EL HERMAFRODITA y el Placer Prohibido con el Hacendado y 2 Esclavos:El Pacto Mortal de la Plantación
Valentín llegó a la hacienda San Jerónimo del Valle envuelto en rumores y cadenas. Lo habían comprado en el mercado de Veracruz por un precio que hizo murmurar a los tratantes: demasiado alto para un esclavo, demasiado bajo para lo que realmente era. Nadie sabía con certeza si era hombre o mujer. Y esa ambigüedad se reflejaba en cada línea de su rostro ovalado, en la curva suave de sus caderas, en la voz que podía ser grave o aguda según la luz del día.
Don Rodrigo de Salazar, el hacendado, lo vio por primera vez durante la inspección matutina y algo en su interior se despertó con una violencia que no había experimentado ni con su esposa, Doña Mariana, ni con las indias que ocasionalmente visitaba en secreto.
La obsesión comenzó como fascinación. Don Rodrigo ordenó que Valentín trabajara cerca de la casa principal, siempre bajo su vista, siempre accesible. Lo observaba desde la ventana de su estudio mientras el hermafrodita cargaba agua o barría el patio con movimientos que parecían demasiado gráciles para un peón común. Doña Mariana notó la atención de su marido, pero la atribuyó a curiosidad morbosa, no a deseo.
Una noche de julio, cuando el calor sofocaba hasta las piedras, Don Rodrigo mandó llamar a Valentín a sus aposentos privados. El hermafrodita entró descalzo, con la cabeza gacha.
“Mírame”, ordenó el hacendado.
Cuando Valentín alzó los ojos, Don Rodrigo vio algo que lo desconcertó. No había sumisión en esa mirada, sino un tipo de conocimiento antiguo, una aceptación que parecía decir: “Sé lo que quieres y sé que no podrás resistirte”.
Esa noche, Don Rodrigo cruzó una línea que nunca imaginó cruzar. Descubrió en el cuerpo de Valentín una dualidad que despertaba cada impulso contradictorio de su ser: dominación y rendición, violencia y ternura.
Pero un secreto de esa magnitud era imposible de guardar solo. Don Rodrigo sabía que los muros tenían oídos. Así que tomó una decisión pragmática y perversa: incluir a Mateo y Esteban, sus dos esclavos de confianza, en el pacto. “Si compartimos el pecado, compartimos el silencio”, les dijo. Los esclavos aceptaron, porque rechazar al hacendado era la muerte, y porque en sus ojos brillaba la misma oscura curiosidad que había consumido a su amo.
Las noches en el cañaveral se convirtieron en un ritual. Alejados de la casa principal, donde Doña Mariana dormía bajo la influencia del láudano que su esposo le administraba generosamente, los cuatro hombres se reunían con Valentín en un claro oculto. Don Rodrigo era siempre el primero, mientras Mateo y Esteban esperaban su turno. Valentín simplemente cerraba los ojos, guardando dentro de sí un secreto aún más profundo.
Un muchacho llamado Gabriel, que traía agua a los cañaverales, comenzó a notar las ausencias nocturnas. Siguió las antorchas una noche y lo que vio le heló la sangre: la vulnerabilidad del poderoso Don Rodrigo, jadeante frente a Valentín. Gabriel comprendió que poseía un arma: información.
Don Rodrigo descubrió por un descuido que alguien los había espiado. La paranoia lo consumió. Reunió a Mateo y Esteban en el cañaveral y mandó traer a Valentín. Con el cuchillo que usaba para abrir los sacos de grano, cortó su propia palma.
“Sangre con sangre”, dijo, obligando a cada uno a hacer lo mismo. “Si uno habla, todos caemos. Si uno traiciona, todos morimos”.
El cuchillo atravesó las palmas con un sonido húmedo y la sangre de los cuatro cayó sobre la tierra seca. Mientras las antorchas crepitaban, cada hombre sintió que acababa de firmar una sentencia de muerte diferida.
Pero ninguno sabía el verdadero secreto. Valentín no era una víctima pasiva. Era una estratega paciente, entrenada en el arte del envenenamiento por un antiguo amo, un médico español. Valentín ya había comenzado su venganza, mezclando pequeñas dosis de Belladona en el agua personal de Don Rodrigo, y semillas de Toloache trituradas en la comida de Mateo y Esteban.
Don Rodrigo despertó semanas después con la boca seca y un dolor punzante detrás de los ojos. La Belladona mermaba su fuerza y nublaba su juicio.
Mateo fue el primero en sentir los efectos del Toloache. Comenzó con sueños vívidos donde veía a Esteban tocando a Valentín con ternura. Los celos le quemaban el pecho. Esteban, por su parte, sufría alucinaciones auditivas; escuchaba voces y risas en lugares vacíos.
Valentín, viendo cómo el joven Gabriel se envalentonaba, decidió usarlo. Le ofreció agua fresca, agua que llevaba una dosis de Datura. Mientras el joven bebía, Valentín le preguntó: “¿Qué es lo que realmente quieres, Gabriel?”.
“Dinero”, confesó el muchacho, sintiendo un calor invencible. “El patrón tiene mucho que perder si hablo”.

“Déjame pensarlo”, dijo Valentín, sabiendo que Gabriel acababa de firmar su propia sentencia.
Bajo los efectos de la Datura, Gabriel confrontó directamente a Don Rodrigo. “Patrón, necesitamos hablar sobre ciertos paseos nocturnos”.
Esa tarde, Don Rodrigo llamó a sus esclavos. “Ese muchacho es un problema que debe resolverse”. Mateo y Esteban interpretaron la orden. Esa noche, arrastraron a Gabriel al río que bordeaba la plantación y sostuvieron su cabeza bajo el agua hasta que dejó de luchar.
El cuerpo de Gabriel flotó tres días. La muerte cambió el pacto; ya no era solo pecado, ahora era asesinato. La culpa, mezclada con el Toloache, comenzó a desmoronar a Mateo. Se despertaba gritando, convencido de que el fantasma de Gabriel, chorreando agua de río, estaba en su barraca.
La madre de Gabriel, una mujer indígena de ojos lúcidos, apareció en la hacienda. Miró fijamente a Don Rodrigo y dijo: “Usted sabe que mi hijo no se ahogó. La sangre de los inocentes no se lava con plata, se paga con sangre”.
Doña Mariana, que había dejado de tomar láudano, confrontó a su esposo. “Sé que hay algo que no me estás diciendo. Puedo olerlo en ti”. Don Rodrigo la despreció, pero el miedo crecía en él, alimentado por la Belladona.
La tensión explotó. Mateo, consumido por la paranoia, acusó a Esteban de traición y ambos rodaron por el suelo golpeándose con rabia asesina. Los otros peones tuvieron que separarlos.
Esa noche, Don Rodrigo supo que el pacto estaba roto. Reunió a los esclavos y a Valentín. “Necesitamos eliminar cualquier rastro. Cualquier testigo”. La mirada que dirigió hacia la casa principal, hacia los aposentos de su esposa, lo dijo todo.
Valentín entendió que había llegado el momento. Esa madrugada, entró en la habitación de Doña Mariana y dejó un papel sobre su mesita de noche. Contenía una sola frase: “Su esposo ya no la necesita porque me tiene a mí. Pregunte dónde pasa las noches”.
El grito de Doña Mariana al amanecer atravesó la hacienda. Entró al estudio de su esposo con la nota en la mano y cerró la puerta. “No importa quién me lo dio”, dijo con voz glacial. “Importa que es verdad. Voy a escribir a mi hermano en Guadalajara. Le contaré todo”.
El terror se apoderó de Don Rodrigo. Mandó llamar a Mateo. “Mi esposa no puede enviar esa carta. Haz lo que sea necesario. Esta noche. Que parezca un accidente”.
Pero Valentín había escuchado la orden. Interceptó a Doña Mariana. “Señora, su vida corre peligro. Su esposo ha ordenado matarla”.
“¿Por qué me adviertes?”, preguntó la mujer.
Valentín sonrió levemente. “Porque usted es la única que puede destruirlo. Y si muere esta noche, nunca podrá vengarse”.
Doña Mariana, criada en un mundo de traiciones, comprendió. Esa noche no durmió en su cama; se escondió en la capilla con un cuchillo de cocina. Cerca de la medianoche, Mateo entró sigilosamente a la habitación de la señora. Vio un bulto en la cama y levantó una barra de hierro, golpeando con toda su fuerza solo almohadas y sábanas.
“Asesino”, susurró una voz desde la puerta.
Mateo se giró y vio a Doña Mariana iluminada por una vela. Antes de que pudiera reaccionar, ella gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
El caos se desató. Los criados salieron corriendo, el capataz apareció con un rifle. Don Rodrigo bajó las escaleras tambaleándose, confundido por la Belladona. Mateo intentó huir, pero tropezó y cayó, golpeándose la cabeza.
Cuando los criados lo rodearon, estaba aturdido y sangrando, murmurando incoherencias sobre fantasmas en los cañaverales.
Doña Mariana señaló a su esposo con el dedo tembloroso y declaró frente a todos: “¡Este hombre ordenó que me asesinaran! ¡Mi propio esposo quiso matarme para ocultar sus pecados con ese hermafrodita del demonio!”.
Don Rodrigo intentó negarlo, pero su poder se había evaporado. Estaba expuesto, temblando, no por la rabia, sino por el veneno y el miedo. El pacto de sangre se había disuelto en la sangre de otros.
Desde las sombras del pasillo, Valentín observaba la escena. Su rostro ambiguo no mostraba expresión alguna. No había necesitado un cuchillo ni un arma. Había usado la lujuria, la paranoia y el poder de sus captores como veneno. La venganza no se había servido caliente, sino gota a gota, hasta que los verdugos se destruyeron a sí mismos. La hacienda San Jerónimo del Valle había caído desde adentro.
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