El coronel se enamoró de una voluptuosa esclava y tuvieron dos hijos. La amante se enteró e hizo lo impensable.
En la vasta y rica región del Recôncavo Baiano, la hacienda Gameleiras se erguía como una de las propiedades más prósperas. Allí, a unos 40 km de Salvador y a orillas del río Paraguaçu, vivía el coronel Rodolfo Augustos. A sus 42 años, era un hombre imponente, alto y de hombros anchos, cuya fortuna había triplicado desde que heredó la plantación de caña de azúcar, tabaco y yuca.
Rodolfo mantenía un matrimonio de apariencias con doña Júlia de Albuquerque, una mujer de la alta sociedad de Salvador. Su unión, arreglada por las familias catorce años atrás, era fría. Júlia, de piel clara y ojos azules, era delicada y bella según los estándares de la época, pero también amargada. Criada para ser un adorno social, pasaba sus días entre cenas, misas y chismes, sin compartir amor ni compañerismo con su esposo.
Detrás de los muros de la imponente casa principal, pintada de blanco y azul, un secreto ardiente estaba a punto de estallar.
En la hacienda trabajaban 150 esclavizados. Entre ellos estaba Talita, de 23 años. Nacida en la propia hacienda, hija de una esclava que murió de fiebre, Talita trabajaba ahora en la Casa Grande. No encajaba en los ideales de belleza de la sociedad blanca: no era delgada ni delicada. Al contrario, poseía un cuerpo voluminoso, pechos generosos, caderas anchas y una piel oscura como el ébano. Su cabello crespo lo llevaba atado en un pañuelo colorido, y sus ojos castaños brillaban con una inteligencia y dignidad que la esclavitud no había podido apagar.
El coronel Rodolfo comenzó a notar a Talita de una forma diferente. Al principio, fueron miradas furtivas durante la cena. Luego, buscó excusas para estar cerca de ella, pidiéndole que le llevara agua a su despacho o inspeccionando las áreas donde ella trabajaba.
Talita percibió el peligro. Las mujeres esclavizadas no tenían elección ante el deseo de sus señores. Pero con Rodolfo fue distinto. Él no la forzó. Comenzó a hablarle, a preguntarle por su vida, a tratarla con una gentileza que ella nunca había conocido de un hombre blanco. Y contra toda lógica, Talita también empezó a sentir algo por él.
Una noche de tormenta, un año y medio atrás, mientras doña Júlia estaba en Salvador, todo comenzó. Talita entró al despacho a recoger unas tazas, empapada por la lluvia. El vestido se le pegaba al cuerpo, revelando sus curvas. —Estás empapada —dijo Rodolfo. —Disculpe, señor. Limpiaré el suelo que mojé. —Deja eso —respondió él, ofreciéndole un chal—. Sécate con esto. Sorprendida, Talita tomó la suave tela. —Gracias, señor. —Llámame Rodolfo —dijo él suavemente—. Cuando estemos solos, llámame Rodolfo.
Esa noche, conversaron. Rodolfo habló de su soledad, de su matrimonio sin amor. Talita, al principio dudosa, le contó sobre su madre, sus sueños de libertad y cómo había aprendido a leer a escondidas. El primer beso fue inevitable. Hicieron el amor allí mismo, en el sofá de cuero importado, con una pasión que ninguno había conocido. Rodolfo descubrió en ella una profundidad intelectual que lo fascinó. Talita, a pesar del miedo, se enamoró de la gentileza con la que él la trataba como persona, no como propiedad.
Seis meses después, Talita descubrió que estaba embarazada. Se aterró, pero cuando se lo dijo a Rodolfo, él, tras un silencio, sonrió. —Un hijo nuestro —dijo, posando su mano sobre el vientre de ella—. Nuestro hijo.

Rodolfo la trasladó a labores más ligeras y la instaló en una pequeña casa alejada de los barracones de esclavos, bajo el pretexto de necesitarla más cerca de la Casa Grande. Doña Júlia, absorta en su vida social, no sospechó nada.
En marzo de 1846, Talita dio a luz a un niño. Rodolfo estuvo presente, algo inaudito. Sostuvo al bebé de piel morena clara y cabello rizado. Lo llamaron João.
Rodolfo los visitaba a diario, llevando comida y regalos. Pasaba horas mirando a su hijo. Y cuando João tenía solo seis meses, Talita quedó embarazada de nuevo. En abril de 1847, nació Maria, con la piel un poco más oscura, pero con los inconfundibles ojos de Rodolfo, castaños con puntos dorados.
El coronel amaba a Talita y a sus dos hijos. Empezó a hacer planes imposibles: hablaba de liberarla, de reconocer a los niños, de huir a otro país. Pero ambos sabían que, en el Brasil esclavista de 1847, eran solo fantasías.
Un amor tan grande era difícil de ocultar. Y eventualmente, la verdad llegó a oídos de doña Júlia.
Fue Benedita, otra esclava de la casa, celosa de la atención que recibía Talita, quien sembró la duda. —¿Ha visto qué bonitos crecen los hijos de Talita? —comentó un día mientras ayudaba a Júlia a vestirse—. Sobre todo el niño… tan parecido a… Doña Júlia, que no era tonta, la obligó a terminar la frase. —La gente comenta, señora… Comentan que el niño tiene los ojos del coronel.
El sangre de Júlia se heló. Comenzó a observar. Notó las desapariciones de Rodolfo, los tejidos finos y la comida de calidad que no llegaban a la despensa principal. Una tarde de septiembre, siguió a su marido. Se escondió tras una higuera y miró por la ventana de la pequeña casa de Talita.
Lo que vio la hizo temblar de rabia. Rodolfo sostenía a la pequeña Maria. João jugaba en el suelo con juguetes caros. Y Talita, hermosa en un vestido de tela fina, estaba allí. Pero lo peor fue la expresión de Rodolfo: miraba a esa mujer y a esos niños con un amor tan puro y verdadero que Júlia jamás había visto en sus catorce años de matrimonio.
Júlia regresó a la Casa Grande con una furia gélida. No lloró. Planeó su venganza con paciencia. Comenzó a esparcir rumores en la sociedad sobre la “moral deplorable” de algunas haciendas, y reunió pruebas: anotó las visitas de Rodolfo e incluso consiguió un billete de amor escrito por él.
En diciembre de 1847, Júlia fingió un viaje a Salvador por Navidad. Rodolfo, feliz, se quedó para pasar esos días con Talita y los niños. Pero Júlia no viajó. Se escondió en una villa cercana.
En Nochebuena, cuando estaba segura de que Rodolfo estaría con Talita, regresó. No venía sola. La acompañaban su hermano, el juez Carlos Albuquerque, y seis hombres armados. Júlia le había contado a su hermano una mentira: que una esclava hechicera había embrujado a Rodolfo y planeaba matar a la familia legítima.
Eran casi las diez de la noche. La puerta de la pequeña casa se abrió de golpe. Rodolfo y Talita cenaban; los niños dormían. —¡Júlia! ¿Qué significa esto? —gritó Rodolfo, interponiéndose entre Talita y los invasores. —¿Qué significa? —replicó Júlia, su rostro era una máscara de furia—. ¡Significa esto! ¡Tú, mi marido, cenando con tu esclava como si fuera una familia! —¡No hables así de ella! —¡Es una esclava! ¡Tu propiedad! —gritó Júlia, perdiendo el control.
El juez Carlos entró con aire de superioridad. —Rodolfo, qué deplorable. Mi hermana me ha contado cómo esta mujer usó brujería para hechizarte. —¿Brujería? ¡Qué absurdo, Júlia!
Los hombres armados entraron. Uno fue hacia la hamaca de los niños. João despertó llorando. —¡No lo toquen! —gritó Rodolfo, pero dos hombres lo sujetaron. —Cojan a los niños —ordenó Júlia, con voz helada. Talita corrió para protegerlos, pero un hombre la empujó y cayó, golpeándose la cabeza. —¡Talita! —gritó Rodolfo, luchando. Un hombre le dio un puñetazo en el estómago.
João y Maria fueron arrancados de la hamaca, llorando aterrorizados. —¿Qué vas a hacer con ellos? —preguntó Rodolfo, desesperado. Júlia sonrió, un gesto terrible. —Con los niños, voy a venderlos. Separados, por supuesto. A haciendas muy lejanas. Nunca más los verás. —¡No, Júlia, por favor! ¡Son mis hijos! —¡Tus hijos son Miguel y Teresa! —replicó ella, refiriéndose a sus hijos legítimos—. ¡Estos son solo el producto de tu pecado!
Rodolfo lloraba, algo que Júlia nunca había visto. Talita, sangrando por la frente, se arrastró y se arrojó a los pies de Júlia. —Por favor, señora, no se lleve a mis hijos. Haré lo que quiera. Me iré lejos, pero déjeme a mis hijos. Júlia la miró con cruel satisfacción. —¿Tus hijos? Tú no tienes hijos. Los esclavos no tienen derechos sobre sus crías. Me pertenecen.
Los hombres se llevaron a los niños a un carruaje. —¿Y qué hacemos con ella? —preguntó Carlos, señalando a Talita. Júlia pensó. Matarla era fácil, pero había una venganza mejor. —Vivirá. La venderé a una plantación de café en Minas Gerais. Un lugar donde trabajará hasta morir, sabiendo siempre que le arrebataron a sus hijos.
Rodolfo logró soltarse y corrió a abrazar a Talita. —Encontraré a los niños —le susurró—. Te lo prometo. Te encontraré a ti. Antes de que pudiera decir más, los hombres lo apartaron y uno lo golpeó en la cabeza con una pistola, dejándolo inconsciente.
Talita fue arrastrada, gritando, a otro carruaje. Lo último que vio fue la pequeña casa donde había sido feliz. Júlia observó cómo se alejaban los carruajes y luego dio una última orden: —Quemen la casa.
Cuando Rodolfo despertó horas después, solo quedaban cenizas. Talita y los niños habían desaparecido. Júlia estaba en la Casa Grande, tomando té tranquilamente.
En los días siguientes, Rodolfo intentó todo. Exigió saber dónde estaban, pero Júlia se negó. El juez, su cuñado, bloqueó cualquier investigación, esparciendo el rumor de que Rodolfo estaba mentalmente perturbado por la brujería. Júlia lo amenazó: si la abandonaba, usaría el poder de su familia para arruinarlo y quitarle también a sus hijos legítimos.
Rodolfo se convirtió en una sombra. Siguió administrando la hacienda mecánicamente. Vivían en la misma casa como extraños. Pasó años enviando cartas y contratando investigadores, pero buscar esclavos vendidos sin saber sus nuevos nombres era imposible.
Talita fue vendida a Minas Gerais, como Júlia prometió. Sobrevivió al trabajo agotador, aferrándose a la promesa de Rodolfo. En 1850 intentó escapar; fue capturada y azotada. En 1853, lo intentó de nuevo y lo logró, huyendo a un quilombo (una comunidad de esclavos fugitivos) en las montañas. Desde allí, pasó años buscándolos, pero sin éxito.
João y Maria fueron vendidos por separado. João, a una plantación de caña en Pernambuco. Maria, a una familia de comerciantes en São Paulo. Eran demasiado pequeños para recordar claramente, solo tenían memorias vagas, como sueños, de una mujer que cantaba y un hombre de ojos buenos.
En 1877, treinta años después, doña Júlia agonizaba. Rodolfo, ya un hombre anciano de 72 años, le imploró una última vez. —Júlia, por favor, antes de morir. Dime dónde están. Ella lo miró con ojos cansados. —Estaban en haciendas. João en Pernambuco, Maria en São Paulo. Pero de eso hace treinta años, Rodolfo. ¿Quién sabe dónde están ahora? Cerró los ojos y murió, llevándose cualquier otro detalle a la tumba.
Rodolfo murió en 1882, cinco años después que Júlia. Dicen que en sus últimos días pasaba horas mirando el lugar donde había estado la pequeña casa quemada, murmurando los nombres de Talita, João y Maria.
Los destinos finales de Talita y sus hijos se perdieron en la historia, como los de millones de personas esclavizadas cuyas vidas fueron borradas. Pero su historia sobrevivió, contada oralmente de generación en generación, un doloroso recordatorio de un amor imposible y una venganza terrible, destruidos por la crueldad de la esclavitud.
News
La mujer ciega que tuvo ocho hijos: nunca supo que todos eran para sus hermanos (1856)
El Velo de la Oscuridad: La Mujer Ciega y el Engaño de los Ocho Hermanos (Nueva Inglaterra, 1856) El aire…
La Promesa bajo el Árbol de Mango
“Cuando sea mayor, seré tu marido”, dijo el esclavo. La señora rió. Pero a los 23 años, regresó. La Promesa…
La Novia de la Pistola: El Secreto de Puebla
La Novia de la Pistola: El Secreto de Puebla Puebla de los Ángeles, México. Marzo de 1908. El aire dentro…
Las Hijas de la Sombra: La Herida Abierta del Congo Belga
Las Hijas de la Sombra: La Herida Abierta del Congo Belga Bajo el sol implacable del África Ecuatorial, entre 1908…
El Espejo de la Eternidad Robada: La Maldición de los Vega
El Espejo de la Eternidad Robada: La Maldición de los Vega En las tierras altas y frías de Cuenca, donde…
Todos rodean a la madre en este retrato de 1920; lo que están protegiendo de la cámara tomó…
El aire en el estudio fotográfico de Filadelfia en 1920 era frío y estaba cargado del olor acre del polvo…
End of content
No more pages to load






