Código del Inframundo: Cómo un jefe de la mafia de Chicago libró una guerra silenciosa para aniquilar al policía corrupto que aterrorizaba a su criada
En el aire enrarecido de un ático de Chicago, en medio del lujo silencioso que solo una inmensa riqueza puede permitirse, se trazó una línea. No se trazó por un acuerdo comercial ni una disputa territorial, sino por una mirada fugaz a las muñecas magulladas de una criada. Lorenzo Duca, un hombre cuya reputación se basaba en un control despiadado, sintió remordimientos al ver el miedo puro y palpable en los ojos de María López. Sin que ella lo supiera, ese momento de vulnerabilidad la convirtió en intocable a los ojos del jefe de la mafia, preparando el terreno para una guerra calculada, escalofriante y absolutamente implacable contra el hombre que la había lastimado: un hombre que resultó ser policía.

La Cicatriz Invisible y la Regla Rota
Lorenzo Duca, de 47 años, era un hombre observador. Podía detectar una mentira en una vacilación de medio segundo y una intención en un sutil cambio de mirada. Así, cuando María López, meticulosa y habitualmente silenciosa, le sirvió el expreso matutino a las 6:47, notó de inmediato que tenía la manga demasiado baja, cubriéndole las manos deliberadamente. Y cuando la tela se deslizó, revelando moretones oscuros con forma de dedo que rodeaban ambas muñecas —algunos morados, otros de un amarillento verdoso—, Duca supo la verdad.

Su sonrisa forzada y su excusa murmurada de «torpeza» no lograron ocultar el terror que la hacía querer desaparecer en la silla de cuero frente a su escritorio.

«Muéstrame», pidió Duca con voz suave pero autoritaria.

La temblorosa revelación de las marcas confirmó sus sospechas: alguien había agarrado a esta mujer con la fuerza suficiente para dejar una prueba imborrable, y estaba demasiado aterrorizada para nombrarlo. En el imperio de las sombras que gobernaba Duca, había reglas, y un principio clave era simple: No se daña a los indefensos.

“Trabajas en mi casa, bajo mi techo. Eso significa que estás bajo mi protección”, declaró Duca con una voz prometedora. Pero María, paralizada por el miedo, salió corriendo de su oficina, susurrando gracias y prometiendo tener más cuidado.

La verdad tras la placa
Duca llamó de inmediato a sus lugartenientes de mayor confianza: Patricia Chun, la perspicaz ama de llaves, y Tony Mina, su jefe de seguridad. El objetivo era claro: averiguar quién era el responsable.

La verificación de antecedentes de María reveló rápidamente la cruda realidad. Su exmarido era el agente Derek Mitchell, un policía corpulento del Distrito 14 con poderosas conexiones; su tío era subjefe. El expediente revelaba dos llamadas previas por problemas domésticos en su antigua dirección y una orden de alejamiento recientemente vencida que María no había podido renovar después de que Mitchell, con el apoyo de un abogado muy costoso, argumentara con éxito que no había “nuevas pruebas de acoso”.

“Así que no tiene protección legal”, resumió Duca, apretando la mandíbula.

La ironía no le pasó desapercibida: él, una figura del hampa, estaba a punto de lanzar una operación para proteger a una mujer inocente del mismo sistema que había jurado servirla.

Vigilancia y el terror del acecho
Duca