La Ejecutora de Sevilla: La Tragedia de Catalina Durán y el Precio del Silencio

La historia de Catalina Durán es un sombrío tapiz de victimización, silencio y una venganza feroz que sacudió los cimientos de la sociedad sevillana a principios del siglo XX. Es un relato sobre el precio que paga la inocencia cuando la maldad se esconde tras una respetable fachada.

El Purgatorio en la Hacienda

La historia comienza en 1895 en Sevilla. Catalina Durán, de apenas 13 años, quedó huérfana tras un accidente ferroviario y fue acogida en la hacienda de su tía, Remedios Salcedo, una mujer piadosa pero pasiva. El esposo de Remedios, Julián Martínez, un respetado terrateniente de olivares y viñedos, ocultaba una oscuridad insondable tras su sonrisa afable.

Desde el principio, Julián comenzó a acosar a la niña. Los gestos eran sutiles al principio: manos que se demoraban, miradas lascivas, roces “accidentales”. A medida que Catalina crecía, los avances se volvieron más audaces: entraba en su habitación con excusas banales, la acorralaba en los establos y la bodega, y la sometía a humillaciones que, aunque no consumaron la violación física, la despojaban de su alma. Catalina vivió tres años en este purgatorio silencioso, mientras su tía Remedios, absorta en sus deberes religiosos y domésticos, no veía o elegía no ver el horror que sucedía bajo su techo.

La Falsa Escapatoria

A los 18 años, la aparición de Vicente Romero, el hijo del dueño de la finca vecina, se convirtió en la única esperanza de Catalina. Vicente, un hombre sencillo y honesto, se enamoró de ella con una devoción pura. Catalina aceptó su propuesta de matrimonio con desesperación, que Vicente confundió con amor.

Se casaron en la primavera de 1900. Sin embargo, la pesadilla de Catalina continuó: Vicente, en un gesto que creyó amable, alquiló una casa a solo 200 metros de la hacienda Salcedo.

Julián Martínez no aceptó la pérdida de su presa. Con la excusa de las visitas familiares, acosaba constantemente a Catalina cuando Vicente estaba trabajando en los campos. Catalina no podía denunciarlo sin pruebas, y sabía que nadie creería su palabra contra la de un hombre tan respetado en la comunidad.

El Amor que se Convirtió en Vulnerabilidad

En 1903, Catalina dio a luz a su hija, Inmaculada. La niña se convirtió en su única luz y la razón para seguir viviendo. Pero ese amor puro se transformó en su mayor vulnerabilidad, pues Julián se percató del poder que ese afecto le daba.

En marzo de 1904, Catalina debía viajar a Málaga con Vicente para un tratamiento médico por un tumor maligno. Dejó a Inmaculada, de apenas 13 meses, al cuidado de Paloma Núñez, una joven responsable de 16 años del pueblo, sin saber que la dejaba a merced de su tormento.

Esa misma tarde, Julián Martínez apareció en casa de Catalina. Con una cordialidad ensayada, le pidió ayuda a Paloma en el mercado, sugiriendo que su hija, Asunción, cuidara de Inmaculada en la hacienda. Paloma, confiando en el respetable señor Martínez, aceptó.

Julián había orquestado el momento perfecto. Con las jóvenes distraídas tomando té en el jardín de la hacienda, Julián entró en la habitación donde Inmaculada dormía. Lo que sucedió en los siguientes minutos fue un acto de maldad incomprensible.

El Horror y la Conversión

Paloma regresó del mercado y descubrió el horror. Al cambiar el pañal de la bebé, sus manos se tiñeron de sangre. El médico del pueblo, el Dr. Sebastián Herrera, examinó a la pequeña y confirmó la atrocidad: Inmaculada había sido violada con brutalidad.

Inmaculada agonizó durante cinco días en el hospital provincial. Cinco días de fiebre y llantos que se apagaron hasta que exhaló su último aliento en los brazos de su madre. La causa: daño interno masivo, infección y trauma. Catalina no necesitó que le dijeran el nombre del perpetrador. El hombre que la había acosado durante años, que nunca había podido poseerla completamente, había decidido destruirla profanando a su bebé.

Algo se rompió en Catalina ese día: la última fibra que la ataba a la piedad y la justicia. El dolor se convirtió en una furia fría y precisa.

La Venganza de la Madre

Tres días después del funeral de Inmaculada, Catalina se levantó antes del amanecer. Tomó la escopeta de caza de su esposo, la cargó con movimientos mecánicos, y caminó los 200 metros hasta la hacienda Salcedo. Era domingo, y su tía Remedios estaba en misa.

Catalina entró en el despacho donde Julián leía el periódico.

“No pronuncies su nombre con tu boca inmunda”, susurró. “No pudiste tenerme a mí, así que te conformaste con mi bebé. Tenía 13 meses, Julián. ¿Cómo pudo caber tanta maldad en un ser humano?”, continuó con voz firme.

El rostro de Julián palideció, pero su boca se curvó en una mueca grotesca. Se acercó a ella y, en un susurro que selló su destino, pronunció las palabras finales: “No pude saborear el fruto maduro, pero probé el retoño y fue delicioso.”

El estruendo de la escopeta resonó en la hacienda. El primer disparo derribó a Julián. Catalina recargó con manos firmes y el segundo disparo le destrozó el rostro, borrando para siempre la sonrisa del demonio.

Pero Catalina no había terminado.

Subió al dormitorio, tomó el revólver que su tía guardaba, y esperó. Cuando Remedios regresó de misa, encontró a su esposo muerto. Antes de que pudiera gritar, Catalina apareció y le preguntó con voz monótona: “¿Tú sabías? Todos estos años tú sabías lo que me hacía y miraste hacia otro lado.”

“Él violó a mi bebé de 13 meses hasta matarla, y tú lo cubriste toda la vida con tu silencio, cómplice.”

El tercer disparo de esa mañana de marzo despertó a todo el pueblo. Remedios Salcedo cayó junto a la escalera. Catalina no huyó; se sentó en los escalones del porche, con el revólver en el regazo, y esperó a la Guardia Civil.

El Juicio y el Legado

El juicio escandalizó a Sevilla y a toda España. El Dr. Herrera testificó sobre las heridas de Inmaculada. La defensa de Vicente Romero fue feroz, pero Catalina no quería clemencia.

En su declaración final, con una dignidad imponente, Catalina declaró: “No pido perdón ni clemencia. Maté al hombre que violó a mi hija hasta matarla y maté a la mujer cuyo silencio permitió que ese monstruo existiera. Prefiero mil veces la horca que vivir, sabiendo que ese demonio sigue respirando el mismo aire que mi Inmaculada ya no puede respirar.”

El tribunal, dividido entre la ley y la inmensa compasión popular, la condenó a 20 años de prisión, conmutando la pena de muerte por las circunstancias atenuantes del caso. Catalina cumplió 16 años, manteniendo correspondencia con Vicente, quien la esperó fielmente.

Fue liberada en 1920, a los 43 años. Aunque el dolor le había dejado un vacío absoluto en la mirada, dedicó los últimos 34 años de su vida a una causa singular: educar a mujeres jóvenes sobre los signos del abuso y la importancia de hablar.

Catalina les mostraba la fotografía de 1895, donde aparecía junto a sus tíos, y les decía: “Miren esta imagen. Una niña que parece estar segura, pero detrás de esta fotografía había un infierno y nadie preguntó, nadie vio. El silencio mató a mi hija tanto como las manos de ese monstruo.”

La historia de Catalina Durán nos confronta con la incómoda verdad de que el mal no siempre lleva máscara; a menudo sonríe en nuestras fotografías familiares. Nos enseña que el silencio ante el abuso nunca es neutral, sino cómplice. Y nos obliga a considerar si Catalina fue una asesina o una heroína, concluyendo quizás que fue simplemente humana, imperfectamente humana, respondiendo a un horror para el cual no existe una respuesta perfecta.