El pozo de la envidia: Cómo la desaparición de los gemelos Herrera reveló una venganza familiar de décadas alimentada por una herencia insultante en Guanajuato, 1903

La fotografía en blanco y negro, tomada en el estudio del fotógrafo italiano Yuspe Marino en Guanajuato en mayo de 1902, es engañosamente serena. Dos niños idénticos, Gabriel y Santiago Herrera, de siete años, permanecen rígidos con sus trajes formales: cuellos altos y distintivas pajaritas a cuadros, típicas de la próspera época del Porfiriato en México. Sus ojos claros, abiertos con la inocente curiosidad de la infancia, miran directamente al lente. Nadie que viera esa imagen podría haber previsto la profundidad de la oscuridad humana que estaba a punto de consumirlos, una oscuridad nacida no de la lucha política ni del bandolerismo, sino de un odio familiar agonizante y venenoso.

Esta fotografía, un silencioso tesoro de los archivos históricos de Guanajuato, narra la trágica historia de la Hacienda San José de Gracia y de un hombre llamado Tomás Herrera, cuyo corazón quedó profundamente marcado por una herencia desigual.

La semilla del rencor

Durante generaciones, la extensa Hacienda San José de Gracia perteneció a la respetada familia Herrera. Cuando Don Sebastián Herrera falleció en 1903 a los 78 años, legó la mayor parte de la magnífica propiedad a su hijo mayor, Ramón Herrera. Como mandaba la tradición, el hijo menor, Tomás, recibió solo una pequeña parcela de tierra y una modesta suma de dinero; una herencia que Tomás no consideró un regalo, sino una afrenta pública y dolorosa tras años de trabajar junto a su padre.

Ramón, un hombre justo y trabajador, se casó con la bella y culta Guadalupe Salazar. Su mayor orgullo fue el nacimiento de sus hijos mellizos, Gabriel y Santiago. La familia era un retrato de felicidad idílica: Ramón, exitoso y respetado; Guadalupe, cariñosa y elegante; Y los gemelos, corriendo despreocupados por los campos, con sus risas resonando entre los establos.

Tomás, en cambio, estaba atormentado. Se había casado con Eloísa, una mujer difícil, y no tenían hijos. Cada visita a San José de Gracia, cada atisbo de la alegre inocencia de los gemelos, era como una puñalada en el pecho. «Todo debería ser mío», murmuraba, consumido por el mezcal y la amargura. «Ramón lo tiene todo: la tierra, el respeto y dos herederos, mientras que yo no tengo nada». La envidia que sentía no era solo por la tierra, sino por la vida, el amor y el linaje que poseía su hermano.

La Noche de la Venganza
En noviembre de 1903, Tomás regresó a San José de Gracia con el pretexto de ultimar los asuntos de la herencia. Ramón, siempre conciliador, lo recibió con los brazos abiertos, instándolo a quedarse unos días. Los gemelos, con la inocencia de la infancia, corrieron a abrazar a su tío, preguntándole si les había traído un regalo. «Por supuesto», respondió Tomás, forzando una sonrisa que ocultaba la malicia que le carcomía el alma. «Tengo algo muy especial para ustedes».

La felicidad de la familia durante los dos días siguientes no hizo sino intensificar la determinación de Tomás. La familia perfecta necesitaba sentir el dolor perfecto.

La oportunidad se presentó el 18 de noviembre de 1903. Ramón y Guadalupe habían partido para un evento social en un pueblo cercano, dejando a los gemelos al cuidado de Tomás y la anciana cocinera, Doña Petra. Alrededor de las ocho de la noche, Tomás le ofreció a Doña Petra un ponche caliente especial que había preparado. La bondadosa anciana lo bebió agradecida, solo para ser presa de un fuerte mareo. Tomás había añadido láudano a la bebida, asegurándose así de que cayera en un sueño profundo e inquebrantable.

Tomás encontró a Gabriel y Santiago jugando a las canicas en el patio. —Niños, tengo que mostrarles algo increíble —dijo con una calma antinatural—. Pero tienen que venir conmigo y guardar silencio. Es una sorpresa para sus padres.

Los confiados chicos siguieron a su tío por el oscuro patio hasta el viejo pozo detrás de los establos: un pozo profundo y en desuso. —¿Qué hay aquí dentro, tío? —preguntó Santiago, mirando dentro de la oscura abertura. —Un tesoro —mintió Tomás—. Pero primero, tienen que bajar por esta escalera.

La «escalera» no era más que una cuerda deshilachada, deliberadamente debilitada. Gabriel, el primero en bajar, se precipitó al vacío cuando la cuerda se rompió; su grito de terror se apagó al instante por el impacto contra el fondo.

Santiago intentó retroceder, pero Tomás lo agarró. —Tú también tienes que ir —susurró, y con un empujón brutal, arrojó al segundo gemelo a la oscuridad.

La agonía en el pozo

Cuando Ramón y Guadalupe regresaron cerca de la medianoche, encontraron a Tomás esperándolos, quien con aparente tranquilidad les aseguró que los niños estaban dormidos. La búsqueda frenética comenzó cuando Guadalupe encontró las camas de los gemelos vacías. Doña Petra, aún profundamente sedada por el láudano, no recordaba nada después de las ocho de la noche.

Durante tres días, la hacienda estuvo iluminada por la luz de las antorchas. Se avisó a las autoridades, se ofrecieron recompensas y se registró cada rincón de la propiedad. Guadalupe se sumió en una silenciosa y profunda desesperación. Ramón envejeció diez años en cuestión de días. Tomás, el perfecto hipócrita, se quedó para «ayudar», disfrutando en secreto de la agonía de su hermano. Al cuarto día, se marchó.