La fotografía descansaba en la sección de iconografía de la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro desde 1952, catalogada con el código IOF 1888087. Durante décadas, nadie le había prestado una atención especial. Era una imagen mas de la élite cafetera del Valle del Paraíba Fluminense, un conde europeo, posiblemente portugués in italiano, rodeado de figuras que el registro manuscrito antiguo identificaba simplemente como sus empleados.

En marzo de 2019, la restauradora Cecília Fonseca fue asignada para digitalizar y restaurar parte del acervo fotográfico del siglo XIX. Formada en conservación de bienes culturales, con casi veinte años de experiencia lidiando con daguerrotipos, albúminas y negativos de vidrio, nada había preparado a Cecília para el hallazgo que haría esa mañana huymeda de otoño.

La imagen medía 18 por 24 centímetros, montada sobre un cartón rígido con bordes dorados ya desvanecidos. La emulsión de albúmina presentaba microfisuras tipicas de la oxidación química y el tono sepia era irregular. En el reverso, una anotación en tinta ferrogálica, casi ilegible: “Fazenda Santa Cecília, Vale do Paraíba. Abril de 1888.” Cecília posicionó la fotografía bajo el escaner de alta resolución, ajustó las lentes macroscópicas e inició la captura a 1200 DPI.

En la pantalla del ordenador, los píxeles comenzaron a revealar texturas invisibles al ojo desnudo: los hilos del traje del conde, la veta de la madera del fondo, los rostros de las personas retratadas. Y fue entonces cuando lo vio. En el margen izquierdo de la composición, parcialmente cortada por el encuadre, había una mujer negra. Llevaba un vestido oscuro, simple, sin adornos, y un pañuelo blanco amarrado a la cabeza, el turbante característico de las mujeres esclavizadas. Su cuerpo estaba ligeramente inclinado hacia afuera del cuadro, como si intentionara salir de la escena o como si hubiera sido colocada allí en el último instante, casi por accidente.

Pero eran los ojos lo que captaba la atención de Cecília. Bajo una ampliación del 400%, la restauradora se dio cuenta de que la mujer no miraba a la camara, ni miraba al suelo, como se esperaba de las personas esclavizadas en los retratos de la época. Miraba directamente al conde. Y había algo en esa mirada, una intensidad, una fijeza, una ausencia total de sumisión que desentonaba por completo con el resto de la imagen.

Cecília se echó hacia atrás in la silla, sintiendo un escalofrío in la nuca. Aquella foto no era lo que parecía, y esa mirada cargaba una historia que nadie había leído aún. Guardó el archivo, ajustó el contraste y amplió aún mas la región de los ojos. La expresión era inequívoca: no era miedo, ni reverencia. Era algo cercano al desafío, oa un dolor contenido, oa la memoria de algo irrevocable. Imprimió is imagen ampliada, anotó sus observaciones preliminares y envió un correo electrónico al coordinador del sector. En el asunto, escribió solo: “Fotografía IOF 1888087. Posible relevancia histórica. Solicito autorización para investigación profunda.” Dos dias después, la autorización llegó. La investigación estaba a punto de comenzar.

Para comprender lo que esa fotografía escondía, era necesario sumergirse in el contexto histórico preciso del Valle del Paraíba Fluminense en abril de 1888, un momento de tensión extrema en la historia brasileña. El Imperio vivia sus últimos meses de esclavitud legal. La Ley Áurea sería firmada por la Princesa Isabel el 13 de mayo de 1888, menos de un mes después de la fecha del registro fotográfico. Pero en las haciendas de café del Valle, la abolición ya era una realidad inevitably y temida por los grandes propietarios.

Desde la Ley del Vientre Libre (1871) y la Ley de los Sexagenarios (1885), el régimen esclavista entraba en un colapso agónico. Las fugas masivas eran frecuentes, los quilombos urbanos se multiplicaban y el movimiento abolicionista ganaba una fuerza irresistible. Los hacendados, en su desesperación, adoptaban posturas variadas: algunos anticipaban la manumisión para evitar indemnizaciones; otros recurrían a la violencia extrema. Y estaban aquellos que, percibiendo la inevitabilidad del final, intentaban construir una narrativa pública de benevolencia señorial, encargando retratos fotográficos donde aparecían rodeados de “empleados” y agregados, en un intento de borrar visualmente la brutalidad del régimen.

La fotografía era un instrumento de poder. Las imágenes eran cuidadosamente arregladas para transmitir un mensaje social. Los señores aparecían en el centro, en posiciones elevadas, con ropajes europeos. Las personas esclavizadas, cuando se incluían, eran posicionadas in los márgenes, generalmente de pie, en posturas de deferencia, con los ojos bajos. Pero aquella fotografía de 1888 rompía ese código, y Cecília Fonseca sabía que, para entender el porqué, necesitaba descubrir tres cosas: quién era el conde, donde estaba la Fazenda Santa Cecília y, lo más difícil, quién era la mujer de la mirada desafiante.

La primera pista provino del Archivo Nacional. Tras tres semanas de busqueda in los registros de haciendas, Cecília encontró una referencia: la Fazenda Santa Cecília , on el actual municipio de Barra do Piraí, había pertenecido a un noble italiano llamado Conde Vitório Augusto de Montefalco. El Conde había llegado a Brasil en 1881, atraído por el café, y adquirió legalmente a 47 personas esclavizadas.

Cecília via Barra do Piraí y consultó los libros de escrituras e inventarios. Encontró el inventario post mortem de Montefalco, abierto en agosto de 1888. Vitório Augusto había fallecido el 2 de agosto de ese año, apenas dos meses y medio después de la abolición, por “fiebre cerebral aguda”. Pero lo que intrigó a Cecília fue una anotación lateral, manuscrita a lapiz: “Verificar denuncia. Procesos criminales, comarca.”

La susqueda en los procesos criminales archivados en la comarca la llevó a un depósito mal iluminado. Después de dos dias revisando pilas de papeles amarillentos, en el tercer dia, en contró un proceso abierto en junio de 1888, solo un mes después de la abolición. El tuytulo era: “Auto de cuerpo de delito e investigación policial. Muerte violenta de Josefa liberta.”

La victima se llamaba Josefa Maria da Conceição, mujer “negra liberta” de aproximadamente 32 años, fallecida el 29 de mayo de 1888 en la Fazenda Santa Cecília . El proceso estaba incompleto, pero revelaba hechos cruciales. Según el capataz, Josefa había caído por una escalera. Sin embargo, el médico forense, Dr. Anselmo Tavares, había anotado: “Lesiones incompatibles con caída accidental. Sugieren agresión física.” A pesar de las sospechas, el proceso fue archivado sumariamente con una nota: “Por orden superior, archívese.”

Cecília fotografió todas las paginas. Al cruzar la información, hizo la conexión que cambiaría todo: en la lista de esclavizados del conde figuraba una Josefa; la victima del proceso era Josefa liberta , muerta solo dieciséis kias después de la Ley Áurea. La mujer de la fotografía, la del rostro implacable, era muy probablemente Josefa. Y lo que había sucedido en aquella hacienda entre abril y mayo de 1888 había sido lo suficientemente grave como para generar un proceso policial y un encubrimiento por “orden superior.”

Cecília necesitaba una prueba que conectara directamente a Josefa, el Conde, la fotografía y los eventos de 1888. Regresó al Archivo Nacional y, tras susquedas infructuosas, fue orientada a buscar en el museo histórico de Barra do Piraí. Allí, una donación reciente contenía documentos de un tuyo abuelo que había tenido relación con el Conde. En el fondo de una caja de cartón, la directora del museo encontró un pequeño cuaderno encuadernado en cuero marrón: el “Diario Privado de Vitório Augusto de Montefalco, 1887-1888,” escrito en italiano.

De vuelta en Río, Cecília trabajó con una traductora. Lo que encontraron fue devastador. El diario cambiaba de tono a partir de enero de 1888. Vitório escribía con amargura sobre la abolición inminente. El 20 de abril de 1888, tres dias después de la fecha probable de la fotografía, escribió: “Hoy mandé llamar al fotógrafo de Vassouras para hacer el retrato de la propiedad. Quiero registrar este momento antes de que todo se desmorone. Hice que incluyeran a algunos de mis negros en la imagen para que en El futuro se vea que los traté con dignidad. Pero aquella maldita Josefa me miró con insolencia durante toda la pose.

Allí estaba la confirmationación: Josefa era la mujer de la fotografía. Pero lo peor estaba por venir. El 18 de mayo de 1888, cinco kias después de la abolición, Vitório escribió: “Josefa vino a exigirme pago. Dijo que ahora es libre y quiere salario por los años de trabajo. Salario, ¡como si le debiera algo! Me negué, evidentemente. Ella me gritó, dijo cosas que no me atrevo a repetir. Llamé a Giuseppe para contenerla. Hubo un enfrentamiento. La siguiente entrada, del 30 de mayo: “Josefa murió ayer. El médico hizo preguntas, el delegado también, pero aún tengo amigos influyentes. El caso se cerrará. No puedo permitir que una negra insolente destruya mi reputación.” El diario terminaba allí.

Aquello no era solo un documento histórico, era una confesión, un testimonio de feminicidio, de violencia señorial y de impunidad estructural. La voz de Josefa, silenciada en vida, borrada en los registros oficiales, reducida a una nota a pie de página en un proceso archivado, podía ser escuchada por primera vez en 131 años, no a través de palabras, sino a través de aquella mirada capturada en albúmina, una mirada que desafiaba, que resistía, que se negaba a desaparecer.

Cecília quiso ir mas allá, reconstruir la vida de Josefa antes de ser victima. La susqueda en los registros parroquiales de Barra do Piraí reveló su bautismo en 1856: Josefa, hija natural de María, esclava de D. Ana Carolina. A los 26 años, fue adquirida por Montefalco. Los registros de la hacienda la describían como cocinera y mucama , trabajadora de la casa grande.

Pero Cecília encontró un detalle inesperado en el proceso criminal. En el relato de una mujer llamada Rita, lavandera de la hacienda, se decía al delegado: “Josefa era respetada por todos nosotros. Sabía leer y escribir. Enseñaba a los niños a escondidas. Decía que la libertad estaba llegando y que debíamos estar preparados.” Josefa era una mujer alfabetizada, consciente de sus derechos, capaz de comprender el significado profundo de la Ley Áurea.

Y fue eso, su conciencia, su capacidad de reivindicar el salario que le correspondía, su negativa a permanecer invisible, lo que la llevó a la muerte. Cecília amplió el rostro de Josefa por última vez. Vio con renovada claridad que esa mirada no era de souplica, sino de reivindicación, de quien sabía que la libertad estaba al llegar y no aceptaría mas ser tratada como propiedad. La mirada de Josefa era la mirada de la conciencia y, por eso, había sido intolerable para Vitório de Montefalco.

La investigación de Cecília Fonseca fue documentada in un artículo académico en 2020. El diario de Vitório fue incorporado al acervo del Museo Histórico de Barra do Piraí, y el proceso criminal, digitalizado y disponible online . La fotografía, antes un registro protocolario, se convirtió en un símbolo de resistanceencia y memoria.

Esta historia reveló la violencia que siguió inmediatamente a la abolición. La Ley Áurea liberó a unas 700,000 personas, pero no ofreció reparación ni protección legal efectiva. En los meses siguientes, cientos de exesclavizados fueron asesinados, golpeados o forzados a trabajar bajo nuevas formas de coacción. Josefa fue una de esas victimas. Su caso llegó a nosotros porque, por accidente, un fotógrafo registró su rostro, un diario sobrevivió al tiempo, un proceso no fue totalmente destruido y una restauradora decidió investigar.

En abril de 2021, la Biblioteca Nacional organizó una exposición: “Miradas Insurgentes: Retratos de la Esclavitud y la Libertad” . La fotografía de 1888 fue ampliada, ocupando una pared entera, con el siguiente texto:

“Esta imagen fue tomada in abril de 1888, un mes antes de la abolición de la esclavitud in Brasil. El hombre in el centro es el conde Vitório Augusto de Montefalco. A la izquierda, casi fuera del encuadre, está Josefa Maria da Conceição, mujer esclavizada que, dieciséis kias Después de conquistar la libertad legal, fue asesinada por el Conde. Su cuerpo fue enterrado sin ceremonia. Su nombre casi desapareció de los registros, pero su mirada de desafío, dignidad y reivindicación atravesó 133 años y llegó nosotros una denuncia, es un testimonio de resistencia y es un recordatorio de que la libertad, cuando no viene acompañada de justicia, es siempre incompleta.

Más de 40,000 personas visitaron la muestra. La fotografía, que surgió con la promesa de registrar la verdad, fue utilizada para construir mentiras visuales y perpetuar jerarquías. En el retrato encargado por Vitório de Montefalco, la intención era clara: documentar la benevolencia del señor. Josefa debía aparecer sumisa y borrada, pero se negó a desaparecer. Su mirada, capturada por casualidad, por resistencia, sobrevivió, y 131 años después nos alcanzó. Hoy, Josefa Maria da Conceição no es solo una victima olvidada. Es un nombre, es una historia, es una presencia. Y su mirada, aquel desafío que el Conde no pudo controlar, se ha convertido en el símbolo de lo que ninguna violencia puede destruir completamente: la dignidad humana. En el archivo de la Biblioteca Nacional, la fotografía IOF 1888087 sigue catalogada y preservada, pero ahora, cuando alguien la consulta, no ve solo a un conde ya sus empleados; ve a Josefa, y ella nos devuelve la mirada .