinero?
El silencio entre ellos había sido denso y cargado de principios opuestos. Fernández hablaba de protocolos y canales oficiales; Elena, de las grietas del sistema por donde caían personas como Mateo.
Ahora, observando la respiración dificultosa del niño, supo que su decisión nocturna era la única correcta.
—Necesita antibióticos y un nebulizador —le dijo a María, entregándole las medicinas—. Sin costo.
Los ojos de María se llenaron de lágrimas. —Doctora, usted es un ángel.
—No soy ningún ángel —la interrumpió Elena, suavemente—. Solo alguien que eligió esta profesión por las razones correctas.
Después de que se fueron, Elena limpió y ordenó el consultorio meticulosamente, borrando todo rastro de su actividad ilegal. Pero a las dos de la madrugada, la puerta trasera volvió a sonar. Esta vez era don Roberto, el anciano de setenta años con diabetes que no podía pagar sus controles mensuales.
Mientras le revisaba los niveles de azúcar, don Roberto le reveló, con voz queda, lo que ya temía: —Mi vecina me contó que en el hospital están preguntando por usted. Alguien denunció que atiende sin autorización.
Un escalofrío le recorrió la espalda, pero mantuvo la mano firme.
—¿Y usted qué opina, don Roberto?
El anciano le miró con sus ojos cansados pero bondadosos. —Yo opino que mi nieta estaría muerta si usted no la hubiera atendido el año pasado por apendicitis. El hospital público nos dijo que esperáramos tres días. Usted la operó esa misma noche.
Cuando se quedó sola en el consultorio silencioso, Elena sabía que el fin estaba cerca. La descubrirían, y las consecuencias serían graves.
Pero al guardar el equipo médico, pensó en el sonido de la respiración regular de Mateo, en la nieta de don Roberto celebrando su cumpleaños. Pensó en todas las personas que habían cruzado esa puerta buscando no caridad, sino el derecho básico a la salud.
Apagó las luces y cerró con llave. Mañana vendría la reprimenda de sus colegas, la advertencia velada.
Pero también vendría otra noche. Y con ella, otros tres golpes en la puerta trasera. Y ella seguiría abriendo.
Porque algunas reglas, pensó Elena mientras caminaba hacia su auto en la fría madrugada, están hechas para romperse.
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