¿Quién es? —preguntó fríamente Serguéi Alexandrovich en cuanto Anna entró en la casa, abrazando con fuerza a un bebé pequeño envuelto en una suave manta. No había rastro de alegría ni sorpresa en su voz. Solo irritación. —¿De verdad crees que voy a aceptar esto?

Acababa de regresar de otro viaje de negocios que había durado varias semanas. Como de costumbre, estaba inmerso en el trabajo: contratos, reuniones, llamadas interminables. Su vida se había convertido desde hacía tiempo en una serie de viajes de negocios, conferencias y vuelos. Anna lo sabía incluso antes de casarse y aceptaba este estilo de vida como algo natural.

Cuando se conocieron, ella solo tenía diecinueve años. Estaba en su primer año de medicina, y él ya era un hombre maduro y seguro de sí mismo: respetable, exitoso y confiable. Justo el tipo de hombre con el que alguna vez había soñado en su diario escolar. Él le parecía un apoyo, una roca tras la cual podía refugiarse de todos los problemas. Estaba segura: con él, estaría a salvo.

Por eso, la noche que se suponía sería uno de los días más brillantes de su vida se convirtió de repente en una pesadilla. En cuanto Sergey miró a la niña, su rostro se volvió extraño. Se quedó paralizado y luego habló; su voz sonó aguda, como nunca antes.

—Míralo tú mismo, ¡ni un solo rasgo! ¡No es mío en absoluto! ¡Este no es mi hijo, ¿entiendes?! ¿Crees que soy tan tonto como para creerme esta fantasía? ¿Qué tramas? ¿Intentas engañarme?

Sus palabras cortaron como cuchillos. Anna se quedó de pie, incapaz de moverse, con el corazón latiéndole con fuerza en la garganta y la cabeza zumbando de miedo y dolor. No podía creer que la persona en quien confiaba con todo su corazón sospechara de ella por traición. Lo amaba por completo. Por él, lo había dejado todo: su carrera, sus sueños, su vida anterior. Su principal objetivo era darle un hijo, formar una familia. Y ahora… él la reprochaba como a un enemigo.
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Desde el principio, su madre la advirtió.

—¿Qué encontraste en él, Aniuta? —repetía Marina Petrovna a menudo—. ¡Casi te dobla la edad! Ya tiene un hijo de su primer matrimonio. ¿Para qué ser madrastra si puedes encontrar a alguien que sea tu pareja en igualdad de condiciones?

Pero la joven y enamorada Anna no escuchó. Para ella, Sergey no era solo un hombre: era el destino, la personificación de la fuerza masculina, el apoyo que había buscado durante tanto tiempo. Sin un padre que nunca conoció, había pasado su vida esperando precisamente a ese hombre: fuerte, protector, un verdadero esposo.

Marina Petrovna, por supuesto, desconfiaba de él. Era natural que una mujer de la edad de Sergey lo viera más como un igual que como la pareja ideal para su propia hija. Pero Anna era feliz. Pronto se mudó a su amplia y acogedora casa, donde soñaba con construir una vida juntos.

Al principio, todo parecía perfecto. Anna continuó estudiando medicina, como si estuviera cumpliendo el sueño de su madre, quien una vez quiso ser médica, pero no pudo debido a un embarazo precoz y la desaparición del hombre que se convirtió en el padre de su hija. Marina crio a Anna sola, y aunque la hija nunca conoció el amor de un padre, ese vacío la impulsó a buscar un hombre “de verdad”.

Para Anna, Sergey se convirtió en esa persona: una figura que sustituía al padre ausente, una fuente de fortaleza, estabilidad y familia. Soñaba con darle un hijo, formar una familia completa. Y entonces, dos años después de la boda, descubrió que estaba embarazada.
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Esta noticia llenó su vida como un rayo de sol primaveral. Brillaba como una flor. Pero para su madre, fue motivo de preocupación.

—Anna, ¿qué hay de tus estudios? —preguntó Marina Petrovna preocupada—. No lo dejarás todo, ¿verdad? ¡Te esfuerzas tanto en tus estudios!

Había verdad en esas palabras. El camino hacia la medicina no fue fácil: exámenes, cursos, estrés constante. Pero ahora parecía lejano. Delante de ella había un hijo: la prueba viviente del amor, el sentido de toda su vida.

—Volveré después de la baja por maternidad —respondió en voz baja—. Quiero más de uno. Quizás dos o tres. Necesito tiempo para ellos.

Esas palabras despertaron la ansiedad en su madre. Sabía lo que era criar hijos sola. La experiencia le enseñó a ser cautelosa. Por eso siempre creyó: «Debes tener tantos hijos como puedas si el marido se va». Y ahora sus temores se hacían realidad.

Cuando Serguéi echó a Anna como si fuera una invitada no deseada, Marina Petrovna sintió que algo importante se rompía en su interior. Por su hija, por su nieto, por los sueños destrozados.

—¡¿Se ha vuelto loco?! —gritó, conteniendo las lágrimas—. ¿Cómo pudo hacer esto? ¿Dónde está su conciencia? Te conozco, ¡nunca me traicionarías!

Pero todas sus advertencias, años de consejos y palabras de angustia se estrellaron contra la terquedad de su hija. Ahora solo podía decir con amargura:

—Te dije desde el principio cómo era. ¿No lo viste? Te lo advertí, pero aun así seguiste tu propio camino. Aquí está tu resultado.

Anna no tenía fuerzas para los reproches. Una tormenta la desataba en su interior. Tras la escena que Serguéi había protagonizado, solo quedaba dolor en su corazón. Nunca imaginó que él pudiera ser tan cruel, tan capaz de lanzarle palabras tan humillantes en la cara. Se le quedaron grabadas en la memoria, especialmente el día que trajo a su hijo a casa desde la maternidad. Entonces seguía pensando: su hijo.

Se imaginó una imagen diferente: cómo él sostendría al bebé, le agradecería haber dado a luz, la abrazaría y le diría que ahora eran una familia de verdad. Pero en cambio, recibió frialdad, ira y acusaciones.
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La realidad resultó más cruel de lo que ella hubiera imaginado.

—¡Fuera, traidor! —gritó Sergey furioso, como si perdiera la última parte de su humanidad—. ¿Acaso tenías a alguien a mis espaldas? ¡¿Has perdido la cabeza por completo?! ¡Vivías como una princesa! ¡Te lo di todo! Fue un verdadero cuento de hadas, ¿y así me lo pagas? Sin mí, estarías hacinada en una residencia con algún estudiante fracasado, ¡apenas terminando la carrera de medicina! ¡Trabajando en una clínica olvidada! Eres incapaz de hacer otra cosa, ¿entiendes? ¡Y trajiste al hijo de otra persona a mi casa! ¡¿Crees que me lo voy a tragar?!

Anna, temblando de miedo, intentó calmar su ira. Le rogó, le dijo que estaba equivocado, que nunca lo había engañado. Cada palabra era una piedra arrojadiza, esperando encontrar la razón en sus ojos.

—Seryozha, ¿conoces a tu hija? ¿Recuerdas cómo era cuando la trajiste a casa del hospital? —suplicó desesperada—. ¡No se parecía a ti al principio! Los bebés no nacen iguales. El parecido se adquiere con el tiempo: ojos, nariz, modales. Ya eres un hombre adulto, ¿por qué no puedes entender cosas tan sencillas?

Pero su rostro permaneció frío como el hielo, como si su alma hubiera abandonado su cuerpo.

—¡No es cierto! —la interrumpió bruscamente—. ¡Mi hija fue una copia exacta de mí desde el primer momento! Y esta bebé no es mía. Ya no te creo. Empaca tus cosas y vete. Y recuerda: ¡no recibirás ni un centavo de mí!

—¡Por favor, Seryozha! —sollozó Anna—. ¡Es tu hijo, te lo juro! ¡Hazte una prueba de ADN, lo confirmará todo! No te mentí, ¿me oyes? Jamás haría esto… Créeme, al menos un poco…

—¡¿Como si fuera a ir corriendo al laboratorio a humillarme?! —rugió furioso—. ¡¿Crees que soy tan tonto como para creerte otra vez?! ¡Basta! ¡Se acabó!

Serguéi Alexandrovich finalmente se encerró en su paranoica certeza, en un mundo lleno de acusaciones y mentiras. No quería escuchar súplicas, argumentos, ni siquiera la voz del amor. Su verdad era una, y nadie podía romper ese muro.

Anna no tuvo más remedio que empacar sus cosas en silencio. Tomó con ternura a su hijo en brazos, miró atrás por última vez la casa que quería convertir en el hogar familiar y se fue. Abandonada hacia lo desconocido, hacia un vacío sin fondo del que era casi imposible escapar sola.
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Regresó con su madre; no había otra opción. Al cruzar el umbral de la casa de su infancia, Anna finalmente se permitió llorar.

—Mami… qué tonta fui… qué ingenua… perdóname…

Marina Petrovna no lloró. Sabía que debía ser fuerte. Su voz era firme, pero cada palabra estaba llena de cariño y amor.

—Deja de quejarte. Tú diste a luz, nosotros lo criaremos. La vida apenas comienza, ¿entiendes? No estás sola. Pero debes recomponerte. No te atrevas a dejar tus estudios. Yo te ayudaré. Nos las arreglaremos con el niño. ¿Para qué sirven las madres si no es para sacar a sus hijos de apuros?

Anna no pudo articular palabra. Su corazón rebosaba una gratitud indescriptible. Sin su madre, sin ese firme apoyo, se habría derrumbado. Marina Petrovna cuidó ella misma de la bebé, dándole a su hija la oportunidad de terminar la universidad y empezar una nueva vida. No se quejó, no reprochó, no perdió la esperanza: siguió trabajando, amando, luchando.

Y Serguéi Aleksándovich, el hombre que Anna una vez consideró su vida entera, desapareció por completo. No pagó la pensión alimenticia, no le importó el destino de su hijo, no dio ninguna noticia. Simplemente se fue, como si su pasado juntos fuera solo una alucinación.

Pero Anna se quedó. Solo que ahora no estaba sola. Tenía un hijo. Y tenía a su madre. Quizás aquí, en este mundo pequeño pero real, encontró por primera vez amor y apoyo verdaderos.

El divorcio fue una verdadera tragedia para Anna. Algo en su interior pareció derrumbarse, y todo lo que sucedía parecía una pesadilla sin salida. El hombre con el que había planeado toda su vida cortó repentinamente todos los lazos, como si nunca hubiera habido amor, confianza ni noches interminables soñando con el futuro.

Serguéi tenía un carácter difícil, que a menudo rozaba la obsesión. Sus celos se habían convertido desde hacía tiempo en un rasgo doloroso que destruyó muchos matrimonios. Sin embargo, al conocer a Anna, ocultó hábilmente su verdadera identidad, presentándole una historia cuidadosamente elaborada: que su matrimonio anterior terminó por desacuerdos económicos.

Y Anna le creyó. No podía imaginar lo propenso que era a los ataques de celos y con qué facilidad perdía el control incluso ante el gesto más insignificante e inocente.

Al principio, todo parecía perfecto. Sergey era atento, cariñoso y romántico. Le daba regalos caros y flores sin motivo alguno, y siempre preguntaba cómo estaba. Anna estaba segura de haber encontrado a su media naranja.

Pero cuando nació Igor, comenzó una nueva etapa. Anna se dedicó por completo al niño, procurando rodearlo de cariño y amor. Pero cuando su hijo creció, se dio cuenta de que también debía pensar en sí misma. Decidió volver a la universidad porque quería ser una verdadera profesional, no solo una graduada.

Su madre, Marina Petrovna, la apoyó en todo. Cuidó de su nieto y la ayudó económica y moralmente. El primer contrato laboral fue una victoria importante para Anna. Desde entonces, ella misma mantuvo a la familia, viviendo modestamente pero con dignidad.
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La médica jefa de la clínica donde Anna empezó a trabajar tras graduarse notó de inmediato su potencial. En la joven había determinación, fuerza interior y ganas de superarse. La médica jefa, una mujer con amplia experiencia, vio en Anna el reflejo de sueños que ella misma no pudo alcanzar.

—Ser madre joven no es una tragedia ni un obstáculo —dijo una vez, mirando a Anna con cariño y aprobación—. Es tu fuerza. Tu carrera está por delante. Eres joven, tienes toda la vida por delante. Lo importante es que tengas agallas.

Estas palabras se convirtieron en un rayo de luz para Ana en un momento difícil. La reconfortaron y le infundieron fe en el futuro.

Cuando su hijo cumplió seis años, durante una de las visitas a su abuela, la amable Marina Petrovna, la enfermera jefa, dijo con simpatía:

—Ana, es hora de pensar en la escuela. El año volará, e Igor estará en primer grado. Y ahora, siendo sincera, no está listo para la carga de trabajo escolar. Sin la preparación adecuada, será muy difícil, sobre todo hoy en día.

Estas palabras añadieron otra preocupación a las que ya pesaban sobre sus hombros. Pero Anna no se dejó vencer por el miedo; siempre actuaba incluso cuando lo sentía. Durante los meses siguientes, se centró por completo en el desarrollo de su hijo. Clases con tutores, repasar las rutinas diarias y crear un ambiente cómodo en casa para estudiar: todo se convirtió en parte de su nueva realidad.

—Quería ascenderte desde hace tiempo, pero no pude antes —admitió una vez Tatiana Stepanovna, la médica jefa—. Entiendes, aquí no se asciende sin experiencia. Todo debe basarse en hechos.

Hizo una pausa como para ordenar sus pensamientos y luego continuó:

—Pero tienes talento. Se nota de inmediato. No solo habilidad, sino un verdadero don médico.

—Lo entiendo perfectamente y no pretendo discutir —respondió Anna con voz segura y agradecida—. Al contrario, te agradezco sinceramente tu apoyo. Me ayudaste más que nadie. No solo a mí, sino que estuviste ahí cuando Igor necesitó ayuda. Nunca lo olvidaremos.

—Basta ya —dijo Tatiana Stepanovna con un gesto de la mano, algo avergonzada—. Basta de patetismo. Lo importante es que justifiques la confianza. Cuento contigo.

—Sin duda alguna. Haré todo lo posible, y más —le aseguró Anna. Sus palabras no eran solo frases bonitas; estaban respaldadas por cada paso, cada decisión.

Con el tiempo, la reputación de Anna como médica creció. La joven cirujana se ganó rápidamente el respeto de sus colegas y la confianza de los pacientes. Todas las reseñas estaban llenas de admiración. A veces, Tatiana Stepanovna se preguntaba si no serían demasiados elogios.

Pero incluso el día que una persona del pasado entró en su oficina, Anna mantuvo la compostura. Su rostro permaneció sereno y su voz segura.

—Buenas tardes, pase. Siéntese, cuénteme qué le ha traído por aquí —dijo, señalando la silla de enfrente.

La visita fue dolorosamente inesperada. Serguéi Aleksándovich, siguiendo una recomendación sobre el mejor cirujano de la ciudad, no esperaba que las iniciales la ocultaran. Pensó que era una coincidencia. Pero al abrir la puerta, la reconoció de inmediato. No le quedó ninguna duda.

—Hola, Anna —dijo en voz baja, con un ligero tono de excitación interior, dando un paso inseguro hacia adelante.

El encuentro se produjo en circunstancias trágicas. Su hija Olga llevaba casi un año sufriendo una misteriosa enfermedad que nadie podía diagnosticar. Ninguna prueba ni consulta con un especialista dio resultados. La niña estaba agotada, casi sin fuerzas.

Anna escuchó atentamente la historia de Sergey sin interrumpirlo. Luego, con seriedad y profesionalismo, dijo:

—Lamento mucho que se encuentre en esta situación. Es especialmente doloroso cuando un niño sufre. Pero no podemos demorarnos. Es urgente realizar un examen completo. El tiempo corre en nuestra contra; cada día puede ser decisivo.

Sergey asintió. Lo sabía: esta vez habían encontrado al médico indicado.

—¿Dónde está Olga hoy? ¿Por qué viniste sola? —preguntó Anna, ladeando ligeramente la cabeza y mirándolo fijamente a los ojos.

—Está muy débil… —susurró apenas audible, como si él mismo no creyera sus palabras—. Está tan cansada que ni siquiera puede levantarse de la cama. Es una verdadera lucha.

Hablaba con moderación, pero Anna, como médica experimentada, percibía tras esa frialdad externa una profunda ansiedad oculta. Tras la aparente serenidad se desataba una tormenta de sentimientos que él intentaba controlar desesperadamente.

—Me dijeron que es uno de los mejores cirujanos. Un profesional de primera. Si es cierto, ayúdeme. Se lo ruego. El dinero no importa. Diga el precio que sea. Haré lo que sea necesario —dijo tenso, como si estuviera dando una última oportunidad.

Pasaron los años, pero él seguía igual, convencido de que cualquier problema se podía resolver con esfuerzo… y dinero. Ni siquiera se molestó en describir con detalle la condición de su hija, como si pensara que su propio dolor bastaba para aclararlo todo sin más.

El nombre de Igor nunca salió a relucir en su conversación. Como si no existiera. Eso podría haber dolido antes. Ahora Anna simplemente notó con indiferencia: los viejos agravios eran cosa del pasado.

Era médica, y eso significaba más que cualquier relación personal. Un profesional no divide a los pacientes entre los suyos y los ajenos. Debe ayudar a todos los que lo necesitan. Sin embargo, Anna quería que Sergey comprendiera que ella no era todopoderosa. Así, más tarde, en momentos de desesperación, no la culparía por fallar.

— Ni siquiera puedo imaginar cómo viviré si ella no lo logra… — pronunció de repente, y estas palabras afectaron a Anna más de lo que esperaba.

Se recompuso, manteniendo una distancia profesional. Los preparativos para la operación transcurrieron como de costumbre, con la máxima precisión y atención.

Una semana después, examinaron a la niña y le realizaron todas las pruebas. Entonces Anna llamó a Sergey. Su voz sonaba clara y firme:

—Estoy de acuerdo. Me haré la operación.

El silencio se cernía al otro lado, interrumpido por una voz temblorosa:

—¿De verdad estás seguro? ¿Y si algo sale mal? ¿Y si no sobrevive?

—Sergey, tenemos que intentarlo —dijo con firmeza—. Si esperamos, será como una sentencia de muerte. ¿Quieres verla desvanecerse lentamente?

No respondió, pero asintió, como quien acepta lo inevitable. No fue una rendición, sino un consentimiento consciente.

El día de la operación, acudió con su hija. No salió de la clínica ni un minuto, como si su presencia pudiera influir en el resultado. Cuando Anna salió del quirófano, corrió hacia ella, con la mirada mezclada de miedo y esperanza:

—¿Puedo verla? ¡Aunque sea un minuto! ¡Necesito hablar con ella!

—Hablas como una niña —respondió Anna con un ligero reproche—. ¿En qué clase de conversación piensas ahora? Acaba de despertar de la anestesia y descansará unas horas más. La operación fue un éxito. Sin complicaciones. Pronto la trasladarán a la sala. Ven mañana; la verás.

Era cierto. Sergei no durmió en toda la noche, atormentado por terribles pensamientos e imágenes sombrías. Pero no discutió. Por primera vez en muchos años, no armó un escándalo ni exigió acceso inmediato a su hija. Simplemente asintió y se fue.

Fue inesperado. El viejo Serguéi habría estallado: “¡¿Cómo?! ¡Soy su padre!”. Pero ahora lo entendía: gritar no serviría de nada. Lo único que podía hacer era confiar.

Y esa noche hizo algo que antes parecía ridículo e innecesario. Se arrodilló y empezó a rezar. No a los médicos, ni al destino: suplicó un milagro.

Serguéi Alexandrovich perdió la fe en un desenlace feliz. Todas sus fuerzas se habían agotado, y ahora se encontraba solo ante una dura realidad donde no había consuelo, solo desesperanza.

Regresó a casa destrozado. Sus piernas apenas lo sostenían, como si hubiera vivido toda una vida en el último día. Pero no se permitió descansar; apenas se detuvo, se recompuso y regresó al hospital.

—¿Puedo ver a mi hija? —le preguntó al médico de rostro cansado. Afuera, la ciudad estaba sumida en un profundo sueño, las calles desiertas, solo las linternas parpadeaban a través de la niebla húmeda. Pero Sergey no notó nada. Ni frío, ni tiempo, ni espacio; sus pensamientos estaban completamente centrados en Olga.

Para entonces, la niña había recuperado el conocimiento. Su estado mejoró notablemente, aunque persistía la debilidad. Al ver a su padre por la noche, se sorprendió sinceramente:

—¿Papá? ¿Qué haces aquí de noche? ¿Está permitido recibir visitas ahora?

—No pude dormir hasta saber cómo te sentías. Tenía que verte —respondió, un poco avergonzado—. Quería asegurarme de que estabas viva, de que estabas mejor… aunque fuera un poco.

En ese momento, Sergey comprendió repentina y agudamente lo que significaba ser padre. Lo que era la familia. Lo poco que aún le quedaba de familia verdadera. Y la más amarga constatación: que él mismo destruyó casi todo lo valioso, dos veces, por voluntad propia o por debilidad.
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Cuando el amanecer rozó cautelosamente la ciudad con sus primeros rayos, padre e hija se despidieron. Tras una larga y profunda conversación, Serguéi salió al pasillo, exhausto, pero algo aliviado por dentro. Pero apenas unos pasos después, Anna apareció de repente ante él.

—¿Qué haces aquí? ¡Explícate! —su voz era cortante, casi irritada—. —Lo dije claramente—. Está prohibido visitar pacientes fuera del horario de visitas. ¿Quién te dejó entrar?

—Perdón por romper las reglas —dijo en voz baja, bajando la mirada como un colegial pillado por un profesor estricto—. Fue mi iniciativa. Solo le pregunté al guardia… No tuvo nada que ver. Le rogué. Tenía que ver a Olga. Asegurarme de que estaba bien…

—¿La misma historia de siempre? ¿Creías que el dinero te ayudaría a superar cualquier obstáculo? —Anna suspiró con reproche. Hizo una pausa y, como si se sacudiera la irritación, añadió—: Bueno, no importa. Viniste, viste y te aseguraste. Ahora puedes dar por terminada la tarea.

Sin esperar respuesta, pasó junto a él y entró en la habitación de Olga. Se quedó allí una media hora, mientras Sergey permanecía en el pasillo. No iba a ninguna parte.

No esperaba lo que le esperaba en su oficina. Lo que sucedió después lo impactó.

Cuando la puerta se abrió y Sergey apareció en el umbral, Anna arqueó una ceja con expresión interrogativa. El cansancio se reflejaba en sus ojos.

—¿Estás aquí otra vez? —dijo con algo de fastidio—. ¿Qué pasó?

En sus manos llevaba un gran ramo de flores frescas que impregnaba el aire con un ligero aroma primaveral. Bajo su chaqueta, sostenía un sobre cuidadosamente doblado; dentro, su gratitud expresada no solo con palabras, sino con hechos.

—Necesito hablar contigo. Es importante —dijo con seriedad, mirándola a los ojos.

—Está bien, pero no por mucho tiempo —asintió ella—. No tengo tiempo extra.

Como por costumbre, abrió la puerta de su oficina y le hizo un gesto para que entrara. Y en ese momento Sergey se dio cuenta: o habla ahora o no se atreve nunca más.

Se quedó dudando, sin encontrar las palabras, sin saber por dónde empezar ni qué pensamiento captar para que la conversación tomara forma.

Pero el destino, como si escuchara su llamado interior, intervino. La puerta se abrió de golpe y un niño de once años, lleno de energía e indignación, entró corriendo en la habitación.

—¡Mamá! ¡Llevo media hora parado en el pasillo! —exclamó, haciendo pucheros y mirando a su madre con enfado—. Te llamé, ¿por qué no contestaste?

Ese día estaba reservado para su hijo: nada de operaciones ni llamadas urgentes. El trabajo ocupaba la mayor parte del tiempo de Anna, y cada minuto con Igor era una pequeña isla brillante en un océano de obligaciones. Ahora sentía una punzada de culpa: había roto su promesa una vez más, había decepcionado al niño.

Sergey se quedó paralizado como si lo hubieran rociado con agua helada. Miró al niño, incapaz de apartar la mirada, como si no solo viera a un niño, sino un reflejo vivo del pasado.

Y finalmente logró decir:

—Hijo… mi pequeño hijo…

—Mamá, ¿quién es? —Igor frunció el ceño y lo miró con recelo—. ¿Se ha vuelto loco? ¿Habla solo?

Anna se tensó por dentro. El pensamiento que la hervía estaba lleno de dolor: allí estaba él, el mismo hombre que una vez la acusó de engaño, los abandonó, desapareció como si nunca hubieran existido, los borró de su vida como una página estropeada.

Pero apretó los dientes, conteniendo las palabras que le hacían llorar. Le dolía el corazón, pero en su pecho aún brillaba una chispa de algo vivo, tenue, pero real.

Sergey estaba atormentado por el arrepentimiento y el miedo. No sabía si merecía la oportunidad de arreglarlo todo. No entendía por qué, precisamente a él, se le había dado la oportunidad de regresar. Pero estaba inmensamente agradecido: por cada amanecer, por cada noche pasada con esperanza.