En el vasto acervo digital del Instituto Moreira Salles, en São Paulo, donde se custodia una memoria visual fragmentada del Brasil, la historiadora Dra. Regina Tavares dedicaba sus horas a una labor ambiciosa. Su proyecto no era meramente un inventario fotográfico, sino una búsqueda activa de dignidad: rastrear cómo hombres y mujeres negros fueron retratados en las décadas inmediatamente posteriores a la abolición de 1888. Regina no buscaba solo la presencia, sino la postura, la afirmación y la resistencia codificada en los detalles que la historia oficial se había obstinado en ignorar.

Día tras día, los patrones se repetían: la élite blanca en el centro, la gente negra relegada al fondo, sosteniendo objetos, niños o herramientas de trabajo. Una jerarquía visual que cimentaba la ideología de la supremacía. Hasta que, en abril de 2024, una fotografía fechada en 1895 se desplegó en su pantalla. La información de archivo era mínima: “Estudio en São Paulo, abril de 1895. Albúmina, excelente estado.”

Al abrir la imagen en máxima resolución, el corazón de Regina dio un vuelco. No había en el encuadre ninguna familia blanca. Había una pareja negra, joven e impecablemente vestida, ocupando el centro absoluto de una composición formal y costosa. El escenario era de un estudio fotográfico de alta gama: una columna arquitectónica pintada en trampantojo, un cortinaje de terciopelo pesado que caía en ondas, un sillón de madera tallada y un suelo de damero diseñado para componer la escena. Todo allí gritaba sofisticación y un costo que solo la élite podía permitirse.

El hombre, de unos veinte y tantos años, vestía un traje oscuro de corte preciso, chaleco claro, camisa blanca almidonada, cuello rígido y corbata perfectamente anudada. Su cabello corto y pulcro. Se mantenía erguido, los hombros alineados, la mirada directa a la cámara, sin rastro de humildad forzada. Era la seriedad tranquila, casi desafiante, de quien sabe que su presencia en ese espacio es un derecho ganado.

La mujer, ligeramente a su derecha y un poco adelantada, aparentaba poco más de veinte años. Llevaba un vestido de tela oscura con elaborados detalles de encaje blanco en el corpiño y las mangas, la cintura marcada al estilo victoriano. El cuello alto enmarcaba su rostro, adornado por un pequeño broche. Su peinado era un moño elaborado con bucles cuidadosamente dispuestos. Su expresión era serena pero intensa; miraba a la lente como quien es consciente de estar dejando un registro trascendental.

La imagen ya era excepcional por el mero hecho de su composición y costo, pero lo que hizo a Regina echarse hacia atrás en la silla fue un detalle en la mano derecha de la mujer. Mientras la mano izquierda reposaba con discreción sobre su vestido, la derecha estaba levantada, a la altura del hombro, en una posición que rompía con la pasividad del resto de la pose. No era un gesto casual. El pulgar y la punta del índice se tocaban, formando un círculo perfecto, mientras los otros tres dedos permanecían extendidos y ligeramente separados. Era una configuración precisa, técnica, coreografiada.

Regina sintió que había tropezado con un código silencioso. Su experiencia en el estudio de las sociedades de ayuda mutua, hermandades y asociaciones afrobrasileñas del post-abolición le había enseñado que muchos de estos grupos, a menudo inspirados en modelos fraternales o religiosos, utilizaban signos sutiles para que sus miembros se reconocieran en público sin alertar a las autoridades. ¿Por qué, se preguntó, alguien asumiría el riesgo de inmortalizar un símbolo secreto en una fotografía formal, destinada a la visibilidad y la posteridad?

Rápidamente revisó el reverso digitalizado. Una caligrafía elegante y tinta oscura confirmaban el estudio: “Estudio Fotográfico Santos e Irmão, São Paulo, abril de 1895.” Y los nombres: “Sebastião Rodrigues de Oliveira y Clara Benedita de Oliveira.”

La pista estaba en sus manos. En esa única imagen se condensaban la dignidad, la emergencia social, un código cifrado y una fecha estratégica: a solo siete años de la abolición, cuando la población negra luchaba por forjar una vida fuera de la plantación. El enigma era ahora desentrañar la historia de Sebastião y Clara.

Regina se sumergió en registros civiles, parroquiales y listas de migración. Encontró el registro de matrimonio de la pareja en febrero de 1894. Sebastião fue registrado como “trabajador de taller mecánico” y Clara como “costurera,” ambos “trabajadores libres.”

Investigando hacia atrás, descubrió que Sebastião había nacido en 1868 en la entonces provincia de São Paulo, hijo de una mujer identificada como “Maria, esclava.” Aunque jurídicamente se benefició de la Ley del Vientre Libre de 1871, creció en una hacienda de café, trabajando desde niño, experimentando una “libertad” restringida en la práctica. Clara, nacida en 1870 en otra propiedad rural, también hija de una mujer esclavizada, había enfrentado las mismas limitaciones. Sus vidas se desarrollaron bajo un sistema que, aunque declaraba su libertad formal, hacía todo lo posible por mantenerlos sujetos a una servidumbre económica y social permanente.

Ambos crecieron en regiones cercanas y, como parte de un fenómeno migratorio más amplio tras la abolición, se trasladaron a la capital paulista a principios de la década de 1890. São Paulo, en plena urbanización e industrialización, ofrecía oportunidades, pero también una competencia feroz y racista con los inmigrantes europeos recién llegados, a menudo favorecidos por las políticas de “blanqueamiento” del gobierno.

Pero la clave del gesto en la fotografía no estaba en el trabajo o la migración, sino en la organización. Regina se enfocó en los archivos de sociedades fraternas del post-abolición. Encontró la “Irmandade Protetora da Liberdade e do Progresso” (Hermandad Protectora de la Libertad y el Progreso), fundada en São Paulo en 1889, apenas un año después de la Ley Áurea. Sus estatutos eran claros: promover la educación, ofrecer apoyo financiero en caso de enfermedad o desempleo, asegurar funerales dignos y defender los derechos de los trabajadores negros. Era una red de protección y afirmación colectiva.

Entre los documentos de la Hermandad, Regina encontró un manual interno, un manuscrito discreto que describía los rituales de iniciación y, crucialmente, los “signos de reconocimiento entre los hermanos.” Al pasar las páginas, sintió un escalofrío. Allí, dibujado con cuidado, estaba el mismo gesto que Clara hacía en la fotografía: pulgar e índice formando un círculo, los otros tres dedos extendidos. El texto explicaba que este era el signo de reconocimiento utilizado para identificarse discretamente en público, en reuniones o en situaciones de riesgo.

La confirmación llegó poco después, al encontrar los libros de registro de miembros de la Hermandad. En una lista de agosto de 1893, aparecía Clara Benedita de Oliveira, costurera. En otra, de noviembre del mismo año, Sebastião Rodrigues de Oliveira, trabajador de taller mecánico. Habían sido iniciados con pocos meses de diferencia, un año antes de casarse y menos de dos antes de la fotografía.

La imagen de 1895 se transformó. Ya no era solo un retrato de una pareja en un estudio de lujo, sino la afirmación de una pertenencia. Era un retrato de militantes, de miembros comprometidos de una organización negra, que eligieron registrar para la posteridad su vínculo con esa red.

Para entender la osadía de Clara, Regina tuvo que analizar el contexto político de 1895. El fin de la esclavitud no trajo reformas estructurales: no hubo reforma agraria, ni educación garantizada, ni políticas de reparación. Los cerca de 700.000 libertos de 1888 fueron abandonados a su suerte en un país que seguía siendo racista. Las sociedades como la Hermandad Protectora eran esenciales, pero estaban bajo vigilancia constante. Las autoridades y sectores conservadores de la recién proclamada República veían con profunda desconfianza cualquier organización colectiva negra que no fuera estrictamente religiosa. La Hermandad fue acusada de “incitar a la desobediencia” y de “fomentar el desorden,” una amenaza directa a su existencia legal.

Frente a esta ofensiva, la Hermandad adoptó una doble estrategia: defensa legal y una campaña de respetabilidad pública, presentándose como ciudadanos honrados y responsables. Es en este marco que la fotografía de Clara y Sebastião adquiere su significado más profundo.

En el diario de Clara, que Regina encontró en manos de un tataranieto, había una entrada de marzo de 1895 que iluminaba la imagen. Clara relataba una tensa reunión de la Hermandad donde se discutía si debían volverse más discretos o, por el contrario, adoptar una visibilidad orgullosa. Clara anotó que estaba harta de vivir como si su existencia fuera algo a ser ocultado. Escribió que si la Hermandad defendía causas justas, no había razón para encogerse. Para ella, aparecer, mostrarse, ocupar el espacio, era también una forma de resistencia.

Pocas semanas después, en el estudio Santos e Irmão, al abrirse el obturador de la cámara, Clara levantó la mano e hizo el gesto secreto. No era solo un reconocimiento para quienes supieran leerlo; era grabar en la luz un símbolo que podía usarse como prueba de conspiración por los enemigos, pero que ella dejaba como un faro para el futuro. Un mensaje silencioso: “Yo pertenezco, yo me organizo, yo no me escondo.”

La reconstrucción de la vida posterior del matrimonio reveló su liderazgo. Cuando el registro oficial de la Hermandad fue revocado en 1896, la organización no se disolvió, sino que se descentralizó en células clandestinas. Clara y Sebastião lideraron una de ellas, haciendo de su casa un centro de reuniones, cenas comunitarias y clases improvisadas de lectura y escritura para mujeres y niños negros.

Las actas de la Hermandad mostraron que Clara fue una figura clave en la organización de mujeres, debatiendo sobre salarios injustos y discriminación. Sebastião se involucró en las discusiones sobre el naciente movimiento obrero, ayudando a organizar a los trabajadores negros en las nuevas industrias. Eran líderes emergentes de una generación que reconstruía su vida y la de su comunidad.

El año 1903 marcó un punto crítico. Sebastião fue arrestado, acusado de incitar una huelga en su taller. Clara se movilizó, articulando la red, contratando al abogado de la Hermandad y presionando. Sebastião fue liberado tras tres semanas, pero la experiencia lo hizo más cauteloso, optando por un trabajo formativo de base, menos visible. Clara, sin embargo, intensificó sus actividades con mujeres y niños, convencida de que “formar consciencias era una forma de lucha que nadie podría destruir tan fácilmente.”

La fotografía de 1895 ocupaba un lugar de honor en su casa, utilizada como punto de partida para conversaciones sobre organización y respeto. En 1899, Clara describió una escena en su diario: mostraba la foto a su hijo, Miguel, de 3 años, y señalaba el gesto, explicando: “Lo que Mamá hace con la mano es el recuerdo de una promesa que hice, una promesa de nunca aceptar la humillación en silencio.”

El tiempo siguió su curso. La pareja tuvo cuatro hijos: Miguel (1895), Benedita (1897), João (1901) y Rosa (1905). Clara murió en 1918 a los 48 años, víctima de la gripe española; Sebastião en 1922 a los 54. Sus hijos, a pesar de seguir caminos diversos –Miguel profesor, Benedita costurera y organizadora, João sindicalista ferroviario, Rosa enfermera–, todos llevaron consigo el espíritu de la lucha de sus padres.

La fotografía fue heredada de generación en generación, volviéndose una memoria simplificada de “gente fuerte y luchadora,” hasta que un tataranieto, ya anciano, la donó al Instituto Moreira Salles en 2015, creyendo que podría tener valor histórico.

Entre 2022 y 2024, Regina Tavares reconstruyó el mosaico completo, publicando una serie de artículos y un libro, “Gestos de Resistencia: Organización Negra en el Brasil Post-Abolición.” La obra no solo estudiaba una hermandad, sino las sofisticadas estrategias de supervivencia y lucha desarrolladas por la población negra en un país que prefería verla como una masa amorfa y pasiva.

En 2024, en el lanzamiento de su libro, Regina organizó un encuentro con los descendientes de Clara y Sebastião. Ante la imagen ampliada de su tatarabuela haciendo el gesto, una de ellas, Doña Maria Aparecida, dijo: “Siempre supimos que veníamos de gente fuerte, pero no teníamos idea de lo organizada y valiente que fue mi familia. Ahora miro esta foto y siento que su gesto es también para mí.”

La historia de Clara y Sebastião, y el gesto fotografiado en 1895, nos deja varias verdades poderosas: que las fotografías nunca son solo imágenes bonitas, sino vehículos de códigos, jerarquías y disputas; que la población negra no fue un cuerpo inerte tras la abolición, sino una comunidad activa de organización y estrategia; y, sobre todo, que pequeños gestos, cuando se cargan de intencionalidad, pueden atravesar más de un siglo, trayendo consigo mensajes que, una vez descifrados, reescriben la historia. El gesto de Clara no se escondió; se grabó para siempre, esperando el ojo de Regina Tavares para ser finalmente leído.