El Destino Sellado por el Fuego: La Historia de Miriana y el Duque de Verdan

“No eres más que una maldición andante. ¡Sal de mi propiedad ahora mismo, antes de que ordene a los capataces hacer lo que deberían haber hecho hace mucho tiempo!” La voz del hacendado retumbó como un trueno en el porche, mientras Miriana sentía que el suelo se hundía bajo sus pies descalzos.

Era el año 1852, en una región del interior de Brasil, donde las plantaciones de caña de azúcar se extendían como verdes cicatrices sobre la tierra roja. El sol de aquella tarde castigaba sin piedad, reflejándose en los ojos de hombres que creían poseer no solo tierras, sino almas. La esclavitud era la ley, la desigualdad era el aire que se respiraba. Y Miriana dos Santos, a sus 27 años, conocía cada centímetro de esa injusticia grabada en su propia piel.

Estaba de pie ante la Casa Grande, con los hombros encorvados, no por el peso del trabajo, sino por la humillación que caía sobre ella como lluvia ácida. Su cabello oscuro y rizado estaba recogido en un moño improvisado, con algunos mechones rebeldes pegados a su frente sudorosa. La delgada cicatriz que descendía desde su ceja izquierda hasta su mejilla parecía latir, como si el recuerdo de cómo la había recibido estuviera tan vivo como el momento actual.

“Yo no hice nada, señor,” murmuró ella, su voz firme a pesar del miedo que le oprimía el pecho. “Siempre serví con lealtad.”

“¿Lealtad?” El hacendado escupió la palabra como veneno. “Desde que viniste a cuidar de mi hija, la niña se enfermó. Fiebre, delirios, casi se muere. ¡Has traído la mala suerte a mi casa!”

Miriana apretó los puños. No era la primera vez que la culpaban por desgracias ajenas. Ser negra, ser esclava, ser mujer, era cargar un triple fardo en una sociedad que adoraba encontrar chivos expiatorios para su propia crueldad. Ella sabía que la niña no había enfermado por sus manos; la pequeña había comido fruta estropeada dejada al sol por descuido de la cocinera, pero nadie se atrevería a acusar a una mujer blanca y libre.

“¡Vete!”, gritó la esposa del hacendado, apareciendo en la puerta con el rostro crispado por el odio. “Y que Dios tenga misericordia de tu alma maldita.”

Miriana no respondió. Se dio la vuelta lentamente, sintiendo la mirada de los demás esclavos clavada en su espalda. Ellos no podían ayudarla, apenas podían ayudarse a sí mismos. Caminó hacia la verja de hierro de la hacienda, cada paso una despedida silenciosa de la única vida que había conocido. No llevaba más que la ropa raída puesta y un pequeño hatillo con un trozo de pan duro y una taza de hojalata abollada. El camino de tierra se extendía ante ella como una sentencia. ¿A dónde ir? No tenía familia, ni nombre aparte del que le habían dado al nacer, ni derechos, ni papeles, ni futuro; solo el camino y el cielo que comenzaba a oscurecer, teñido de naranja y violeta mientras el sol moría en el horizonte.

Miriana caminó durante horas. Sus pies sangraban, pero apenas sentía el dolor. Su mente estaba distante, perdida en recuerdos de una infancia que nunca fue tal. Recordaba mecer a niños blancos mientras su propia madre trabajaba en los cañaverales hasta que no le quedaban fuerzas para regresar. Recordaba susurros nocturnos sobre fugas, sobre quilombos distantes, sobre una libertad que parecía tan imposible como tocar las estrellas.

La noche cayó por completo. La luna, redonda y plateada, iluminaba débilmente el camino. Miriana comenzó a sentir el agotamiento apoderarse de cada músculo. Hambre, sed, desesperación: todo se mezclaba en una niebla que nublaba su visión. Tropezó con una raíz expuesta, cayó de rodillas en la tierra e intentó levantarse, pero sus fuerzas la abandonaron.

Fue entonces cuando oyó pasos pesados, medidos, de alguien que no tenía prisa. Miriana levantó la vista y vio la silueta de un hombre alto, vestido con ropas oscuras que lo hacían parecer parte de la noche misma. Se detuvo a unos metros, observándola con una expresión que ella no podía descifrar en la penumbra.

“Estás herida,” dijo él, con una voz grave y sorprendentemente suave.

Miriana no respondió. No confiaba en la amabilidad de los hombres, y mucho menos de los hombres que vestían ropas caras.

“Mi nombre es Ronaldo Montclla de Verdane. Estas tierras pertenecen a mi ducado,” continuó, dando un paso adelante. La luz de la luna finalmente reveló su rostro: cabello castaño oscuro, ligeramente ondulado, barba de pocos días, ojos verde grisáceos que parecían cargar un peso invisible. “Necesitas ayuda.”

“No necesito nada de nadie,” murmuró Miriana, aunque sabía que mentía.

El Duque Ronaldo inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera evaluando algo en ella más allá de su apariencia miserable. Le tendió la mano. “Ven conmigo. Puedes pasar la noche en el caserón. Mañana decidiremos qué hacer.”

Miriana miró la mano extendida como si fuera una trampa. Los hombres poderosos no ofrecían ayuda sin esperar algo a cambio. Pero la alternativa era morir allí sola, al borde de ese camino olvidado por Dios y por los hombres. Dudando, aceptó la mano del Duque, y en el momento exacto en que sus dedos tocaron los de él, Miriana sintió algo extraño recorrer su cuerpo. No era solo el alivio de ser salvada de la muerte; era algo más profundo, más inquietante, como si ese encuentro no fuera casualidad, como si el destino hubiera tramado cada paso que la había llevado hasta allí.

El Duque Ronaldo la ayudó a levantarse con una delicadeza que la confundió aún más. No la jaló con fuerza, no la trató como un objeto, sino como si fuera frágil, humana. “¿Puedes caminar?” preguntó con genuina preocupación en su voz. Miriana asintió, aunque apenas podía mantenerse en pie. El Duque, dándose cuenta de su dificultad, hizo algo completamente inesperado: se quitó su propia capa y la colocó sobre los hombros de ella. La tela era pesada, cálida, olía a tabaco y a algo que ella no podía identificar; olía a seguridad.

Caminaron en silencio por el camino que conducía al caserón. Miriana observaba al Duque de reojo, tratando de entender quién era ese hombre. Ronaldo Montclla de Verdane, uno de los nobles más poderosos de la región. ¿Qué hacía él solo por la noche, vagando por sus propias tierras como un fantasma?

Cuando el caserón apareció entre los árboles, Miriana contuvo la respiración. Era inmenso, majestuoso, con ventanas altas que reflejaban la luz de la luna como ojos vacíos. Pero algo andaba mal. Las ventanas estaban oscuras, no había movimiento, ni criados, ni señal de vida aparte de ellos dos.

El Duque abrió la puerta principal e hizo un gesto para que ella entrara. Miriana dudó en el umbral, con el corazón latiendo desbocado. Cruzar esa puerta era cruzar una frontera invisible entre su vida como esclava y algo completamente desconocido.

“No temas,” dijo Ronaldo. Y por primera vez, ella detectó algo en su voz: tristeza. Una tristeza tan profunda que parecía capaz de tragarse el mundo entero.

Miriana entró, y en el momento en que sus pies tocaron el suelo de mármol del hall, oyó un susurro proveniente de las sombras, una voz femenina, fría como el hielo. “¿Quién anda ahí?” La voz resonó de nuevo, esta vez más cerca, y una figura emergió de las sombras del pasillo lateral. Era una mujer anciana, encorvada por la edad, vestida con la ropa sencilla de una criada. Sus ojos pequeños y desconfiados se fijaron inmediatamente en Miriana, recorriendo cada detalle de su miserable apariencia con una mezcla de sorpresa y reprobación.

“Matilde, esta joven necesita una habitación y cuidados,” dijo el Duque Ronaldo, con voz firme pero sin agresividad. “Proporciónale algo caliente para comer y prepara la habitación del segundo piso, la que está cerca de la biblioteca.”

La anciana criada abrió la boca, claramente a punto de protestar, pero algo en la mirada del Duque la hizo callar. Hizo una reverencia rígida y apresurada, lanzando una última mirada penetrante a Miriana antes de desaparecer por los oscuros corredores del caserón.

Miriana permaneció inmóvil en el hall, sintiéndose completamente fuera de lugar. El suelo de mármol bajo sus pies sucios y descalzos parecía gritar su inadecuación. Las altísimas paredes, decoradas con retratos de nobles de mirada severa, parecían juzgarla en silencio. Apretó los puños dentro de la capa que el Duque le había prestado, tratando de controlar el temblor que comenzaba a apoderarse de su cuerpo. No era solo el frío, era el miedo a lo desconocido.

“Ven,” dijo Ronaldo, comenzando a subir la escalera de madera tallada que dominaba el centro del hall. “Estás exhausta, necesitas descansar.”

Miriana lo siguió, cada escalón crujiendo suavemente bajo sus pies. Observaba todo con los ojos muy abiertos. Jamás había estado dentro de una construcción tan grandiosa. La hacienda donde había vivido tenía una Casa Grande, sí, pero nada comparable a aquello. Aquel lugar era un palacio y ella, una intrusa.

Llegaron al segundo piso. El Duque caminó por un pasillo apenas iluminado por unas pocas velas ya casi consumidas, hasta que se detuvo ante una puerta de madera oscura. La abrió, revelando una habitación sencilla, pero infinitamente más cómoda que cualquier lugar donde Miriana hubiera dormido. Había una cama con sábanas limpias, una pequeña ventana con pesadas cortinas, una cómoda antigua y una palangana con agua.

“Puedes usar lo que necesites,” dijo Ronaldo, de pie en el umbral. “Matilde te traerá comida pronto.”

Miriana entró en la habitación lentamente, como si temiera que todo fuera a desaparecer si hacía algún movimiento brusco. Se giró para agradecer, pero las palabras murieron en su garganta al ver la expresión del Duque. Él miraba la habitación con una tristeza tan profunda que parecía capaz de partir piedras. Sus ojos verde grisáceos estaban fijos en la cama vacía, y él tocaba inconscientemente el anillo de oro que llevaba en el dedo anular izquierdo.

“Esta era la habitación de mi hija,” murmuró, más para sí mismo que para Miriana. “Tenía ocho años, cabello castaño, ojos iguales a los míos… se reía de todo, absolutamente de todo.”

Miriana sintió un nudo en el pecho. El dolor en la voz de aquel hombre era palpable, real, devastador. “¿Qué le pasó?”, preguntó suavemente, sabiendo que tal vez no debería, pero incapaz de contener la pregunta.

Ronaldo cerró los ojos por un momento. Cuando los volvió a abrir, estaban aún más sombríos. “Un incendio hace seis meses se llevó a mi esposa, a mi hija y a mi hijo de apenas tres años. Yo estaba aquí, pero no pude salvarlos. El fuego se extendió tan rápido… cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde.” Su voz se quebró en la última palabra. El silencio que siguió fue pesado, cargado de un luto que parecía haberse infiltrado en las propias paredes de aquel caserón.

Miriana no supo qué decir. Las palabras parecían insignificantes ante una pérdida tan devastadora. “Descansa,” dijo el Duque finalmente, su voz recuperando el tono controlado de antes. “Mañana hablaremos.” Salió, cerrando la puerta suavemente tras de sí.

Miriana se quedó sola en la habitación que había pertenecido a una niña muerta. Se sentó en el borde de la cama, con las manos temblando. Miró a su alrededor y notó pequeños detalles que Ronaldo probablemente no tuvo valor de quitar: un caballito de madera sobre la cómoda, un lazo de cinta azul colgando del espejo, una muñeca de trapo caída en la esquina como si estuviera esperando que alguien volviera a buscarla. Las lágrimas le quemaron los ojos. Ella conocía el dolor, conocía la pérdida. Pero había algo en el dolor de aquel Duque que la tocaba de manera diferente. Tal vez porque, por primera vez, veía a un hombre poderoso completamente roto, despojado de su armadura de nobleza y reducido a lo que realmente era: solo un padre que lo había perdido todo.

Matilde entró poco después, llevando una bandeja con sopa humeante y pan fresco. Dejó todo sobre la cómoda con movimientos bruscos, dejando claro su desagrado por la presencia de Miriana. “El Duque se está volviendo loco,” refunfuñó la anciana sin mirar directamente a Miriana, “trayendo extraños a la casa. ¡Y encima una…!” Se interrumpió, pero el desprecio era evidente en cada arruga de su rostro. Miriana no respondió. No valía la pena. Conocía bien ese tipo de hostilidad. Matilde salió dando un portazo.

Miriana comió en silencio, cada cucharada de sopa calentando no solo su cuerpo, sino algo más profundo. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía solo miedo; sentía curiosidad. ¿Quién era realmente el Duque Ronaldo Montclla de Verdane? ¿Por qué un hombre de su poder y posición se preocupaba por una esclava expulsada encontrada al borde del camino?

Terminó de comer y se acostó en la cama, hundiéndose en un colchón blando por primera vez en su vida. El sueño debería haber llegado fácilmente, pero no fue así. Su mente estaba agitada, llena de preguntas sin respuesta. Fue entonces cuando escuchó, proveniente de algún lugar distante del caserón, un sonido amortiguado, casi imperceptible. Miriana se sentó en la cama, con el corazón acelerado, y prestó atención. Era el sonido de alguien llorando, un llanto masculino, profundo, desgarrador; el sonido de un hombre que finalmente permitía que sus muros se derrumbaran en la soledad de la noche.

El Duque Ronaldo estaba llorando, y Miriana, acostada en la habitación que había pertenecido a su hija, sintió que algo cambiaba dentro de sí. Una conexión que no podía explicar, una comprensión silenciosa de que ambos eran, cada uno a su manera, supervivientes de tormentas que los habían dejado destrozados. Pero había algo más, algo que ella aún no entendía completamente. ¿Por qué el Duque mantenía esa habitación intacta? ¿Por qué vagaba solo por la noche en sus tierras? Y lo más importante, ¿qué había sucedido realmente la noche de aquel incendio? Miriana cerró los ojos, pero el sueño no llegó, porque en algún lugar profundo de su conciencia, una voz le susurraba que aquel caserón guardaba secretos.

Los días siguientes trajeron una extraña rutina para Miriana. El Duque Ronaldo insistió en que se quedara en el caserón para recuperarse. Matilde, a regañadientes, se encargaba de sus necesidades básicas, siempre con esa mirada cargada de desaprobación. Miriana intentaba hacerse útil, pero el Duque rechazaba cualquier oferta de trabajo. “No estás aquí para servir,” le decía cada vez que la encontraba tratando de limpiar algo u organizar la biblioteca. “Estás aquí para recuperarte.” Esas palabras confundían profundamente a Miriana. Nunca había conocido un mundo donde su existencia no estuviera definida por el trabajo. No saber qué hacer consigo misma era casi tan angustiante como la esclavitud.

Las conversaciones entre ellos comenzaron tímidamente. Ronaldo tenía la costumbre de pasear por la biblioteca al atardecer, y Miriana descubrió que le gustaba observar los libros, aunque no supiera leer la mayoría de ellos. Así comenzaron a compartir ese espacio. Él a veces leía en voz alta poemas, fragmentos de filosofía, historias antiguas, y ella escuchaba, absorbiendo cada palabra como si fueran gotas de agua en un desierto.

“¿Alguna vez has pensado en aprender a leer?” preguntó él una tarde, cerrando un volumen con cubierta de cuero gastado.

Miriana desvió la mirada, sintiendo la familiar vergüenza quemarle las mejillas. “Los esclavos no aprenden a leer, señor.”

“No eres más una esclava. No, aquí,” respondió Ronaldo con una firmeza que la hizo levantar los ojos hacia él. “Y mi nombre es Ronaldo. No tienes que llamarme señor.”

El corazón de Miriana latió más rápido. Había algo peligroso en esa declaración, algo que desafiaba todas las reglas de un mundo construido sobre jerarquías rígidas. Pero cuando sus ojos se encontraron con los de él, vio solo sinceridad, una sinceridad que la asustaba tanto como la atraía.

Fue en la tercera semana cuando la sociedad comenzó a darse cuenta. La Baronesa Clarette Duval, una mujer de belleza gélida y ambiciones transparentes, apareció sin previo aviso para una visita. Miriana estaba en la biblioteca cuando escuchó la voz aguda y controlada resonar en el hall.

“Ronaldo, querido, ha pasado tanto tiempo. Vine a ver cómo estás.”

La Baronesa entró en el caserón como si fuera su dueña, su vestido azul turquesa susurrando con cada paso calculado. Miriana se encogió instintivamente detrás de una estantería, no queriendo ser vista, pero fue inútil. Los ojos azules cristalinos de Clarette la encontraron de inmediato, entrecerrándose con una mezcla de sorpresa y desprecio.

“Pero, ¿quién es esta criatura?” preguntó la Baronesa, pronunciando la última palabra como si fuera un insulto.

Ronaldo, que había salido al encuentro de Clarette, se giró y vio a Miriana. Algo cruzó su rostro: protección, determinación. “Ella es Miriana. Está bajo mi protección,” dijo él, con voz cortante como una cuchilla.

“¿Bajo tu protección?” Clarette levantó una ceja perfectamente dibujada, una sonrisa venenosa curvando sus labios pintados. “Mi querido Duque, no puedes estar hablando en serio. ¿Una esclava dentro de tu casa? ¿Qué va a pensar la gente?”

“No me importa lo que piense la gente,” replicó Ronaldo, cruzando los brazos.

La Baronesa soltó una risa artificial y calculada. “Debería importarte. Tu reputación, tu título, todo puede ser destruido por una decisión imprudente como esta.” Caminó lentamente hacia Miriana, estudiándola como si fuera un objeto curioso en un escaparate. “Es bonita, lo admito, para alguien de su condición, pero eso no cambia lo que es.”

Miriana sintió que la rabia subía como lava en su pecho, pero permaneció en silencio. Conocía su lugar. Sabía que reaccionar sería desastroso.

“Clarette, esta conversación ha terminado,” dijo Ronaldo, con su voz baja y peligrosa. “Agradezco tu visita, pero tengo asuntos que atender.”

La Baronesa sonrió, pero sus ojos eran de hielo puro. “Claro, querido, pero piensa en lo que te dije. La gente ya está hablando, y cuando la gente habla, vienen las consecuencias.” Lanzó una última mirada envenenada a Miriana antes de irse, dejando un rastro de perfume caro y amenazas implícitas.

Esa noche, Miriana no pudo dormir. Las palabras de Clarette resonaban en su mente: La gente ya está hablando. Sabía lo que eso significaba. Sabía que su presencia allí ponía al Duque en riesgo y, por primera vez desde que había llegado a aquel caserón, consideró seriamente marcharse. Estaba sentada junto a la ventana de su habitación, mirando la luna llena que iluminaba los jardines, cuando escuchó un suave golpe en la puerta.

“Adelante,” dijo ella, sorprendida.

Ronaldo abrió la puerta lentamente. Estaba descalzo, vistiendo solo una camisa blanca parcialmente abierta y pantalones oscuros. Su cabello estaba revuelto, como si se hubiera pasado las manos por él repetidamente.

“No podía dormir,” admitió, de pie en el umbral, como si no estuviera seguro de si debía entrar. “Sigo pensando en lo que dijo Clarette… sobre la gente hablando.”

“Tiene razón,” dijo Miriana, con la voz firme a pesar del nudo en el pecho. “No debería estar aquí. Estoy poniéndole en peligro.”

“Ronaldo,” la corrigió él suavemente, dando un paso dentro de la habitación. “Y no me estás poniendo en peligro. Yo elegí traerte aquí. Fue mi decisión.”

“¿Pero por qué?” La pregunta salió más fuerte de lo que Miriana pretendía. “¿Por qué te importa lo que me pase? No soy nada, nadie.”

Ronaldo caminó hasta detenerse frente a ella, sus ojos verde grisáceos brillando a la luz de la luna. Extendió la mano lentamente, como quien teme asustar a un pájaro herido, y tocó el rostro de Miriana con una delicadeza que la hizo contener la respiración.

“No eres nadie,” murmuró él, con voz ronca y cargada de una emoción que claramente luchaba por controlar. “Me has recordado que todavía estoy vivo, que todavía puedo sentir algo además de dolor. Y eso… eso lo es todo.”

El corazón de Miriana latía tan fuerte que estaba segura de que él podía oírlo. Algo estaba sucediendo allí, en aquella habitación iluminada por la luna, algo prohibido, peligroso y completamente inevitable. Ronaldo se inclinó lentamente, sus ojos buscando permiso en los de ella. Y cuando Miriana no se apartó, cuando sus ojos se cerraron en anticipación, él rozó sus labios con los de ella, un beso suave, casi reverente, que duró solo un segundo, pero que lo cambió todo.

Cuando se separaron, ambos temblaban. “Esto es una locura,” susurró Miriana, con lágrimas brillando en sus ojos.

“Lo sé,” respondió Ronaldo, apoyando su frente en la de ella, “pero no puedo parar.”

Fue en ese momento cuando escucharon el sonido de pasos apresurados en el pasillo. La puerta se abrió violentamente y Matilde entró, con el rostro pálido de terror.

“Señor, hay un grupo de hombres en los portones. Dicen que han venido a buscar a la esclava fugitiva.”

La sangre se heló en las venas de Miriana. ¡Esclava fugitiva! Las palabras resonaron en su mente como una sentencia de muerte. Ella no había huido, había sido expulsada, pero eso no importaba. Para la ley, para esa sociedad cruel, ella era propiedad, y la propiedad no tenía derecho a elegir dónde quedarse.

Ronaldo se giró de inmediato hacia Matilde, su postura cambiando de hombre enamorado a Duque autoritario en un instante. “¿Cuántos hombres?”

“Cinco, señor, armados. Dicen que tienen documentos que prueban que pertenece a la Fazenda Santa Rita,” respondió la anciana criada, con la voz temblando.

“La hacienda de donde me expulsaron,” murmuró Miriana, el miedo apoderándose de cada fibra de su ser. “Han venido a por mí.”

Ronaldo tomó su mano con firmeza, sus ojos ardiendo con determinación. “Nadie te llevará de aquí. No lo permitiré.”

“Pero, señor, tienen la ley de su lado,” insistió Matilde, visiblemente aterrorizada. “Si se resiste, podría perderlo todo. Su título, sus tierras, su posición… ¡No vale la pena arriesgarlo todo por una…!”

“Cuidado con sus próximas palabras,” cortó Ronaldo, con la voz fría como el acero. “Ve y dile a los hombres que bajen inmediatamente. Y ordena que llamen a mi abogado, ahora mismo.” Matilde salió corriendo.

Miriana tiró de su mano, tratando de apartarse de Ronaldo. “No puede hacer esto. No puede arruinarse por mi culpa. Iré con ellos. Es mi destino.”

“¿Tu destino?” Ronaldo le sostuvo el rostro con ambas manos, obligándola a mirarle a los ojos. “Tu destino es ser libre, y yo me encargaré de eso, aunque sea lo último que haga.”

Bajaron juntos. El hall del caserón parecía aún más imponente esa noche, con las sombras danzando en las paredes y un silencio pesado como el plomo. Ronaldo mantuvo a Miriana parcialmente oculta detrás de él, protector como un león custodiando a su cría.

Los cinco hombres entraron con arrogancia. El líder, un sujeto grueso con bigotes poblados y ojos pequeños y crueles, portaba un documento amarillento. “Duque Montclla, con todo respeto, hemos venido a buscar propiedad de la Fazenda Santa Rita. Esta esclava,” señaló a Miriana, “fue expulsada, pero legalmente sigue perteneciendo al señor hacendado. Aquí tenemos los papeles que lo demuestran.”

“Muéstrenmelos,” exigió Ronaldo, extendiendo la mano.

El hombre le entregó el documento con una sonrisa presuntuosa. Ronaldo leyó atentamente, su rostro permaneciendo impasible, pero Miriana vio sus ojos entrecerrarse ligeramente al llegar a una parte específica del texto.

“Este documento,” dijo Ronaldo lentamente, con voz controlada pero peligrosa, “afirma que Miriana dos Santos es propiedad registrada hace 27 años.”

“Exactamente,” confirmó el hombre grueso.

“Entonces, explíquenme una cosa,” continuó Ronaldo, girando el papel para que todos pudieran verlo. “¿Por qué la fecha de registro es de hace solo seis años? Si ella tiene 27 años y nació en la hacienda, el registro debería tener también 27 años.”

El silencio que siguió fue sepulcral. El hombre palideció ligeramente, intercambiando miradas nerviosas con sus compañeros. “Debe ser un error de transcripción,” balbuceó.

“¿Error de transcripción?” Ronaldo dio un paso adelante, su presencia dominando completamente el espacio. “¿O será que este documento fue falsificado recientemente? ¿Han venido aquí con papeles falsos intentando robar a una mujer libre?”

“¡Ella no es libre!” explotó el hombre, perdiendo la compostura. “Es una esclava, siempre lo ha sido. No importa lo que digan esos papeles…”

“¡Claro que importa!” dijo una voz femenina que venía de la entrada.

Todos se giraron. La Baronesa Clarette estaba allí, envuelta en una capa de terciopelo negro, con una sonrisa triunfante en los labios y, junto a ella, para horror de Miriana, estaba el propio hacendado de Santa Rita.

“Qué conveniente,” dijo Clarette, caminando lentamente hacia el centro del hall. “Llego justo a tiempo para el espectáculo.”

“¿Qué estás haciendo aquí, Clarette?” preguntó Ronaldo, pero había una tensión nueva en su voz.

“Trayendo la verdad a la luz, mi querido Duque,” respondió ella, sacando un sobre sellado de su capa. “Verás, mientras tú estabas ocupado jugando al héroe con tu esclava, yo estaba investigando. Y descubrí algo muy interesante.” Abrió el sobre y sacó varias hojas de papel. Se las tendió a Ronaldo con un gesto teatral. “¿Reconoces esta caligrafía?”

Ronaldo tomó los papeles y Miriana vio cómo el color se drenaba de su rostro. Sus manos comenzaron a temblar ligeramente. “¿Dónde conseguiste esto?” susurró él, con la voz quebrada.

“En la casa del jefe de bomberos que investigó el incendio de tu familia,” respondió Clarette, y su sonrisa era pura crueldad. “Cartas. Varias cartas escritas por tu difunta esposa.” El mundo pareció detenerse.

Ronaldo miraba fijamente los papeles en sus manos, y Miriana podía ver lágrimas brillando en sus ojos. “¿Qué dicen estas cartas?” preguntó él, aunque parecía temer la respuesta.

Clarette se acercó, su voz baja y venenosa. “Dicen que tu esposa planeaba dejarte, que estaba teniendo un romance, que pretendía llevarse a los niños. Y lo que es más interesante,” hizo una pausa dramática, “dicen que temía por su vida, que tenías accesos de ira, que ella creía que eras capaz de… bueno, cosas terribles.”

“¡Eso es mentira!” rugió Ronaldo, arrugando los papeles en sus manos.

“¿Lo es?” Clarette inclinó la cabeza. “¿Entonces por qué el incendio comenzó exactamente en su habitación? ¿Por qué todas las puertas estaban cerradas con llave por fuera? ¿Y por qué tu coartada de aquella noche nunca fue completamente confirmada?”

Miriana sintió que el suelo se desvanecía. Miró a Ronaldo, buscando una negación, buscando cualquier cosa que probara que aquello era mentira. Pero lo que vio en su rostro fue algo mucho peor: culpa, duda, miedo.

“Yo no estaba allí,” susurró él, más para sí mismo que para nadie. “Juro que no estaba allí.”

“Pero querías estarlo, ¿verdad?” continuó Clarette, implacable. “Descubriste su aventura, sus planes de fuga… y cuando regresaste de aquel viaje, encontraste a tu familia muerta. Demasiado conveniente, ¿no crees?”

“¡Basta!” gritó Miriana, incapaz de soportarlo más. “Ustedes no saben nada. Él es un hombre bueno.”

Clarette se rió, un sonido helado y cruel. “Bueno. Una esclava defendiendo a un posible asesino. Qué conmovedor.” Se giró hacia los hombres armados. “Lleváosla. Y en cuanto a ti, Duque,” miró a Ronaldo con desprecio, “prepárate, porque mañana toda la sociedad sabrá lo que realmente ocurrió la noche de aquel incendio.”

Los hombres armados avanzaron hacia Miriana, pero ella no retrocedió. Su corazón latía desbocado, pero algo más grande que el miedo la dominaba ahora: era certeza, una certeza profunda e inquebrantable de que Ronaldo era inocente.

“Esperen,” dijo ella, con voz firme y clara, cortando la tensión en el aire. “¿Esas cartas? ¿Puedo verlas?”

Clarette se rió con desdén. “Una esclava analfabeta quiere ver cartas. ¿Para qué fingir que entiendes?”

“No sé leer muchas palabras,” admitió Miriana, caminando lentamente hacia Ronaldo. “Pero sé reconocer algunas cosas, cosas que personas como usted nunca han necesitado aprender.” Tomó los papeles de las manos temblorosas de Ronaldo y los examinó cuidadosamente. Sus dedos recorrieron la textura del papel, acercó las hojas a su nariz, sintiendo el olor. Sus ojos, entrenados por años de trabajo meticuloso en haciendas, observaron cada detalle.

“Este papel,” dijo finalmente, “no tiene más de tres meses. Trabajé en una hacienda donde fabricábamos papel artesanal. Conozco cada etapa del proceso. El papel genuinamente antiguo tiene un olor característico, una textura específica, manchas de humedad y tiempo. Este de aquí está demasiado limpio, demasiado fresco.”

El silencio en el hall era absoluto. Todos los ojos estaban fijos en ella.

“Y hay más,” continuó Miriana, con la voz cobrando fuerza. “La tinta. Miren qué uniforme está, sin desvanecerse. La tinta de verdad, después de meses, pierde intensidad en los bordes de las letras. Esta no ha perdido nada.” Se volvió hacia Clarette, sus ojos ardiendo. “Estas cartas son falsas, tan falsas como los documentos que trajeron estos hombres para llevarme.”

Clarette palideció, pero mantuvo una sonrisa forzada. “Absurdo. La palabra de una esclava contra… contra evidencias.”

“La palabra de una esclava contra evidencias,” resonó una nueva voz desde la entrada. Un hombre anciano, vestido con ropas sobrias pero claramente caras, entró apoyado en un bastón. Su cabello blanco brillaba a la luz de las velas y sus penetrantes ojos azules recorrieron a cada persona presente.

“Dr. Henrique Tavares,” se presentó, inclinándose levemente ante Ronaldo. “Le pido disculpas por la hora, Duque. Matilde me ha llamado con urgencia.”

“Dr. Tavares, qué honor,” dijo Ronaldo, con voz aún temblorosa pero esperanzada. “Usted fue el médico de mi familia.”

“Lo fui, y estuve presente la noche del incendio,” confirmó el médico, con expresión grave. “Vine tan pronto como supe que estaban levantando acusaciones infames contra usted.” Caminó hasta el centro del hall, su presencia imponiendo respeto inmediato. “Yo estuve en este caserón la noche del incendio. Fui llamado porque la hija del Duque tenía fiebre. Llegué alrededor de las ocho de la noche y no me fui hasta pasada la medianoche, cuando la niña mejoró.” Hizo una pausa, sus ojos fijos en Clarette. “El Duque Ronaldo estuvo conmigo en todo momento. Hablamos largamente sobre la salud de la niña. Él jamás salió de este caserón. Y el incendio comenzó en una de las alas de servicio, no en la habitación de la Duquesa, como alguien aquí mintió deliberadamente.”

Clarette dio un paso atrás, su rostro contorsionado por la rabia y el miedo. “Eso no prueba nada. Él pudo haber contratado a alguien para…”

“¡Basta, Clarette!” dijo Ronaldo, su voz finalmente recuperando su fuerza. “Tú falsificaste esas cartas, pagaste a esos hombres para que trajeran documentos falsos. Todo esto porque no aceptas que no tengo interés en casarme contigo.”

La Baronesa enrojeció de furia. “Te arrepentirás de esto, Ronaldo. ¿Elegir a una esclava en lugar de a mí? La sociedad te destruirá.”

“Pues que me destruya,” respondió él, girándose hacia Miriana y tomando su mano. “Porque finalmente he entendido algo. Títulos, posición, riqueza… nada de eso vale nada si no puedo vivir con honestidad. Y honestamente, Miriana me ha recordado lo que es ser humano otra vez.”

El Dr. Tavares sonrió discretamente. “En cuanto a los documentos falsos,” dijo, dirigiéndose a los hombres armados. “Sugiero que se marchen inmediatamente antes de que llame a las autoridades. Falsificar documentos es un delito grave.”

Los hombres retrocedieron apresuradamente, el líder tropezando con su propia capa. En minutos habían desaparecido en la noche. Clarette, derrotada pero aún intentando mantener algo de dignidad, levantó la barbilla. “Has cometido un error esta noche, Ronaldo. Un error que te costará todo,” dijo antes de salir dando un portazo.

Cuando finalmente se quedaron solos, Ronaldo abrazó a Miriana con fuerza. Ella sintió cómo el cuerpo de él temblaba, todo el miedo y la tensión finalmente liberados. “Me salvaste,” susurró él contra su cabello. “Salvaste mi honor, mi verdad. ¿Cómo puedo agradecértelo?”

“Prometiéndome que me vas a enseñar a leer,” respondió Miriana, levantando la vista. La promesa de conocimiento era la llave de la libertad.

Ronaldo sonrió, una sonrisa genuina, la primera que Miriana le veía. “Es una promesa, Miriana. Y a partir de hoy, aquí no hay esclava, solo una mujer libre que va a aprender a leer.” Él miró los papeles arrugados que habían provocado el caos. “Y que, sin saber leer, ha demostrado más inteligencia y discernimiento que todos los nobles de esta región.”

El sol se levantaba sobre el Engenho de Verdane. Miriana, de pie junto a Ronaldo en el hall, sintió el peso de la capa del Duque en sus hombros. El futuro no sería fácil. La sociedad los juzgaría. Pero por primera vez, Miriana tenía un nombre, un lugar, una persona que la protegía, y una promesa: el conocimiento, la única posesión que nadie podría arrebatarle jamás.