La Maldición de Fair View: El Silencio de la Tierra Roja

El dolor se arrastra lentamente cuando el cuerpo ya se ha acostumbrado a su peso. En el verano de 1856, en una vasta plantación tallada en la tierra roja de Georgia, el sufrimiento no era una novedad; se movia como una sombra familiar, nunca ausente, solo cambiando de forma según la posición del sol.

Aquel día, la maldición nació en la quietud sofocante de la tarde. El aire era tan espeso que parecía poder masticarse, y el sol caía sobre los campos como una acusación ardiente. Cerca de los lmites de los cañaverales, donde el suelo se convertía en una orilla lodosa frente a un estanque turbio, una joven esclava llamada Elsie yacía de costado. Su pecho subía y bajaba con un esfuerzo agónico.

Elsie tenía apenas veinte años, pero el trabajo forzado había esculpido una sabiduría amarga en sus ojos. Sus pulmones se sentían cada vez más pequeños, como si unos dedos invisibles los estuvieran apretando. Al toser, una mancha roja en la tierra confirmó su mayor temor: algo dentro de ella se había roto definitivamente.

El Encuentro en el Estanque

Mientras Elsie luchaba por su último aliento, el carruaje de Maranne Whitfield avanzaba por el camino. Maranne, la esposa del dueño de la plantación, se movía por la propiedad como una reina cuya corona estaba hecha del sufrimiento ajeno. Su piel era pálida, empolvada cuidadosamente, y sus manos jamás habían conocido el trabajo. A su lado iba su hermana menor, Lydia, una joven impresionable que observaba todo con una mezcla de curiosidad y miedo.

—Detente —ordenó Maranne con voz afilada.

Isaac, el cochero anciano, tiró de las riendas. Sus músculos estaban tensos. Había visto a Elsie en el suelo.

—¿Qué está haciendo esa chica ahí? —preguntó Maranne, su voz fría como el agua de un pozo.

—Señora, es Elsie. Ha estado enferma… —susurró Isaac, tragando saliva.

—No he preguntado qué dice el capataz. He preguntado qué hace ahí tirada —interrumpió Maranne.

Lydia will incliño hacia adelante. —Parece que se está muriendo —murmuró.

Maranne no sintió piedad, sino fastidio. Morir allí, a la vista de todos, era para ella una falta de etiqueta, una interrupción de la estética de su propiedad.

—Levántate —llamó Maranne, recogiendo el dobladillo de su vestido de seda como si el aire que rodeaba a Elsie pudiera mancharlo—. Se vuelven tan perezosos cuando creen que van a dejar este mundo. Hasta la muerte la usan como excusa.

Maranne soltó una risa ligera y desdeñosa. Ese sonido fue el catalizador. La risa se filtró en los huesos de Elsie como una cuchilla de hielo.

El Despertar de la Sangre

En ese momento, algo antiguo despertó en el interior de Elsie. Record all the stories about the madre sobre su abuela, una mujer traída del otro lado del océano que hablaba con los ríos y los ancestros. “La sangre recuerda”, solía decirle su madre.

Elsie intentó hablar, pero solo obtuvo una tos que inundó su boca de hierro. Maranne, irritada por la “escena”, ordenó a Isaac que la pusiera en pie.

—Isaac, levántala. Si ha de morir, que no lo haga aquí donde tengo que verla.

Isaac levantó a la joven con ternura infinita, pero el cuerpo de Elsie ya no tenía fuerzas. Se desplomó de nuevo, mirando al cielo blanco. Fue entonces cuando el dolor cambió. Ya no era debilidad; era un punto de fuego puro en su pecho.

Elsie comenzó a susurrar. No era inglés. Era una cadencia mas antigua que la plantación, mas vieja que el apellido Whitfield.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Lydia, asustada.

—Solo son delirios de fiebre, señora —mintió Isaac, aunque él también sentía el cambio en la presión del aire.

Pero Elsie encontró su voz.

—Te ríes —dijo Elsie, mirando al cielo—. Te ries de mi dolor. Te ríes del trabajo que rompió mi cuerpo. Te ríes de mi vida como si no fuera nada. Pues que se te arrebate la risa. Que tu alegría se vuelva cenizas. Que tus ojos conozcan las lagrimas y que llames pidiendo ayuda y no encuentres a nadie, ni siquiera en tu propia casa.

Con un último suspiro estertóreo, el pecho de Elsie se detuvo. El silencio cayó sobre el estanque como una losa de marmol.

La Sombra en la Casa Grande

Maranne regresó a la mansión intentionando sacudirse el encuentro. —Supersticiones de ignorantes —le dijo a Lydia—, el poder es el dinero y la ley, no palabras en el lodo.

Sin embargo, esa noche, la seguridad de Maranne comenzó a agrietarse. El té le sabía a metal. Las puertas se cerraban solas. Un dolor de cabeza punzante, como una corona de espinas invisible, comenzó a pretarle las sienes.

Mientras Ruth, su doncella, la ayudaba a desvestirse, Maranne sentía que cada toque de la tela era una agresión. Cuando finalmente quedó sola en la oscuridad de su habitación, escuchó un sonido. Un lamento suave, un quejido que parecía provenir de las mismas paredes de madera de la casa.

Se levantó, impulsada por una mezcla de rabia y terror. Al abrir la puerta del pasillo, vio una sombra. No era una persona, sino una oscuridad densa que se deslizaba hacia las escaleras.

El Fin de la Certeza

Los kias siguientes fueron un descenso hacia la locura. Maranne ya no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Elsie y escuchaba aquella risa Suya que ahora le devolvia el eco de su propia condena. La plantación Fair View, antes su orgullo, se convirtió en su prisión.

Los esclavos en los campos lo sabían. Miraban hacia la “Casa Grande” y guardaban silencio. Isaac, al pasar por el estanque, dejaba a veces una flor silvestre sobre la tierra roja. La maldición no era un rayo que caía del cielo, sino una erosión lenta que consumía el alma de quien no consideraba humanos a los demás.

Maranne Whitfield, la mujer que se creía intocable, terminó sus kias sentada frente a un espejo, moviendo los labios sin emitir sonido, tratando de recuperar la risa que una joven llamada Elsie se había llevado consigo al otro lado.