🌹 La mujer que dejó de brillar

Julián se sentó frente a su padre con los codos apoyados en la mesa. No lo miraba a los ojos. Revolvía distraído el café, como si buscara respuestas en el remolino oscuro de la taza.

—Papá… ya no quiero seguir con mi esposa —dijo de golpe, casi como quien se arranca una espina.

El anciano levantó la mirada, sorprendido, pero no interrumpió. Julián respiró hondo y siguió hablando.

—Ya no es como antes. Ha cambiado demasiado… Ha envejecido, ya no se arregla, ya no cuida su cuerpo. Siento que merezco a alguien mejor, alguien más joven, más atractiva.

El silencio que siguió fue tan pesado que se escuchaba el tic–tac del viejo reloj de pared. Su padre, un hombre de manos ásperas y ojos cansados, lo observó durante unos segundos. Luego asintió despacio.

—Entiendo lo que dices, hijo —respondió con calma—. Pero antes de opinar… déjame ir a tu casa mañana. Quiero verla con mis propios ojos. Si tienes razón, te apoyo.

Julián se sintió aliviado. Creyó que al fin alguien lo comprendía.


Al día siguiente, el padre llegó temprano. Encontró a su nuera en la cocina, recogiendo los juguetes de los niños que habían quedado tirados por el suelo. Su cabello estaba recogido en un moño desordenado, llevaba un vestido sencillo, sin maquillaje. Preparaba el café mientras tarareaba bajito una canción, aunque sus hombros parecían cargados de cansancio.

Cuando los niños entraron corriendo a pedirle pan, ella les sonrió, aun con el rostro agotado. Sirvió las tazas con cuidado, se disculpó por la casa desordenada y preguntó al suegro cómo estaba de salud.

Él no dijo nada. Solo observaba. En sus ojos había ternura y tristeza.

Al despedirse, no comentó palabra sobre lo que había visto.


Pasaron unos días. Julián, impaciente, llamó a su padre.

—¿Y bien? —preguntó con voz ansiosa—. ¿Viste lo que te decía? Ya no brilla como antes.

El anciano guardó silencio un instante, y luego habló con voz grave:

—Tienes razón, hijo. Esa mujer ya no se ve como antes. Ya no brilla igual.

Julián sonrió satisfecho, pero la expresión se borró cuando escuchó lo siguiente:

—Sin embargo, encontré a alguien perfecta para ti. Vive en un lugar llamado Ragoh.

—¿Ragoh? ¿Dónde queda eso? Nunca lo escuché.

El padre suspiró.

—Ragoh se escribe al revés, hijo. Es H–O–G–A–R. Esa mujer que buscas… ya está contigo. Solo que dejaste de verla.


Julián se quedó helado.

El anciano continuó, con la voz quebrada por la emoción:

—Esa es la misma mujer que estuvo a tu lado cuando no tenías nada. La que cambió su cuerpo para darte hijos, la que pasó noches en vela cuando estabas enfermo, la que cocinó aunque no hubiera suficiente para ella.

»Sí, ha cambiado. Su piel ya no es la misma, su cuerpo se cansó… pero no fue por descuido, sino por amor. Envejeció contigo, no para sí misma.

»No es ella quien perdió la belleza. Fuiste tú quien dejó de mirarla con amor. Porque cuando se deja de mirar con el corazón, todo empieza a parecer feo. Y cuando una mujer es regada solo con indiferencia, hasta la flor más linda se marchita.

Las palabras cayeron como un balde de agua fría sobre Julián. Sintió un peso en el pecho.

El padre se inclinó hacia él y concluyó:

—¿Quieres volver a ver a una mujer hermosa en tu casa? Haz que la tuya vuelva a sentirse especial. La belleza de una mujer no rejuvenece con cirugías, hijo… rejuvenece cuando se siente amada, valorada y respetada.


Esa noche, Julián volvió a su casa distinto. Encontró a su esposa dormida en el sillón, con un libro en las manos y la luz encendida. Se quedó mirándola largo rato. Por primera vez en mucho tiempo, no vio las arrugas ni el cansancio. Vio la mujer que había caminado con él bajo la lluvia cuando no tenían paraguas, la que compartió pan duro con café aguado en los días de miseria, la que creyó en sus sueños cuando ni él mismo lo hacía.

Se acercó en silencio, le besó la frente y susurró:

—Perdóname por no verte. Perdóname por olvidar quién eres.

Ella abrió los ojos, sorprendida, y le sonrió con esa misma sonrisa que un día lo enamoró.

Y en ese instante Julián entendió que no había perdido nada. Lo que había perdido era la mirada con la que veía.