La Elección Imposible: El Secreto de Joaquim y la Carta de Cera Roja
La carta llegó sellada con cera roja, escondida entre las sábanas que regresaban de la lavandería. Joaquim sintió que se le aceleraba el corazón al tocar el fino papel. Nadie le había escrito nunca una carta. Los esclavos no recibían correo, pero allí estaba, con su nombre garabateado con elegante caligrafía: «Para Joaquim, el Herrero».

Esperó a que cayera la noche, cuando las sombras de los barracones se alargaban, para abrirla a la luz vacilante de una vela robada. La nota decía: «Has sido elegido. Ven a la Casa Grande mañana a medianoche. Usa la puerta trasera. No hables con nadie de esto. Tu vida depende de tu silencio». No tenía firma, pero Joaquim reconoció el aroma a lavanda francesa, la misma que usaba doña Amélia, la esposa del coronel.

Joaquim tenía 24 años, músculos forjados en la forja y una cicatriz en la ceja, recuerdo de un intento fallido de fuga. Esa noche, no pudo conciliar el sueño. Contempló aterrorizado el techo de paja de los barracones. ¿Qué querría de él la señora de la Casa Grande? El coronel Augusto Ferreira, de 42 años, era conocido por su cruel eficiencia. Su hacienda, Santa Cruz, era un lugar de sudor y dolor. Sin embargo, había un secreto que corroía la reputación del coronel: su matrimonio de tres años con Amélia aún no había dado herederos.

Joaquim pasó el día en una lentitud tortuosa. Cada martillazo en la forja resonaba como una cuenta atrás. Al caer la noche, abandonó los barracones como una sombra. Su corazón latía tan fuerte que temía ser oído.

La puerta trasera de la Casa Grande estaba entreabierta. Joaquim dudó, pero una pequeña mano blanca emergió de la oscuridad y lo jaló hacia adentro. Era doña Amélia, vestida solo con una bata de seda blanca. Sus ojos brillaban de desesperación.

“Me darás un hijo”, dijo Amélia sin rodeos. “El coronel no puede tener hijos. El médico lo confirmó, pero nadie puede saberlo. Si se descubre la verdad, me repudiará”.

Joaquim sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. No comprendía esta locura. Amélia continuó apresuradamente: “Te eligieron con cuidado. Observé a todos los hombres de la granja. Eres fuerte, inteligente y tienes rasgos que podrían ser los del coronel… El hijo se le parecerá lo suficiente como para no levantar sospechas”.

“¿Y si me niego, señora?” Joaquim por fin recuperó la voz.

Ella rió, una risa seca. “No puedes negarte, pero no temas. Si haces lo que te pido, te prometo que tu vida mejorará. Tal vez incluso tu libertad cuando todo termine. Si te niegas…” La amenaza flotaba en el aire.

Joaquim conocía el precio de la desobediencia. Sin embargo, sentía una extraña, aunque ilusoria, sensación de poder. Por primera vez, alguien lo necesitaba para algo más que su fuerza bruta.

Amélia lo condujo a una habitación en la parte trasera de la casa. «Este será nuestro secreto», dijo. «Nadie, ni siquiera el coronel, puede saberlo. Él cree que el niño será suyo».

Lo que ocurrió esa noche fue una transacción, una necesidad desesperada. Amélia lo trató con una eficacia clínica. Él obedeció.

«Volverás cuando te llame», dijo al despedirlo. «Después de eso, no volveremos a hablar de esto. Volverás a ser solo el herrero y yo seré solo la esposa del coronel. ¿Entendido?»

Joaquim asintió, dejando la Casa Grande tan sucia que ningún baño podría limpiarla. Regresó a los barracones antes del amanecer, pero el viejo Benedito lo confrontó: “Muchacho, te vi partir. Ten cuidado. Cuando los amos nos involucran en sus secretos, rara vez sobrevivimos para contarlo”. El peso de la paternidad oculta.
Joaquim fue llamado a la Casa Grande tres veces más en las semanas siguientes. Cada encuentro fue mecánico, carente de humanidad. Amélia lo trataba como un objeto. El alivio llegó un mes y medio después, a través de la criada Rosa: “Ya no tendrás que venir. Fue un éxito”.

El vientre de doña Amélia comenzó a crecer, y con él, la alegría del coronel Augusto se desbordó. “Por fin, un Ferreira continuará mi legado”, declaró.

Joaquim observaba desde lejos. Le temblaban las manos; ¿cómo podía concentrarse sabiendo que el niño que crecía en esa casa era suyo? El hijo que nunca conocería. Los cambios en la granja eran sutiles, pero el capataz Malaquias comenzó a observar a Joaquim con más atención.

Benedito le advirtió: «Los testigos de los secretos de los amos no duran mucho. Dicen que Paulo sabía demasiado de los asuntos del coronel». Joaquim se durmió, esperando que alguien viniera a buscarlo.

Doña Amélia, por su parte, floreció como una radiante figura maternal. Pero al cruzarse con Joaquim, su mirada se endureció: «No existes. Nunca exististe. Olvídalo todo». Y Joaquim intentó olvidar, enterrando esas noches en el mismo lugar mental donde guardaba todos sus demás dolores.

El séptimo mes de embarazo trajo complicaciones. Amélia estaba postrada en cama. Joaquim se enteró por los chismes de la preocupación del coronel y sintió una extraña e imposible punzada de instinto paternal. Se encontró rezando.