🌙 La gata de la Puerta 16
Parte I – El viaje de Valentina
El vuelo se retrasaba, como si el destino quisiera ponerle una última trampa antes de marcharse. Valentina llevaba casi dos horas sentada en la zona de embarque, observando la pantalla electrónica que parpadeaba con mensajes rojos: “DELAYED”. A su lado, un café que había comenzado caliente ahora parecía un charco tibio, olvidado entre sus dedos. Los auriculares colgaban de sus oídos, pero la música hacía rato que había dejado de sonar. No necesitaba melodías: el ruido de su propia cabeza era suficiente.
Había decidido irse de Lisboa después de demasiadas despedidas silenciosas. El final de una relación que la desgastó, las calles de una ciudad que en otro tiempo la hicieron sentir viva y ahora le parecían un museo de recuerdos que dolían. Partir era lo único que le quedaba para recomenzar, aunque no sabía exactamente hacia dónde iba ni qué buscaba. Esperaba aquel avión como quien espera un rescate, como si al cruzar la puerta metálica de la aeronave alguien pudiera devolverle el alma perdida.
Las personas a su alrededor parecían vivir otra película. Un niño jugaba con una tablet, riendo sin parar. Una mujer de negocios dictaba correos por teléfono con voz aguda, como si todo el aeropuerto tuviera que escuchar sus problemas. Dos mochileros dormían abrazados, indiferentes al retraso. Valentina, en cambio, estaba atrapada en una especie de pausa: ni en su pasado, ni en su futuro, simplemente suspendida en la Puerta 16.
Fue en medio de esa espera cuando apareció ella.
No hubo fanfarria, ni sorpresa general. Solo una sombra pequeña que se deslizaba entre las filas de sillas metálicas. Una gata, flaca hasta la transparencia, con manchas grises en el pelaje y ojos de un ámbar profundo, como brasas apagadas que aún guardaban calor. No caminaba como los animales perdidos que vagan sin rumbo: lo hacía con la seguridad de alguien que conoce el terreno, como si supiera exactamente a dónde se dirigía.
Primero se subió a una maleta olvidada. Desde allí saltó a una silla vacía. Nadie pareció prestarle atención. Los pasajeros estaban demasiado ocupados en sus pantallas o en sus conversaciones. Para todos, era como si la gata no existiera. Pero Valentina la vio.
—¿Y tú qué haces aquí? —murmuró, apenas moviendo los labios.
El animal la miró fijamente. En su cuello llevaba un trozo de cinta de equipaje, como un collar improvisado. Colgando de la tela deshilachada había una palabra escrita con bolígrafo: “Lua”.
Valentina frunció el ceño.
—¿Lua? —repitió en voz baja—. ¿Ese es tu nombre?
La gata inclinó la cabeza, como si confirmara. Luego bajó de la silla y se instaló, sin pedir permiso, justo al lado de ella. Se sentó erguida, con la cola enroscada sobre las patas, observando con paciencia.
Al otro lado del pasillo, un niño tiró de la manga de su madre.
—¡Mamá, un gato!
—No es nuestro —respondió la mujer, arrastrándolo sin mirar siquiera.
Un guardia de seguridad pasó cerca. Valentina, indecisa, levantó la mano.
—Disculpe… hay un gato suelto en la sala.
El hombre la miró y sonrió con un gesto casi paternal.
—Ah, sí. Esa gata lleva días rondando por aquí. Nadie sabe de dónde vino. Aparece, desaparece… pero siempre regresa a la Puerta 16.
—¿Y nadie la adopta?
—La gente le da un poco de comida, algunos se toman fotos… pero nadie se la lleva. Parece que espera algo —contestó encogiéndose de hombros, antes de continuar su ronda.
Valentina volvió la vista hacia Lua. Los ojos ámbar de la gata parecían espejos donde se reflejaba su propia soledad. En ese instante pensó, medio en broma, medio en serio:
—¿Y si llegaste en una maleta? ¿Y si cruzaste mares para encontrar algo aquí?
Lua ronroneó con suavidad, como si aprobara la idea. Su pelaje estaba sucio, áspero al tacto, pero en sus ojos había una inteligencia tranquila, el tipo de mirada que parece haber visto más de lo que debería.
El altavoz interrumpió la ensoñación: “Pasajeros del vuelo 382 con destino a Madrid, favor de acercarse al mostrador para iniciar el embarque.”
Valentina se levantó con el corazón encogido. Miró a Lua, que no se movió. La gata solo la siguió con la mirada, inmóvil, como si supiera que esa despedida le pertenecía.
—Bueno, Lua —susurró—. Supongo que esta es tu puerta.
Dio dos pasos hacia la fila. Y entonces algo la atravesó como una punzada: un dolor tonto, absurdo, pero real. ¿En serio iba a dejarla allí, invisible entre maletas, perdida en un aeropuerto que no era de nadie? ¿No había sido ella misma, durante meses, exactamente así: ignorada, sobrante, vagando sin rumbo en una ciudad que ya no la quería?
Se detuvo. Miró la fila de pasajeros que avanzaban lentamente y después volvió la vista a Lua. La gata permanecía allí, esperando.
Valentina dio media vuelta.
—No puedo dejarte sola —dijo, más para sí que para el animal.
La tomó con cuidado en brazos. Para su sorpresa, Lua no se resistió. Se acomodó contra su pecho como si hubiese estado esperando ese momento toda la vida.
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