El Período del Terror: La Historia Oculta de la Madre Valesca y las Monjas Muertas de Hambre en el Convento de Santa Clara de Mazatlán (1863-1867)
En el corazón palpitante del centro histórico de Mazatlán, a pocos metros del Pacífico, se alza una mole de cantera cuya historia es tan oscura como las leyendas que lo rodean. Construido en 1702 como el Convento de Santa Clara de las Penitentes, este edificio, que hoy alberga oficinas gubernamentales, fue testigo silente de uno de los capítulos más aterradores y ocultos de la historia de México: el llamado periodo de la Madre Valesca entre 1863 y 1867.
Durante cuatro años, las gruesas paredes del convento, diseñadas para proteger del calor de Sinaloa, cumplieron un propósito más siniestro: silenciar los gritos de terror, dolor y agonía que nadie en la jerarquía eclesiástica quiso oír. Es la crónica de cómo una mujer de Dios, nombrada superiora por el obispo, confundió la fe con el fanatismo más sádico, y cómo ocho monjas jóvenes pagaron el precio final por una purificación que nunca pidieron.
Enero de 1863: La Llegada del Terror
Durante más de 150 años, el Convento de Santa Clara había sido una institución ejemplar. Cuarenta religiosas vivían bajo una rutina estricta de oración, caridad, y trabajo—elaborando hostias y medicinas herbales para los pobres—pero sin crueldad. Las monjas tenían permitido el contacto supervisado con sus familias; nadie pasaba hambre. Todo cambió con la llegada de la Madre Valesca Popuza.
Nombrada superiora por el obispo don Lázaro Garza en enero de 1863, Valesca, de 38 años, ya era conocida por su rigor espiritual extremo y una historia familiar escandalosa nunca aclarada. Físicamente, era una mujer delgada, casi esquelética, con un rostro anguloso y manos frías. Pero lo que aterrorizaba era su mirada.

Testimonios posteriores la describen con ojos negros, profundos, que no parpadeaban, como si estuviera contemplando perpetuamente realidades ajenas a la humanidad. El capellán, Padre Cipriano Maldonado, escribió: “Hay algo en los ojos de madre Valesca que inquieta incluso a los más devotos… como si estuviera perpetuamente contemplando realidades que el resto de nosotros, gracias a Dios, no podemos ver.”
Su primer acto fue anunciar las nuevas reglas: silencio absoluto, correspondencia y visitas prohibidas, ayuno tres días por semana, flagelación diaria obligatoria, y oraciones nocturnas de 11 PM a 4 AM. Las monjas, aunque horrorizadas, se congelaron; “había algo en los ojos de madre Valesca que congelaba cualquier objeción.”
La Ingeniería del Terror: Paranoia y Castigo
Lo que siguió fue un descenso rápido y sistemático al infierno. Madre Valesca no solo impuso penitencias físicas, sino que destruyó la solidaridad comunitaria para crear un “sistema perfecto de terror psicológico.”
Llevaba un cuaderno de cuero donde registraba infracciones reales e imaginarias: una sonrisa, un suspiro de impaciencia, o una mirada “que duraba demasiado.” En las reuniones diarias, obligaba a las monjas a delatarse unas a otras. Quien se negaba a reportar un pecado de otra hermana era acusada de complicidad con el mal.
Las consecuencias de la “delación forzada” eran el aislamiento en la celda de castigo del sótano—un cubículo de 1.5 por 2 metros, sin ventanas ni luz—donde la monja recibía solo pan y agua cada tres días, a veces por semanas.
La penitencia física se intensificó. Las monjas eran obligadas a arrodillarse sobre maíz crudo o piedra sin cojín durante horas. Monja Consuelo fue una de las primeras víctimas, identificada como “espiritualmente débil” por su hábito de sonreír. Fue sometida a ayunos de cuatro días y flagelación con disciplinas que tenían puntas de metal en las cuerdas.
Silencio Cómplice: La Ceguera del Obispo
Las primeras señales de alarma llegaron al obispado en mayo de 1863, cuando familias adineradas de Mazatlán y Culiacán se quejaron por la interrupción de la correspondencia. El obispo, Don Lázaro Garza, acordó una visita pastoral en noviembre.
Madre Valesca, sin embargo, había preparado el escenario a la perfección. El convento estaba impecable, los registros meticulosos, y las monjas, aterradas, guardaban un silencio absoluto. Cuando preguntó por Monja Consuelo, le informaron que estaba “gravemente enferma con fiebre tifoidea en cuarentena.” El Dr. Abundio Cárdenas confirmó el diagnóstico sin examinar realmente a la paciente. El obispo se retiró “satisfecho,” un error que lamentaría de por vida.
La primera muerte ocurrió en febrero de 1864. Monja Consuelo, de 21 años, murió sola en su celda. Pesaba menos de 40 kg, sus costillas visibles, su cuerpo consumido. Causa oficial de muerte: fiebre tifoidea. Años después, el Dr. Cárdenas, en su lecho de muerte, confesaría la verdad: “Fue inanición, pura y simple inanición. Pero yo tenía miedo… así que mentí en ese certificado.”
Dos meses después, Monja Luz murió, supuestamente por una caída. Monja Remedios testificaría que Luz había colapsado de agotamiento después de tres días de ayuno y 18 horas de oración. Para finales de 1864, tres monjas más habían muerto—registradas como neumonía o paro cardíaco repentino—todas jóvenes, previamente saludables, y todas sometidas a penitencias severas.
El Grito que Rompió las Paredes
Las quejas se multiplicaron. En marzo de 1865, el Padre Timoteo Salazar, un confesor temporal, escribió una carta detallada al obispo documentando las muertes anómalas y los fragmentos perturbadores de las confesiones (monjas que preguntaban si era pecado desear la muerte). La carta fue interceptada; Madre Valesca, con contactos en la administración diocesana, logró que el Padre Timoteo fuera transferido abruptamente a una parroquia remota en la Sierra Madre, silenciándolo efectivamente.
Pero en mayo de 1865, la semilla de la verdad germinó de forma violenta. Monja Soledad, una religiosa de 45 años con dos décadas en el convento, finalmente colapsó psicológicamente.
Durante una sesión de corrección espiritual donde observaba a Monja Guadalupe siendo flagelada hasta sangrar, Sor Soledad se levantó y gritó a la Madre Valesca directamente: “Esto no es de Dios, esto es del demonio, y tú eres el mismo caminando entre nosotras…”
Mientras dos monjas la arrastraban a la celda de castigo, Soledad siguió gritando, denunciando las muertes, el hambre, y el terror. Sus gritos fueron lo suficientemente fuertes para ser oídos por un vendedor ambulante que pasaba por la calle. La angustia pura, desesperada, alertó a los vecinos. En horas, oficiales municipales y representantes del obispado estaban en la puerta exigiendo entrada.
El Juicio y la Condena
Lo que encontraron fue espeluznante. Monja Guadalupe atada a una silla con la espalda ensangrentada. Monja Soledad en shock severo. Otras monjas desnutridas, golpeadas, con graves traumas psicológicos: Monja Amparo arrancándose el cabello; Monja Dolores completamente muda. En el pequeño cementerio, ocho tumbas recientes en menos de dos años.
El Dr. Cárdenas, enfrentado a la evidencia, admitió la verdad: las monjas estaban gravemente desnutridas y mostraban signos de abuso físico prolongado.
Madre Valesca fue arrestada esa noche. El juicio, que duró de agosto a noviembre de 1865, fue una sensación. Las monjas testificaron sobre el terror, los golpes, y la inanición. La defensa de Valesca fue que todo era “en servicio de Dios,” que las muertes eran la voluntad de Dios llamando a las más devotas. No mostró remordimiento.
El jurado la declaró culpable en menos de dos horas por abuso, tortura, negligencia criminal resultando en muerte, y falsificación de documentos. Fue sentenciada a prisión perpetua y murió en la prisión de mujeres de Culiacán en marzo de 1867, a los 42 años.
El Legado Persistente del Sufrimiento
El Convento de Santa Clara fue cerrado y el edificio, evitado por las órdenes religiosas, fue vendido a la ciudad en 1882. Las monjas sobrevivientes sufrieron secuelas permanentes: Monja Dolores nunca volvió a hablar; Monja Amparo continuó arrancándose el cabello.
La historia del terror, sin embargo, se negó a morir. Desde 1865, el edificio ha estado plagado de rumores persistentes de fenómenos inexplicables, reportados por empleados, guardias y personal de limpieza, muchos de ellos escépticos:
Llanto y Voces: Sonidos suaves y apagados de múltiples voces femeninas llorando en armonía, a menudo comparado con el rezo del rosario entre sollozos, especialmente en la noche.
Presencia y Frío: Sensación abrumadora de ser observado con una intensidad que “quema,” y un frío repentino e inexplicable que penetra hasta los huesos incluso en el verano sinaloense.
Descubrimientos Aterradores: En 1978, se descubrió una habitación sellada en el sótano que no aparecía en los planos. Era pequeña, sin ventanas. Un análisis confirmó que las manchas oscuras en el piso eran sangre humana con más de 100 años de antigüedad, creyéndose que era la celda de castigo.
Hoy, los empleados evitan trabajar solos. Los meses de febrero y marzo son reportados como particularmente perturbadores, coincidiendo exactamente con los meses de las muertes de Monja Consuelo (febrero de 1864) y Monja Luz (marzo de 1864), y la muerte de la propia Valesca.
El último misterio se descubrió en 2015: los registros de 1882 confirman que los ocho cuerpos exhumados de las monjas del convento fueron trasladados al panteón municipal, pero no hay registro de su sepultura. Los restos simplemente desaparecieron de los registros. Es como si, incluso en la muerte, las almas de las monjas estuvieran negadas a encontrar descanso.
La historia de la Madre Valesca no es solo un hecho histórico; es una herida abierta en la memoria de Mazatlán, un recordatorio de que el sufrimiento puede ser tan profundo que marca el propio tejido de la realidad local. Sus víctimas, cuyas voces fueron silenciadas en vida por un fanatismo cruel, parecen seguir llorando por la absolución que nunca llega.
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