La Llegada: La Seda se Encuentra con el Saguaro en Dusty Gulch
El sol se tiñó de rojo carmesí el vasto e implacable cielo del Oeste americano cuando la diligencia se detuvo con un traqueteo en Dusty Gulch. Al descender de la diligencia estaba Eliza Worthington, una mujer que parecía completamente ajena al agreste paisaje. Ataviada con un delicado vestido de seda y aferrada a un mapa velado, era una auténtica “ciudadana”, con sus grandes ojos reflejando tanto asombro como profundo nerviosismo ante la naturaleza cruda e indómita del pueblo fronterizo. Había viajado cientos de kilómetros, impulsada por una desesperada promesa de su difunto tío: una fortuna en oro, escondida en las profundidades del traicionero Cañón del Coyote.
El mapa era inútil sin una guía, y los susurros en las polvorientas calles la llevaron rápidamente hasta el residente más formidable del pueblo. Era una presencia que desafiaba lo común, un hombre que “se cernía sobre el bar, rozando el techo con la cabeza”. Se trataba de Caleb Boon, un vaquero de unos asombrosos dos metros de altura, con hombros anchos como la puerta de un granero. Su voz grave resonó por el salón, y los pocos lugareños presentes lo evitaron, reconociendo su tamaño y su inherente soledad.
Eliza, a pesar de su corazón tembloroso, poseía un espíritu formidable. Sus tacones resonaron con fuerza contra el suelo del salón mientras se dirigía directamente hacia el gigante. “¿Eres Caleb Boon?”, preguntó, estirando el cuello para encontrarse con su mirada divertida.
Su petición era simple, el peligro implicaba: “Necesito un guía para el Cañón del Coyote”.
La advertencia de Caleb fue inmediata y mesurada. “Es peligroso”, advirtió. La respuesta de Eliza —una sonrisa burlona que se desplegaba tras una mentira— captó su atención: “Peligro es mi segundo nombre”. Pero su continuación, una confesión más suave, fue lo que realmente selló su contrato: “Demasiado grande para mí, pero lo intentaré”. Caleb, con una risa que resonaba como un trueno, se sintió intrigado por la audaz determinación que se escondía bajo su pulcro exterior. Partirían al amanecer.
La Travesía: Caminos Difíciles y Toques Persistentes
Al amanecer, la transformación fue completa. Eliza había cambiado su poco práctico vestido de seda por unos pantalones prestados, cómodos, aunque un poco grandes. El brillo urbano comenzó a desvanecerse en cuanto se acercó al establo. Caleb ensilló su enorme caballo, Blaze, mientras Eliza forcejeaba con un poni que parecía decidido a derribarla. Su admisión de que “nunca había montado” impulsó a Caleb a la acción. Su mano gigante, cálida y firme, la estabilizó mientras se tambaleaba en la silla. “Agárrate fuerte”, le ordenó, y su sonrisa la tranquilizó.
El viaje hacia el Cañón del Coyote fue brutal de inmediato. El sendero era accidentado, las rocas se desmoronaban bajo los pies y el brillo urbano de Eliza se desgastaba sistemáticamente con cada sacudida. Caleb cabalgaba delante, su imponente tamaño empequeñeciendo el paisaje, un rey natural de la naturaleza.
Durante un breve momento de silencio compartido, Caleb le preguntó por qué arriesgaría su vida por un cañón. Eliza, abrumada por el aislamiento y la intensidad compartida del viaje, le contó la verdad: el tesoro de su tío, un cofre de oro olvidado. Caleb entrecerró los ojos, su cautela era evidente: «Muchos lo intentaron, ninguno regresó». La advertencia le provocó un escalofrío en la espalda, pero siguió adelante.
Las paredes del cañón pronto se cerraron, frías y amenazantes. Cuando el poni de Eliza tropezó, ella gritó, pero Caleb llegó en un instante. La sujetó antes de que cayera al suelo, con brazos de hierro. La proximidad era alarmante. Eliza se quedó sin aliento, no por miedo a caer, sino por la repentina e íntima cercanía a su formidable fuerza. Él la bromeó por la caída, su toque se prolongó solo un instante más de lo debido mientras la volvía a subir al poni.
El Acertijo: Sombras, Corazones y un Lobo Guardián
Esa noche, acampando bajo mil millones de estrellas, Eliza compartió la críptica carta de su tío, revelando la clave del tesoro: un acertijo que custodiaba el lugar, “donde las sombras danzan. El corazón yace en calma”. Caleb admitió que los acertijos no eran su fuerte, pero su rostro rudo, suavizado por la luz del fuego, prometía algo más fiable: su profundo e íntimo conocimiento del cañón. Cuando Eliza le preguntó por qué había decidido ayudarlo, le ofreció una verdad serena y honesta: “Hay algo en ti. Me da curiosidad”.
Ahondaron más, y su viaje se convirtió en una intimidad compartida. El miedo de Eliza se apaciguó al presenciar la facilidad de Caleb con la naturaleza: sus manos gigantes, delicadas con Blaze, pero fuertes al partir leña. Un aullido lejano de lobos hizo que Caleb tomara instintivamente su pistola, y aunque el corazón de Eliza latía con fuerza, su confianza en él era absoluta.
El sendero se estrechó, obligándolos a caminar en fila india, con la mirada de Eliza recorriendo la amplia y protectora espalda de Caleb. Cuando una roca suelta la hizo resbalar de nuevo, Caleb la sujetó con firmeza. “Lo estás convirtiendo en una costumbre”, bromeó. “Cuídame, vaquero”, replicó ella, con palabras ahora medio serias, medio coquetas. “Lo haré”, prometió, su mirada fija en la de ella con una gravedad que hizo que el cañón se desvaneciera a su alrededor.
El mapa finalmente los condujo a una cueva marcada con extraños grabados. El verdadero significado del acertijo se volvió aterradoramente claro dentro de la cueva, donde las sombras parpadeaban en el
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