La última bruja y la pirámide de hierro: Cómo el defecto fatal de la tortura impulsó la prohibición europea de la crueldad judicial.

Corre el año 1610. La escena se desarrolla en las frías cámaras de piedra de la Inquisición española. Pero el verdadero protagonista de esta sala no es el juez, ni la víctima, sino un instrumento que encarna la unión más pura y aterradora entre burocracia y sadismo: la cuna de Judas.

No se trataba de una reliquia de la barbarie medieval; era un instrumento de terror moderno y calculado, diseñado por «ingenieros» durante la Inquisición española de finales del siglo XV. Su escalofriante propósito era claro: extraer confesiones, mantener a la víctima con vida durante días e infligirle una agonía creciente sin dejar marcas visibles. La cuna, una pirámide de madera o metal colocada sobre un taburete, estaba diseñada para utilizar el propio peso corporal de la víctima como arma, convirtiendo la gravedad misma en un verdugo.

Esta historia de crueldad calculada, sin embargo, tuvo una consecuencia imprevista. Fue la absoluta imposibilidad matemática de dos casos famosos —uno relacionado con la confesión de un asesinato en masa y el otro, la ejecución de la “última bruja” de Europa— lo que finalmente expuso la falla del sistema y forzó el fin de la tortura judicial en todo el continente.

La Geometría de la Agonía Infinita

La Cuna de Judas recibió su nombre del traidor, y su diseño garantizaba que las víctimas traicionaran a todos, incluso a sí mismas. Los registros de la Inquisición, irónicamente, se referían al dispositivo como “misericordioso” porque, en comparación con ser quemados inmediatamente en la hoguera, ofrecía unos días adicionales para la “reconciliación con Dios” y, lo que es más importante, para que el Estado obtuviera nombres y acusaciones.

La Calculada Romodad

La genialidad de la cuna, si es que puede llamarse así, radicaba en su geometría. La punta de la pirámide era deliberadamente roma, de entre 10 y 15 centímetros de altura, diseñada para desgarrar y aplastar el tejido lentamente en lugar de penetrar con demasiada rapidez. Una punta afilada causaría una lesión fatal rápida; el ángulo romo aseguraba días de supervivencia.

La víctima, completamente desnuda, era suspendida sobre la pirámide mediante un sistema de cuerdas. Los guardias controlaban lentamente las cuerdas, descendiendo al acusado hasta que todo su peso corporal, concentrado en un área menor que una moneda, presionaba sobre el punto de dolor.

La tiranía de la fatiga muscular
Durante unas horas, la adrenalina de la víctima le permitía tensar los músculos, luchando contra la gravedad para elevarse ligeramente del punto de dolor. Pero la gravedad es paciente. La gravedad nunca se cansa.

Aquí es donde la precisión matemática se tornó demoníaca. A medida que la fatiga muscular se instalaba inevitablemente, el cuerpo se hundía más y la presión se intensificaba. Cualquier intento de cambiar de peso solo aceleraba el desgarro. El tormento psicológico supremo era que dormir significaba la muerte. Si el agotamiento vencía a la víctima, todo su peso corporal caería sobre ella, asegurando una lesión catastrófica. La víctima se veía obligada a luchar contra el sueño durante días mientras sufría una agonía continua y aplastante.

Los relatos de médicos de la época, en particular de los juicios de brujas de Bamberg (1627-1632), documentaron la cronología biológica del horror:

Hora 6 a 24 (El punto de quiebre): Todo el peso del cuerpo descansa sobre la pirámide. La punta roma aplasta y desgarra, pero no perfora rápidamente. Las terminaciones nerviosas se comprimen, lo que provoca un dolor implacable y abrumador.

Día dos a tres (El período de infección): Las heridas se convierten en puntos de entrada para las bacterias, un proceso acelerado por el contacto con condiciones antihigiénicas y fluidos corporales. La sepsis comienza a propagarse. Los inquisidores sabían que la sepsis tarda de tres a siete días en matar, lo que proporcionaba un período perfecto y agonizante para el interrogatorio.

Fue este delirio inducido lo que quebró a los prisioneros más rápido que el dolor físico, llevándolos a confesar cualquier cosa que se les sugiriera, incluso lo físicamente imposible.

La confesión imposible que hizo añicos el sistema

En 1610, en Logroño, España, la partera María de Zazoya, de 52 años, fue puesta en la Cuna de Judas acusada de brujería. Tras aproximadamente 30 horas de tormento continuo, entró en la tercera fase: un colapso psicológico total.

Lo que siguió fue una confesión, conservada en un documento de archivo de 47 páginas, tan inverosímil que provocó la caída accidental de todo el sistema:

«Confesé haber asistido a aquelarres en 214 ocasiones a lo largo de 12 años, donde asesiné a 840 niños mezclando veneno de sapo con la leche de sus madres».

El absurdo era asombroso. María afirmaba haber asesinado a 70 niños al año en un pequeño pueblo de apenas 3000 habitantes. Los registros de defunciones de Logroño durante ese período mostraban tasas de mortalidad infantil normales. Los 840 niños asesinados, sencillamente, no existieron.

El auge de la razón: Alonso de Salazar Frías

Mientras los inquisidores se preparaban para ejecutar a María basándose en su confesión imposible, un joven inquisidor llamado Alonso de Salazar Frías planteó la peligrosa pregunta: ¿Es esto cierto?

Salazar emprendió una investigación radical y metódica. Viajó a las ciudades mencionadas en docenas de confesiones, revisó partidas de nacimiento y defunción, entrevistó a testigos y cotejó cronologías. Sus hallazgos fueron devastadores: