Aún guardo la memoria de aquella tarde fría y empapada, en Salerno, cuando fui desalojada del lugar que alguna vez llamé refugio. Llevaba conmigo apenas una maleta con pertenencias y un celular casi sin batería. Mi esposo — el mismo que había prometido “amore eterno” — me lanzó a la calle sin misericordia, justo después de mi segundo aborto.

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— Me casé contigo para engendrar eredi (herederos), no para servir de niñera a alguien que vive llorando — murmuró con veneno, cerrando la puerta de un portazo. El ruido resonó como un veredicto.

Permanecí allí, inmóvil bajo el aguacero. Mis padres habían partido temprano; no tenía hermanos, solo parientes lejanos y dispersos. Mis amigas estaban absorbidas en sus propias vidas. Subí al autobús nocturno, decidida a huir de Nápoles y de aquel dolor lacerante. Regresé a Castellammare di Stabia, el humilde pueblo donde había nacido y que había dejado años atrás. Allí, nadie recordaba ya a la alumna prodigio que yo había sido.

Alquilé un cuarto diminuto junto al mercato rionale (mercado del barrio) y empecé a sobrevivir un día a la vez: ayudaba a vender verduras, limpiaba, hacía trabajos esporádicos.

Fue entonces cuando crucé el camino de Tomaso.

Era de mi misma edad y trabajaba en la construcción, en una pequeña empresa cercana al mercado. Corpulento, de tez clara, reservado, pero con una mirada serena que irradiaba seguridad. Una vez se detuvo en mi puesto y preguntó:

— ¿Has vuelto recientemente al pueblo? Es curioso… siento que ya te he visto antes.

Sonreí, levemente incómoda:

— Curioso, pero familiar… porque ambos compartimos la misma penuria, la fatica (cansancio/dificultad).

Tomaso soltó una risa — rara, pero profundamente sincera. Desde ese día, al final de cada jornada, pasaba por la banca a comprar alguna hortaliza, aunque era evidente que no lo necesitaba con urgencia.

Una tarde, la lluvia cayó con tal furia que el techo de mi cuarto empezó a gotear por todos lados. Tomaso apareció, me vio encogida bajo una manta y sugirió:

— Ven a mi casa por unos días. Allí no hay filtraciones. Vivo solo (vivo solo).

Me puse tensa, pero el agotamiento era tanto que acepté. Él actuó con extrema cortesía y respeto, nunca cruzando ninguna línea. Compartíamos la misma vivienda, pero no el mismo lecho. Preparaba el ragù (salsa tradicional) y el arroz, administraba los escasos recursos; yo lavaba y secaba su ropa. La convivencia se instaló de manera espontánea.

Una semana. Luego dos.

Cierta noche, mientras ponía la mesa para la cena, dudó un instante y me propuso:

— Sé que tu pasado fue difícil… No tengo bienes ni riqueza… pero, si eso no es un obstáculo… ¿quieres ser mi moglie (esposa)?

Me quedé muda. Una parte de mí gritaba que dijera que no — las cicatrices aún estaban frescas; sin embargo, otra parte ansiaba un verdadero hogar. Al final, asentí.

La unión fue modesta, en el Municipio (registro civil): unas cuantas bandejas de comida, pocos colegas de oficio. No hubo velo ni adornos florales. Llevé el viejo vestido de mi madre; el anillo de bodas fue forjado por Tomaso a partir de una pulsera de plata que fundió, un gesto de pura arte povera (arte pobre, en el sentido de sencillez).

Tras la ceremonia, la vida se volvió sorprendentemente sencilla. Tomaso seguía en la obra, levantándose al alba para dejarme el caffè y el arroz con caldo listos antes de irse. Yo cultivaba hortalizas y las vendía en el mercado. Nunca levantó la voz, se abstenía del alcohol y de los juegos. Al volver de noche, sus únicas preguntas eran:

— ¿Ya comiste?
— ¿Estás cansada?
— ¿Alguien te ofendió?

Empecé a sentirme esencial — no por la capacidad de dar hijos, sino porque, finalmente, alguien me consideraba valiosa.

Hasta que, un día cualquiera, mientras limpiaba la casa, descubrí una caja de madera escondida bajo nuestro catre.

Curiosa, levanté la tapa.

Dentro había fotografías amarillentas: Tomaso sonriente al lado de una mujer, un hijo pequeño en brazos. Cartas dobladas, llenas de promesas de amor eterno.

Mi corazón se detuvo por un instante, pero enseguida no llegó la desesperación que temía. Llegó la claridad.

Una vez más, estaba frente a la misma lección: no podía depositar mi valor en las manos de ningún hombre.

Cuando él llegó, me limité a decir con calma:
— Ya tienes una historia. Yo necesito escribir la mía.

A la mañana siguiente, preparé mis cosas, y por primera vez salí de una casa no como quien es expulsada, sino como quien elige marcharse.

Me quedé en el pueblo. Transformé la pequeña banca de verduras en una tienda viva y colorida, donde los vecinos venían no solo a comprar, sino a conversar, reír, compartir sus penas. Cada día me sentía menos “la mujer rechazada” y más “la mujer que construyó algo por sí misma”.

Descubrí el placer de despertar sin miedo, de tener mi propio dinero en el bolsillo, de mirar al espejo y reconocer no las cicatrices, sino la fuerza que me habían dado.

Y una tarde soleada, mientras cerraba la tienda, un pensamiento sencillo me atravesó como un rayo de alegría:

“No estoy sola. Estoy conmigo. Y eso, al fin, es suficiente.”

Sonreí — y, por primera vez, aquella sonrisa era solo mía.