El Toque Prohibido y el Amanecer en Santa Clara
En el aislamiento sofocante de aquella hacienda, Jeremías era apenas la sombra diligente, un sirviente dedicado que existía estrictamente bajo el paraguas autoritario de su ama. Su vida se regía por el ritmo del trabajo duro y una obediencia inmutable. Pero esa rígida estructura se resquebrajó el día en que Clara, la dueña, se dio cuenta de que el deseo que intentaba ahogar ya no cabía dentro de su pecho. Sola en el vasto caserón, poseída por una fuerza emocional que ni ella misma comprendía del todo, tomó la decisión de llamarlo. Cuando él cruzó el umbral de la puerta, jamás imaginó que esa noche no solo revelaría secretos de su ama, sino también la verdad sobre sí mismo, transformando para siempre la relación entre ambos y la faz misma de la hacienda.
El viento de aquella tarde recorría los campos como si fuera un portador de secretos antiguos. Las ventanas de la Casa Grande vibraban levemente mientras Clara, la patrona, caminaba inquieta por el largo salón. Era una mujer alta, de fuerte presencia y pasos firmes que resonaban en el suelo de madera noble. Para muchos, ella era simplemente la propietaria de la tierra más extensa de la región; fuerte, imponente, casi real. Pero para Jeremías, ella era una figura mucho más complicada, un epicentro de poder y temor silencioso.
Jeremías había trabajado allí desde los diecisiete años. Era un hombre reservado, disciplinado, y cargaba una timidez tan profunda que a veces parecía evitar incluso su propia sombra. Tenía los ojos oscuros y atentos, y una manera de mantener la distancia que se había convertido en su armadura. Su miedo no era al trabajo ni a la soledad, sino a ella, a Clara, a esa figura que lo observaba con una intensidad que no sabía descifrar.
Clara siempre lo había tratado con el respeto distante que se dispensa a un subordinado eficiente. Sin embargo, en secreto, admiraba su dedicación, su fuerza contenida, su bondad con los animales y la calma en cada uno de sus gestos. A veces, al verlo a lo lejos, con las mangas remangadas y el sudor brillando en sus brazos macizos, sentía algo que no se atrevía a nombrar. No podía, no debía, pero lo sentía. Y ese sentimiento había estado creciendo como la raíz de un árbol milenario que nadie percibe hasta que finalmente rompe la tierra.
En las últimas semanas, sin embargo, algo había cambiado drásticamente. Jeremías se había vuelto escurridizo. Si Clara entraba en el granero, él salía. Si ella intentaba iniciar una conversación, él respondía con monosílabos, casi tropezando con las palabras, e inventaba una tarea urgente. Ella se había dado cuenta de que él huía, y cuanto más él retrocedía, más Clara se preguntaba: “¿Habré dicho algo incorrecto? ¿O acaso el sentimiento que yo misma intento ocultar está escapando por mis ojos?”.
Ese día, ella decidió enfrentar la verdad que ardía entre ellos. Jeremías barría el patio, absorto en la tarea y en la fina capa de polvo que el viento se empeñaba en traer de vuelta. El sol de la tarde proyectaba su sombra larga en el suelo de tierra. Clara se detuvo en el porche, observándolo. Su corazón latió con más fuerza y, en un impulso que ni ella misma entendió completamente, bajó los dos escalones que separaban su mundo del de él.
«Jeremías», lo llamó, su voz más suave de lo que esperaba.
Él se giró lentamente. Al verla acercarse, retrocedió un paso, un movimiento reflejo. No era miedo físico, sino nerviosismo puro; creía que cuanto más cerca estuviera ella, más difícil le sería mantener el control de sus propias emociones.
«Sí, doña Clara», respondió, con los ojos clavados en el suelo.
«Has estado evitándome».

Él tragó saliva. El viento pareció detenerse por un segundo. Jeremías jugueteó con la punta de la escoba, inquieto, como si fuese una protección invisible. «No es eso, señora. Solo he tenido mucho trabajo», murmuró.
Clara dio otro paso hacia él. Era como si el suelo retuviera sus pies, impidiéndole alejarse. «Siempre has trabajado mucho, pero antes… antes no salías corriendo cuando yo llegaba».
Jeremías respiró hondo. Su pecho subía y bajaba lentamente, tratando de contener algo que lo ahogaba. «Usted es muy grande», dijo en un hilo de voz.
Ella parpadeó, confundida, y luego comprendió que no se refería exactamente a su estatura. Jeremías era un hombre fuerte y alto, pero era la presencia de ella, el poder que representaba, la diferencia abismal entre sus mundos lo que lo intimidaba. «Solo soy una persona, Jeremías», susurró ella con una sinceridad inusual.
«Usted es la dueña de todo esto. Yo solo soy el empleado», dijo él, por fin levantando los ojos para mirar su rostro. Había miedo allí, sí, pero también algo intenso, vivo, que luchaba por esconder.
Clara sintió un nudo en el pecho. «¿Y desde cuándo eso impide a una persona mirar a otra?». Él no respondió. Ella se acercó un poco más, lentamente para no asustarlo, y tocó su brazo de forma ligera, casi como una disculpa. Jeremías se estremeció, no de temor, sino de sorpresa ante el contacto.
«No puedo, doña Clara», dijo con voz ronca. «Usted me mira de una manera que no sé manejar. No sé si está bien, no sé si está mal».
Clara sintió que el mundo daba un pequeño giro. «¿Y cree que yo lo sé?». Sus miradas se cruzaron de una manera que ninguno de los dos pudo evitar. Por un instante, todo se quedó en silencio: el viento, el patio, toda la hacienda. Ella continuó: «Jeremías, nunca quise que me temiera».
Él bajó la mirada, respirando con rapidez. «No es miedo a usted. Es miedo a lo que siento cuando usted se acerca».
Clara se quedó inmóvil. Su pecho vibró con esas palabras. «¿Y qué es lo que siente?», preguntó con la voz temblorosa. Él dudó, luchando contra una batalla interior. Apretó el mango de la escoba como si fuera un ancla en medio del mar. «Siento que si me quedo demasiado cerca, olvidaré mi lugar, y eso podría ser perjudicial para mí o para usted».
Clara dio un paso atrás, no por rechazo, sino por comprensión. No quería presionarlo, no quería lastimarlo. Solo quería que él supiera que ella veía en él mucho más que a un empleado. «Lo entiendo», dijo con una sonrisa triste. «Pero no voy a dejar de intentar entenderlo, ni de hablar con usted, ni de apreciarlo».
Jeremías abrió los ojos de par en par. Era la primera vez que ella lo decía. La palabra apreciar cayó sobre él como una ola fuerte, inesperada, hermosa y aterradora. Respiró hondo, giró el rostro y dijo en voz baja: «Doña Clara, no puedo huir de todo esto para siempre». Ella sonrió. «Entonces no huya», respondió con dulzura.
Cuando ella se alejó, Jeremías permaneció inmóvil, su corazón latiendo demasiado rápido para un hombre que siempre intentaba parecer firme. Algo dentro de él comenzaba a cambiar. No sabía si era coraje, deseo o simplemente la certeza de que huir de ella ya no serviría de nada. En el porche, Clara se giró y lo vio todavía allí, mirando al suelo, perdido entre lo que quería y lo que temía. En ese instante, se dio cuenta. Su historia apenas comenzaba, y sería mucho más intensa de lo que cualquiera de los dos podría imaginar.
La noche en que doña Clara le susurró que un día dejaría de huir, no abandonó la mente de Jeremías. Intentó trabajar al día siguiente como si nada hubiera pasado, pero cada paso que daba en la hacienda parecía llevar el peso de un nuevo mundo abriéndose dentro de él. Era como si la patrona hubiera encendido un fuego en su alma, no un fuego de miedo, sino algo más profundo, más inquietante, más difícil de enfrentar.
Doña Clara parecía inmensa a los ojos de Jeremías, enorme, no solo por su cuerpo ancho, fuerte e imponente, sino por su presencia. Tenía una manera de caminar que hacía que el suelo pareciera respetarla. Su vestido estampado se balanceaba con cada movimiento y sus manos, gruesas y suaves, mostraban que no era una dama frágil, sino alguien habituada a mandar, trabajar y cuidar de la hacienda con su propia fuerza.
A pesar de eso, había en ella una especie de delicadeza que Jeremías solo empezó a notar después de esa tarde. Una forma dulce de acomodar su cabello grande y rizado. Un suspiro largo cuando pasaba por el porche. Un perfume ligero que mezclaba jabón de lavanda con el olor a maleza húmeda del amanecer. Él no quería admitirlo, pero se estaba volviendo demasiado curioso. Curioso como un niño que quiere entender lo que no debería, un tipo de curiosidad que asustaba y atraía a partes iguales.
Cada tarde, doña Clara tomaba su baño en el cuarto de baño exterior, una pequeña dependencia de madera detrás del granero, con agua traída del pozo y calentada en la estufa de leña. Era una vieja costumbre de la hacienda, un ritual sencillo, pero que ponía a Jeremías inquieto. Él se sentaba en el banco de madera cerca de la pendiente, fingiendo atar cuerdas o cortar leña, solo para poder seguir el camino que ella hacía hasta el baño. El cielo a menudo aún estaba dorado y la luz atrapaba su cabello como hilos de miel. El vestido siempre se levantaba un poco cuando el viento soplaba, revelando lo justo para hacer que su corazón se acelerara.
Pero fue una noche más fresca cuando todo cambió. La luna brillaba intensamente, iluminando la hacienda con una claridad pálida. Jeremías estaba guardando herramientas cerca del cobertizo cuando escuchó el sonido del cubo de agua siendo arrastrado. Se dio cuenta de que la patrona iba a tomar su baño nocturno. Era siempre a la misma hora, un hábito que se había convertido en parte de su propia rutina. Caminó hasta el lado del cobertizo, no por malicia, sino porque el sonido del agua cayendo sobre el suelo de madera se había convertido en algo que agitaba su pecho. Era como si cada salpicadura contara un secreto.
El baño exterior tenía una pequeña rendija entre dos tablas, delgada, casi imperceptible. Jeremías sabía que desde allí no vería nada comprometedor, pero vería luz, sombra, movimiento. Y eso era lo que le causaba tanta curiosidad. Quería entender cómo era ella cuando estaba sola, cuando no necesitaba parecer tan imponente, cuando no estaba dando órdenes. Se acercó lentamente, con el corazón latiéndole fuerte. La luz del farol dentro del baño creaba dibujos suaves en la pared. Vio su gran sombra moverse, sus brazos levantarse para lavar su cabello, su cuerpo balanceándose con tranquilidad. No se veía nada íntimo. La silueta, aquella silueta enorme, redonda, llena, era una presencia que llenaba todo el espacio.
Jeremías no podía explicar lo que sentía: miedo y encanto mezclados. Era como mirar un trueno, peligroso y hermoso al mismo tiempo. Pero entonces sucedió algo que lo hizo congelarse. La sombra se detuvo, luego se giró lentamente, como si estuviera mirando directamente a la rendija. El corazón de Jeremías se disparó tanto que pensó que se desmayaría.
«Jeremías». Escuchó la voz baja, demasiado suave.
Abrió los ojos. Ella lo sabía. Siempre lo había sabido. La puerta rechinó lentamente, solo un poco, y Clara asomó el rostro, con el farol iluminando la mitad de su cara. Su cabello estaba mojado, cayendo pesado sobre sus hombros. Su piel brillaba a causa del agua. Su rostro estaba sereno, y una sonrisa tímida se dibujaba casi oculta.
«¿Crees que no me doy cuenta cuando alguien me observa?», preguntó sin ira, sin dureza.
Jeremías casi cae hacia atrás. «Yo, patrona, lo siento, yo no… no quise faltarle al respeto».
Ella levantó su mano grande y el silencio lo cortó. «No tienes que huir», dijo. Y su mirada era tan suave que Jeremías sintió que le temblaban las piernas. «Solo tienes que tener el coraje de mirarme a los ojos. No a través de una rendija».
Su rostro ardía. El miedo y la vergüenza se mezclaron en una fuerte ola, pero había otra cosa allí, una esperanza que no podía controlar. Doña Clara dio un paso fuera del baño, ya vestida con una larga bata de algodón. La luz del farol hacía que la tela pareciera dorada. Su tamaño era aún más imponente bajo la luz de la luna. Caminó lentamente hacia él. Jeremías no corrió esta vez. No pudo.
«¿Tienes curiosidad por mí, Jeremías?», susurró ella, acercándose tanto que él sintió el dulce aroma del jabón. «Yo…», sus ojos recorrieron lentamente el cuerpo de él, «también tengo curiosidad por ti. Pero esto solo funcionará si dejas de huir».
El silencio se hizo pesado entre los dos, tan denso como la noche cálida que rodeaba la hacienda. Jeremías sintió que algo dentro de él finalmente se rendía, como una puerta que siempre había estado cerrada y por fin se abría.
Clara tocó suavemente su hombro. Un toque grande, cálido, inesperadamente gentil. El tipo de toque que no asustaba, sino que calmaba. «Mañana temprano», dijo, volviéndose hacia el baño, «voy a querer ver si sigues teniendo curiosidad». La puerta se cerró lentamente y Jeremías se quedó allí, sin aliento, sabiendo que su vida jamás volvería a ser la misma.
A partir de ese momento, la tensión se transformó en una expectativa palpable. Jeremías intentó actuar normalmente, pero su corazón se aceleraba cada vez que ella se acercaba. Ya no era el miedo de antes, sino una mezcla de respeto, fascinación y una curiosidad creciente que se intensificaba con cada cruce de miradas. Clara, por su parte, parecía diferente. No presionaba, no insistía, lo trataba con una calma y gentileza inesperadas, dándole el espacio que él necesitaba, aunque esto mantuviera su propio corazón inquieto.
Aun así, de vez en cuando, ella dejaba escapar miradas largas y pausadas que Jeremías fingía no notar, aunque las notaba intensamente. Sentía temblarle las piernas, calentarse el pecho, se sentía vivo.
Una tarde de calor casi insoportable, Jeremías estaba reparando el tejado del gallinero cuando oyó pasos pesados sobre la hierba seca. Era ella. «Jeremías», dijo en un tono más suave de lo habitual. «Baja un momento. Quiero mostrarte algo».
Él tragó saliva, se limpió las manos in sus pantalones y bajó por la escalera improvisada. Clara sostenía algo envuelto en un paño. «Esto», comenzó con un poco de timidez. «Era de mi padre. Siempre decía que un buen trabajador merece buenas herramientas. Y tu has sido mais que bueno conmigo». Desdobló el paño. Era un machete antiguo, pero bellísimo, restaurado y brillante como la plata.
Jeremías se quedó inmóvil. «Doña Clara, esto es demasiado».
«No lo es», replicó, pero sin dureza. «Te mereces mas de lo que imaginas». Sus ojos se encontraron. Ella notó el brillo en los Suyos y sonrió.
Los kias siguientes fueron extrañamente silenciosos, no un silencio malo, sino cargado de expectativa. Jeremías ya no huía cuando ella se acercaba, ya no desviaba la mirada. A veces, incluso buscaba su presencia, aunque solo fuera para escuchar su voz dando órdenes desde el porche.
Una noche, cuando el viento era fresco y la luna iluminaba todo con una luz lechosa, Jeremías decidió caminar hasta el corral para revisar los terneros recién nacidos. En el camino, escuchó pasos detrás de él. No need to girarse para saber quién era.
«¿No puedes dormir?», preguntó Clara.
«La cabeza no me deja», respondió él con sinceridad.
«A mui también me pasa», dijo ella, acercandose un poco más. «Especialmente últimamente».
Jeremías respiró hondo. Su corazón latía tan fuerte que parecía resonar en todo el campo. «Doña Clara, no entiendo una cosa. ¿Por que? ¿Por qué me mira de esa manera, siendo tan buena conmigo?».
Clara tardó en responder. Miró al cielo, respiró profundamente y dijo: «Porque tuy no me ves como los demás. Nunca lo has hecho. Ni como una mujer demasiado grande, ni como una patrona difícil. Cuando me miras, parece que ves quién soy en realidad. Y eso, Jeremías, eso me conmueve».
Él se quedó quieto, sintiendo que el mundo entero se estrechaba alrededor de su pecho. Ya no era miedo lo que sentía ahora, era otra cosa: algo Cálido, fuerte, intenso. «Yo tenía miedo», confesó. «Lo tenía, pero ahora ya no. Ahora quiero entenderla. Quiero saber quién es usted. No solo desde lejos».
Clara cerró los ojos por un instante, como si esas palabras hubieran atravesado una puerta que nunca pensó que se abriría.
«Entonces, acércate», susurró.
Jeremías dio un paso, solo uno. Pero ese único paso lo cambió todo. Ella no lo tocó, no lo presionó, no avanzó. Simplemente se quedó allí, grande, fuerte, imponente, pero con los ojos brillando como si fuera una niña que esperó toda su vida para ser vista. Jeremías sintió que le faltaba el aire. Sintió que era el momento en que tenía que decidir: seguir huyendo o finalmente quedarse.
Levantó su mano lentamente, tan lentamente que hasta el viento pareció detenerse para observar, y tocó el brazo de ella. Un toque simple, pero que hizo que Clara cerrara los ojos, emocionada. Ese fue el instante en que Jeremías se dio cuenta: no había vuelta atrás, ni para él ni para ella. Porque en ese toque nació algo mas grande que el miedo, mas grande que la curiosidad, mas grande que la diferencia entre ellos. Nació el comienzo, y ninguno de los dos estaba dispuesto a renunciar a él.
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