En una escuela pública de Ciudad de Guatemala, donde las ventanas tenían más remiendos que cristales, llegó un día un niño nuevo. Se llamaba Thiago. Tenía 10 años, una mochila demasiado grande para su espalda… y una mirada que no seguía a nadie.

Porque Thiago era ciego.

La maestra, doña Mireya, no sabía qué hacer. Nunca había tenido un alumno así. Al principio, intentó seguir como si nada. Pero Thiago no pedía ayuda. Solo escuchaba, siempre atento, con una calma que desconcertaba.

Hasta que un día, al final de la clase, él alzó la mano.

—¿Puedo tocar los libros?

Todos se quedaron en silencio.

—No están en braille, mi amor —dijo la maestra, con dulzura.

Thiago asintió. Caminó hasta el estante, tocó el lomo de un libro grueso de cuentos populares, y lo sostuvo con ambas manos. Luego se sentó en su pupitre, lo abrió… y lo recorrió con las yemas de los dedos.

—¿Qué haces? —le preguntó Camila, una compañera.

—Leo los surcos. Las marcas del uso. Las arrugas. Los dobleces. A veces, el libro te cuenta más por lo que ha vivido que por lo que dice.

Camila no entendió del todo. Pero algo en su voz era verdad.

Desde entonces, cada recreo, Thiago bajaba a la pequeña biblioteca. Tocaba los libros. Uno por uno. Como quien saluda amigos antiguos.

Un día, la bibliotecaria le preguntó:

—¿Y encuentras historias así?

—No historias completas. Pero sí emociones. Este —dijo, tomando un libro de tapas duras— fue leído muchas veces por alguien que lloraba. Está ondulado por dentro.

—¿Y este? —preguntó ella, entregándole un libro infantil, nuevo.

Thiago lo tocó. Lo olió. Luego lo cerró con cuidado.

—Este aún no ha vivido. Pero tiene miedo de no ser elegido.

La bibliotecaria se quedó en silencio. Esa noche, escribió una carta a una fundación local. Pidió libros en braille. Contó la historia de Thiago.

A las semanas, llegaron seis.

El primero que recibió tenía el título grabado: “El Principito.”
Thiago lo tocó, lo abrazó como si reconociera a alguien. Y dijo:

—Siempre supe que este libro tenía las manos suaves.

Desde entonces, comenzó a leer en voz alta para otros niños. Aunque no podía ver, era capaz de narrar con una entonación que dejaba sin palabras.

Un día, la maestra le preguntó:

—¿Qué es lo que más te gusta de leer?

Thiago pensó un momento.

—Que me hace ver. No como ustedes. Mejor. Me deja ver cosas por dentro.

Camila, que ya era su amiga inseparable, le escribió una carta. No se la dio. Solo la colocó entre las páginas del libro que más le gustaba a él.

Thiago la encontró. La tocó con las yemas. Sintió las marcas del lápiz, la presión de cada palabra. Y supo lo que decía, aunque nunca la leyó.

“Gracias por enseñarme que los libros no se ven… se sienten.”

Ese año, la escuela cambió. La biblioteca se llenó de audiolibros, de textos en braille, de actividades donde los ojos no eran lo único importante.

Y Thiago, el niño que no podía ver, les enseñó a todos a mirar distinto.

Porque hay lectores que no usan la vista… y aun así, te abren los ojos.