La orden del Diablo Blanco: Cómo una mujer que huyó de su matrimonio encontró amor y libertad en una ventisca mortal en la Montaña del Pico Blanco
La nieve no caía; aullaba. Era una bestia herida que aullaba sobre los picos escarpados de la Montaña del Pico Blanco, ahogando todo sonido excepto la furia cortante del viento. Tropezando a ciegas en medio de esa ventisca iba Evangeline «Eva» Morrison, una joven de 25 años cuyo destino estaba sellado por la congelación de la montaña o la avaricia de su cruel padrastro.
El cabello de Eva estaba rígido por el hielo, sus manos temblaban incontrolablemente mientras intentaba, en vano, protegerse el rostro del vendaval. Llevaba horas, quizá días, caminando; el tiempo había perdido todo sentido. Solo sabía que si se detenía, el frío la reclamaría. Su vestido delgado y empapado se le pegaba al cuerpo, pesado y restrictivo, como las cadenas de la vida de la que huía.
Todavía podía oír la risa pastosa y ebria de Jeremaya Hartwell, su padrastro, que la atormentaba con una pesadilla. «¡Te casarás con él, muchacha! Sesenta y cinco años o no, él pagará mis deudas».
Así que Eva huyó. Eligió la montaña, la ventisca y la posibilidad muy real de morir congelada. Mejor morir libre en la nieve que vivir como propiedad de otro hombre. Pero cuando sus piernas finalmente cedieron, sepultándola en el blanco olvido, susurró una última súplica desesperada: no pidiendo salvación, sino que el sufrimiento terminara.
Entonces, una luz. Una puerta se abrió de golpe, una sombra se movió contra la nieve azotando, y una voz profunda resonó por encima del viento: «¡Dios Todopoderoso, resiste!».
Unos brazos fuertes, como de hierro, la levantaron de la nieve. Mientras la llevaba a la cabaña, esa misma voz —urgente, feroz y aterradora— rugió de nuevo: «¡Métete en mi cama ahora mismo, necia, o morirás!».

La cruel orden que salvó una vida
El hombre que acababa de salvarla era el Dr. Damian Cross. En el pueblo de Milbrook, no era conocido como médico; era conocido como el “Diablo Blanco” o el “diablo de la montaña”, un exiliado temido por supuestamente haber dejado morir a su familia y del que se rumoreaba que asesinaba a cualquiera que se aventurara a subir a su aislada cima.
Dentro de la cabaña, entre el calor del fuego crepitante, colocaron suavemente a Eva sobre una alfombra de piel de oso. El vapor se elevó de inmediato de su ropa empapada. Damian, con una expresión que mezclaba fatiga y pánico, sabía que se les acababa el tiempo.
“Maldita sea”, murmuró. “Has estado demasiado tiempo en esta tormenta”.
Se volvió hacia ella, con voz autoritaria y cortante: “Escúchame. ¡Tienes que quitarte esa ropa ahora mismo!”
Los ojos de Eva se abrieron lentamente, apenas consciente. “No… por favor, no me hagas daño”.
“¡No seas tonta!”, le espetó. —¡Si te quedas así, morirás antes del amanecer! ¡Métete en la cama ahora mismo!
Sus palabras fueron brutales, nacidas del aislamiento y la desesperada certeza de una inminente crisis médica. Pero no estaban teñidas de lujuria, sino de miedo por su vida.
Damian la llevó hasta la gran cama cerca del fuego, le dio la espalda y le dio instrucciones claras y rápidas. —Quítate la ropa mojada. Todo. Hay una manta detrás de ti. Envuélvete bien con ella. Te doy la espalda.
Cuando ella finalmente susurró: —Ya terminé, él se giró. Ella estaba acurrucada bajo la gruesa manta, con su cabello rojo mojado enmarañado alrededor de sus hombros, sus labios aún temblando, pero sus ojos verdes —vibrantes como la primavera— lo miraban fijamente con una extraña mezcla de miedo y una naciente gratitud.
Le dio una taza humeante de té de corteza de sauce y jengibre. —Bébelo despacio. Soy médico, no un monstruo —añadió, casi con amargura.
La mirada de Eva se suavizó. —Dijeron que eras peligroso… que matarías a cualquiera que subiera a esta montaña.
Damian esbozó una sonrisa sombría. —Dicen muchas cosas de lo que no entienden.
Mientras la ventisca aullaba afuera, dentro de la cabaña, dos almas rotas comenzaron a encontrar un punto en común. Dos personas perseguidas por mentiras, luchando contra el frío y el peso opresivo del juicio del mundo.
El Deshielo: De Rehén a Aliada
Eva durmió dos días, luchando contra una fiebre que casi la vence. Cuando finalmente despertó, el mundo estaba en silencio y la cabaña era cálida. Damian estaba sentado junto a la ventana, su cabello blanco plateado brillando con la luz de la mañana. No se había separado de ella.
—Casi me pierdes anoche —susurró ella, asimilando lentamente las palabras.
Él se encogió de hombros. —No podía dejarte, ¿verdad? No con la tormenta rugiendo.
Su conversación giró en torno al motivo de su huida: el matrimonio forzado, el control, el terror. Damian apretó la mandíbula. «Hiciste lo correcto. Nadie se merece eso».
Luego reveló su propia tragedia: el accidente de carruaje que le costó la vida a su esposa e hijo, los aldeanos que lo tachaban de maldito y su posterior retiro a la solitaria montaña. «Es más fácil vivir entre la nieve que entre los susurros», confesó.
Una vez pasada la peor parte de la tormenta, se instaló un nuevo ritmo. Eva, decidida a no ser inútil, insistió en ayudar. Cocinaba con movimientos precisos y ágiles. «Cuando creces en la pobreza, aprendes a hacer milagros con lo que tienes. La comida era la única forma en que podía salir adelante».
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