El Pacto de Iquique: Siete cartas que desvelaron al sacerdote, el sacrificio y las hijas condenadas de la familia Aranzvia
Corría el año 1891. Mientras la Guerra Civil chilena asolaba el país, un horror más íntimo y profundo se desarrollaba en la ciudad portuaria de Iquique, en medio del desierto. Tras las ventanas permanentemente cerradas de la mansión Aranzvia en la calle Baquedano, una respetada familia de comerciantes sacrificaba sistemáticamente a sus seis jóvenes hijas en un escalofriante pacto impío.
La verdad completa y estremecedora de este secreto, guardado durante décadas, no salió a la luz hasta 1923, e incluso entonces, solo fragmentada. Finalmente, se logró reconstruirla gracias al descubrimiento de una caja metálica sellada que contenía siete frágiles cartas, escritas por la última hija superviviente, Dolores Aranzvia. Su testimonio, escrito con letra temblorosa justo antes de morir, es un relato estremecedor de la codicia de un padre, la oscura obsesión de un sacerdote y el terrible precio de un pacto sellado con «sangre pura».
El Pacto Impío
La pesadilla comenzó alrededor de 1884, cuando Esteban Aranzvia, un comerciante en busca de prosperidad y estatus, cayó bajo el influjo del padre Elías Montalba, el imponente sacerdote de la parroquia de San Antonio. Dolores escribió que el «Dios» que predicaba el padre Elías no era el de la Iglesia, sino «algo más antiguo, algo que requería sangre pura».
El padre Elías prometió a la familia Aranzvia la salvación eterna y la inmunidad ante la pobreza si aceptaban un único y monstruoso servicio: sus seis hijas —Dolores, Amparo, Luz, Consuelo, Trinidad y Rosario— serían «consagradas». Sus almas inocentes servirían como «cerraduras», lo suficientemente poderosas como para mantener cerradas herméticamente las puertas entre este mundo y el otro. Esteban aceptó, y su esposa, Mercedes, lloró pero obedeció.
La atención del sacerdote se centró primero en Rosario, la más pequeña. Su partida de bautismo en el registro parroquial, inusualmente detallada y cuidadosamente escrita por el padre Elías, contenía una escalofriante nota al margen: «Esta niña ha sido consagrada».
El Sótano y las Almas Robadas
Los rituales comenzaron cuando las niñas cumplieron trece años. El padre Elías llegaba a la casa de los Aranzvia después del toque de queda nocturno; sus visitas solo eran conocidas por la familia. Llevaba a la niña elegida al sótano, una habitación especialmente reforzada, o más tarde, al ático, un espacio estrecho y sin ventanas que olía a incienso «antiguo y oscuro».

Dolores describió la horrible rutina en sus cartas. Las niñas eran colocadas sobre una mesa de madera tallada, con los ojos vendados, y obligadas a beber un líquido amargo que las dejaba desorientadas. Entonces, el sacerdote comenzaba sus cantos: latín mezclado con palabras guturales y antiguas en una lengua que no reconocían.
Durante estos ritos, una presencia fría y antigua entraba en la habitación. Dolores no podía describir a la entidad, pero la sentía moverse alrededor de la mesa. El sacerdote hacía su ofrenda. La entidad la aceptaba. Cuando las niñas despertaban, sentían un vacío insoportable, como si una parte de su alma hubiera sido reemplazada o robada para siempre.
Los Frascos de Purificación
Entre 1887 y 1890, las consecuencias del pacto se hicieron terriblemente claras. Tres niñas —Amparo, Luz y Consuelo— murieron, oficialmente de fiebre tifoidea. Pero, como escribió Dolores, la verdadera causa fue que sus almas habían sido reclamadas por completo. Las últimas palabras de Amparo, «Mi alma no está aquí», confirmaron el temor.
El padre Elías intervenía después de cada muerte, explicando que las almas consagradas no podían simplemente ascender al cielo; Necesitaban una “purificación” especial que solo él podía realizar. Esta consistía en conservar órganos específicos —corazones, lenguas y ojos— en frascos de vidrio. Utilizaba una solución hecha de formalina de contrabando y hierbas únicas, afirmando que los frascos debían permanecer sellados durante exactamente siete años para liberar las almas y mantener cerradas las puertas del otro mundo. La verdad era mucho más simple: los frascos eran anclas físicas que unían las almas al pacto.
La familia continuó desintegrándose. Esteban se convirtió en un cascarón vacío, y Mercedes, que había intentado huir de Iquique con sus hijos en 1889, perdió la voz por completo, una manifestación física de su terror.
El Infierno Final
El final llegó en agosto de 1891, en medio del caos de la Guerra Civil Chilena. El padre Elías regresó con una caja metálica sellada con siete candados: uno para cada hija, vivas y muertas. Anunció que era hora de “completar el pacto”.
Este fue el punto de quiebre para Esteban Aranzvia. Se negó a que las tres últimas hijas —Dolores (18), Trinidad (14) y Rosario (9)— sufrieran el mismo destino.
En una escena de horror inimaginable, detallada en la cuarta carta de Dolores, la familia se reunió en el ático. El sacerdote abrió la caja, revelando los siete frascos brillantes y el libro negro encuadernado en lo que parecía piel humana.
De repente, Esteban tomó un cuchillo y se lo clavó en el pecho, sacrificando su cuerpo para romper el pacto. Mientras su sangre fluía, Mercedes, que llevaba años sin hablar, encontró la fuerza para prender fuego al libro negro. Las llamas fueron instantáneas. Se quedó allí, dejando que el fuego la consumiera a ella y al libro maldito.
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