El Precio de la Gracia: El Secreto de la Mansión Castelví

La Apertura del Abismo

…El aire subterráneo era más denso que en exploraciones anteriores, cargado de electricidad estática que erizaba el vello de sus brazos y cuellos. Podían sentir una presencia observándolos, múltiples presencias quizás, conscientes de su intrusión en aquel dominio oscuro que había permanecido inviolado.

Cuando llegaron a la cámara del pozo, encontraron que las estatuillas de bronce que Miguel había descrito habían sido movidas. Ahora formaban un círculo perfecto alrededor de la losa de piedra, todas orientadas hacia el centro, como si intentaran contener algo que presionaba desde abajo con fuerza creciente. La losa misma parecía vibrar sutilmente, un movimiento apenas perceptible.

Ricardo y Miguel comenzaron la ardua tarea de mover la losa usando las palancas. El trabajo era agotador, y la piedra parecía resistirse activamente a sus esfuerzos, como si poseyera una voluntad propia que rechazaba ser movida. Carmen y Sofía trazaron un círculo de sal alrededor del pozo, siguiendo instrucciones sobre protección contra fuerzas oscuras. Mientras trabajaban, murmuraban oraciones.

Después de casi una hora de esfuerzo continuo, la losa finalmente se cedió con un crujido que resonó como un trueno en el espacio confinado. Un olor putrefacto emergió del pozo abierto, tan intenso que todos retrocedieron cubriéndose las narices y bocas, luchando contra las arcadas.

Pero junto con el hedor venía algo más: una emanación de pura oscuridad, una negrura sin luz que devoraba las linternas en el borde del pozo. Era una sensación de frío absoluto y una oleada de pensamientos caóticos que inundaron las mentes de la familia.

El Grito Silencioso y la Revelación Final

 

En el mismo instante en que la losa se movió, una figura apareció en el borde opuesto de la cámara. Era Elisenda Castelví, o lo que quedaba de ella. Ya no era la aparición etérea del jardín ni la mujer triste del tocador. Era un espectro, con el vestido blanco ahora negro por la suciedad y la podredumbre, y sus ojos verdes fijos en la boca del pozo.

Elisenda no tenía boca, pero su grito mental fue ensordecedor, una explosión de dolor y terror acumulado durante casi cien años. Le mostró a la familia, directamente en sus mentes, la verdad completa del Pacto de las Profundidades:

El Ritual: Amadeu no solo selló a su hija para apaciguar a la entidad, sino que la arrojó viva como “tributo de sangre pura” para asegurar la prosperidad continua de la fortuna familiar.

La Entidad Ctónica: Lo que habitaba en el fondo del pozo no era un espíritu, sino una fuerza primordial, un ser anterior a la moralidad humana, cuyo pacto garantizaba el éxito y la protección de los Castelví a cambio de que su “hambre” fuera satisfecha periódicamente. El pozo era el conducto y la prisión de Elisenda.

La Maldición de la Herencia: La mansión era el sello de la prisión. Erasmo, el tío abuelo de Ricardo, había sido el último custodio, y su derrame cerebral, que lo dejó incapacitado, fue el resultado de su intento fallido de romper el ciclo después de que el tributo de sangre, la propia Elisenda, dejara de ser suficiente.

La voz mental de Elisenda, cargada de una desesperación abrumadora, se proyectó hacia Ricardo: “No me dejes… la fuerza… me arrastra. ¡Rompe el sello! ¡Destruye la prisión!”

De la boca del pozo comenzó a emerger algo. No una figura, sino una sombra fluida y ondulante, que se retorcía como humo denso y negro. El olor a podredumbre se intensificó, y las estatuillas de bronce en el suelo comenzaron a vibrar violentamente, luego se hicieron añicos como si hubieran sido golpeadas por una fuerza invisible.

El Acto Final

 

Ricardo sabía que no podían volver a sellar la losa. El horror ya estaba liberado y la criatura —la entidad— estaba emergiendo.

Ricardo: Se arrodilló, con el rostro deformado por el miedo, y recordó las palabras de la visión: la criatura era alimentada por la sangre y la fe de la familia.

Carmen: Recordó el agua bendita y el círculo de sal. Con un grito, arrojó el contenido de la botella sobre el borde del pozo. El agua se evaporó al instante con un siseo que resonó en el abismo.

Miguel: En un acto instintivo de protección, tomó el teléfono de su padre y, apuntando la luz de la linterna directamente a la sombra que se levantaba, comenzó a recitar en voz alta el Padrenuestro que su abuela le había enseñado.

Sofía: Se dio cuenta de que lo que Elisenda quería no era solo ser liberada, sino que el pacto fuera roto. Buscó a tientas en el suelo y encontró una de las palancas que habían usado.

Mientras Miguel rezaba y la sombra se replegaba momentáneamente ante el sonido de las palabras de fe, Sofía se acercó al pozo, ahora completamente abierto. Vio el rostro de Elisenda, la súplica en sus ojos verdes intensos.

Sofía reaccionó con una claridad escalofriante. El pacto había envenenado la casa, la fortuna y la descendencia de los Castelví. La única forma de romper la prisión no era sellar el pozo, sino destruir la fuente del poder que lo había alimentado durante generaciones: la mansión.

“¡La casa!”, gritó Sofía, su voz aguda rompiendo el susurro de la entidad. “¡Si rompemos el pacto, el precio es la extinción! ¡Debemos quemarla!”

El plan era absurdo y peligroso, pero la convicción de Sofía resonó. Ricardo, el contador metódico, comprendió. El pacto de las profundidades no podía deshacerse, solo podía anularse mediante la destrucción de lo que había bendecido.

Dejaron caer las herramientas, subieron corriendo las escaleras, y la sombra de Elisenda flotó sobre ellos, ya no con dolor, sino con una expresión de paz gélida. El pozo se revolvía detrás.

La Purga

 

La familia Martínez corrió por el vestíbulo, arrojando rápidamente el contenido de los viejos armarios y los pesados cortinajes sobre los muebles de madera noble. Ricardo, recordando el olor a papel antiguo y humedad que impregnaba el aire, sabía que la mansión era un polvorín. Encontró bidones de queroseno en el cobertizo de jardinería, probablemente olvidados allí por Erasmo.

En menos de cinco minutos, el vestíbulo modernista, el comedor de caoba y la biblioteca estaban rociados. El acto de destruir millones en valor monetario no les provocó ninguna duda; solo sentían la urgencia visceral de escapar.

Mientras salían por la puerta principal, escucharon el rugido de la entidad resonando desde el sótano: un sonido que no era de ira, sino de privación.

Ricardo encendió un trozo de tela con un mechero, lo arrojó a la alfombra del vestíbulo y cerró la puerta de hierro forjado tras de sí.

El fuego se propagó con una rapidez aterradora. Las cortinas de terciopelo bordó se encendieron como si hubieran sido bañadas en gasolina. Las viejas maderas, secas por décadas de abandono, ardieron. El humo se elevó en una columna densa y negra, llevando consigo el olor a sándalo y naftalina.

Se quedaron parados en la acera de Pedralbes bajo la luz de la luna llena, viendo cómo la herencia, la maldición, se consumía en una pira.

Mientras el techo de la mansión Castelví se desplomaba con un estruendo, Sofía y Miguel vieron por última vez una forma blanca elevándose sobre las llamas. No era Elisenda; era un fragmento de luz, un suspiro de alivio que ascendía hacia el cielo. El espíritu de Elisenda había sido liberado. El precio, la mansión, había sido pagado.

La policía y los bomberos llegaron minutos después, pero ya era demasiado tarde. El fuego era total. La investigación fue archivada como un “incendio accidental” debido al mal estado del cableado antiguo, una explicación conveniente para un barrio que prefería el orden a la verdad.

La familia Martínez nunca mencionó una palabra de lo que realmente ocurrió. No se quedaron para ver las cenizas. Abandonaron Barcelona esa misma noche, sin nada más que la ropa que llevaban puesta.

La herencia de la mansión Castelví no les dio riqueza, sino una certeza: la fe, el poder y la ambición pueden dar vida a horrores que el dinero no puede pagar, y la única forma de purgar una bendición malvada es mediante la destrucción total de su vehículo. El pozo sellado, la sangre derramada y la risa en la noche habían desaparecido bajo una capa de ceniza y escombros. Lo que no podían borrar era lo que habían visto: la cara de la desesperación de Elisenda y la sombra hambrienta de lo que vivía debajo.