EL ÚLTIMO PESCADOR

En un pequeño pueblo de la costa gallega, donde el mar golpea con furia las rocas y las gaviotas parecen gritar secretos antiguos, vivía Manuel Souto, un pescador de setenta y nueve años. Todos lo conocían como o vello do mar, el viejo del mar, porque había pasado su vida entera navegando en una barca de madera que él mismo había construido en su juventud.
Su padre le había enseñado desde niño que el mar no era amigo ni enemigo, sino un juez imparcial. “Si lo respetas, te da; si lo desafías, te quita”, repetía. Manuel había aprendido esa lección con dolor: había perdido hermanos y amigos en tormentas, pero nunca dejó de salir a pescar.
Con el tiempo, las cosas cambiaron. Llegaron los grandes barcos industriales, las redes modernas y las fábricas que compraban pescado al por mayor. Los jóvenes del pueblo dejaron las redes y se marcharon a la ciudad, en busca de empleos más seguros. Manuel se quedó casi solo, reparando sus redes cada amanecer en el puerto.
Un día, su nieta Iria, de quince años, lo encontró sentado frente al mar.
—Avo, ¿por qué sigues pescando si ya no lo necesitas? —preguntó.
Manuel la miró con sus ojos azules, tan profundos como las olas, y respondió:
—Porque si dejamos de salir, el mar nos olvida. Y un pueblo que olvida el mar deja de ser pueblo.
Desde entonces, Iria comenzó a acompañarlo. Al principio, tenía miedo, pero pronto quedó fascinada. Aprendió a leer las olas como si fueran palabras, a reconocer el olor de la lluvia antes de que llegara, a guardar silencio cuando el viento soplaba fuerte.
Los vecinos se sorprendían al verla remar junto a su abuelo. Algunos se burlaban:
—Las chicas de hoy quieren pantallas, no barcos.
Pero Manuel respondía con calma:
—El mar no entiende de hombres o mujeres, solo de respeto.
Con el tiempo, la relación entre abuelo y nieta se volvió inseparable. En las noches, él le contaba historias de náufragos, de peces gigantes que había visto saltar en el horizonte, de las canciones que los marineros cantaban para espantar la soledad. Iria las escribía todas en un cuaderno.
Un invierno llegó una tormenta tan feroz que las olas parecían tragarse el cielo. La barca de Manuel quedó gravemente dañada, y muchos pensaron que sería su final como pescador. Pero al día siguiente, con la ayuda de Iria, la reparó pieza por pieza.
—Mientras esta barca flote, yo también flotaré —dijo con una sonrisa cansada.
Meses después, la salud de Manuel comenzó a debilitarse. Ya no podía remar como antes. Entonces fue Iria quien tomó los remos y el timón. Él la miraba desde la orilla, con orgullo en los ojos, sabiendo que su legado no se perdería.
—El mar será tu maestro ahora —le dijo en su última salida juntos.
Cuando Manuel murió, el pueblo entero lo despidió en el puerto. Colocaron su barca en el agua, cubierta de flores, y dejaron que el mar la llevara mar adentro como su último viaje.
Iria, con lágrimas en los ojos, prometió que seguiría pescando, no por necesidad, sino por memoria. Hoy es ella quien sale cada amanecer, con el cuaderno lleno de historias y el mismo respeto que aprendió de su abuelo.
En la plaza del pueblo hay una placa sencilla que dice:
“El mar no se hereda, se honra.”
Y cada vez que la barca de Iria cruza el horizonte, los vecinos juran que las olas se inclinan un poco, como si saludaran al último pescador que nunca se rindió.
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