Josefa: La Proeza de la Esclava que Heredó la Tierra (Versión Extendida)

El Origen y la Marca de la Belleza (1755-1769)

Mi nombre es Josefa, y esta es la crónica de una vida que desafió las leyes no escritas de la sociedad colonial brasileña. Es la historia de cómo ascendí de esclava a dueña de haciendas, de cómo mi cuerpo fue el campo de batalla donde se gestó la libertad de diez hijos prohibidos, y de cómo sobreviví a la furia implacable de una mujer de élite que juró llevarme a la tumba. Esta es la narración de un escándalo que sacudió los cimientos del Recôncavo Bahiano en 1788, una verdad que aún se susurra en las viejas fazendas, para recordar que la historia del Brasil colonial es mucho más compleja y contradictoria de lo que aparece en los libros oficiales. Porque yo, una mujer negra nacida en la senzala, me convertí en senhora de tierras y de gente, y el precio que pagué por este milagro social fue una moneda acuñada con sangre, sudor y las lágrimas amargas de casi treinta años.

Nací en 1755 en el Engenho São Francisco, una inmensa propiedad dedicada al cultivo de la caña de azúcar en el Recôncavo Bahiano, cerca de la villa de Cachoeira. Mi madre era esclava de labranza (escrava de Eito); a mi padre biológico nunca lo conocí, solo el rumor de que era un esclavo de otra hacienda que pasó por allí y desapareció para siempre. Crecí, como todas las niñas esclavizadas, sumergida en el trabajo desde los cinco años, ayudando en la Casa Grande, acarreando el agua pesada desde el arroyo, lavando la ropa de la familia del patrón, haciendo todo lo que se me ordenaba.

Pero, a diferencia de muchas, yo poseía una cualidad que se convertiría en mi única arma y mi mayor maldición: la belleza. Lo digo sin vanidad, sino con la fría objetividad de quien reconoce el catalizador de un destino inevitable. Tenía la piel oscura, suave y lustrosa, ojos grandes de mirada profunda y un cuerpo que se desarrolló precozmente. Y el dueño del ingenio, Francisco Almeida de Carvalho, lo advirtió.

Francisco Almeida de Carvalho tenía cuarenta y dos años cuando me llamó a su cama por primera vez. Yo apenas había cumplido catorce. Era el año 1769, y no tuve elección, porque la elección no existía para una esclava. Simplemente me convocó una noche, me llevó a un cuarto en el ala trasera de la Casa Grande, un lugar diseñado para la discreción, lejos de los aposentos de su esposa, Doña Mariana, y ejecutó su voluntad sobre mí. El acto fue rápido, brutal, y me hirió profundamente. Me dolió el cuerpo y, más aún, el alma. Lloré toda la noche después, acurrucada junto a mi madre en la senzala, mientras ella me acariciaba el cabello y me imploraba que fuera fuerte, que esa era la realidad de nuestra condición, que yo no era la primera ni sería la última en ser víctima de la lujuria del amo. Pero sus palabras no aliviaban el dolor; nada lo hacía.

La Transformación de la Relación (1770-1778)

En los meses siguientes, el Señor Francisco continuó llamándome dos o tres veces por semana, siempre bajo el manto de la noche, siempre en secreto. La rutina era la misma, pero con el tiempo, algo sutil comenzó a cambiar en el amo. Empezó a prolongar el tiempo después del acto. Comenzó a conversar conmigo, preguntando por mi estado, si necesitaba algo. De vez en cuando, me traía trozos de pastel o dulces robados de la cocina principal. Yo no podía entenderlo. ¿Por qué un señor de ingenio, un hombre blanco, rico y poderoso, se rebajaba a tratarme, casi, como si yo fuera un ser humano? Casi, porque al final del día, yo seguía siendo su propiedad. Mi cuerpo, mi vida, todo seguía siendo suyo para usarlo y desecharlo a su antojo. Sin embargo, había una cualidad en sus ojos cuando me miraba, una que iba más allá del deseo: era una extraña ternura que yo, una esclava, no sabía cómo interpretar ni cómo gestionar.

En marzo de 1770, la evidencia de mi nueva realidad se hizo tangible: estaba embarazada. Tenía quince años. El miedo que sentí fue la emoción más abrumadora de mi corta vida. Miedo a la furia de Doña Mariana si se descubría el ultraje, miedo a mi propio castigo, miedo a traer una nueva vida a este mundo de cadenas y horrores. Pero cuando se lo confesé al Señor Francisco, él sonrió. Su sonrisa era genuina, algo que nunca le había visto. “Es mi hijo,” me dijo, tocando mi vientre con una delicadeza desconcertante. “Voy a cuidar de ti. Voy a cuidar de este niño.”

Y, contra todo pronóstico, cumplió su promesa. Me liberó del trabajo más pesado en el campo, me asignó tareas ligeras dentro de la Casa Grande, me proporcionó mejor alimentación y hasta un colchón de verdad en la senzala. Las otras esclavas comenzaron a mirarme con una mezcla de envidia, lástima y, sobre todo, un terror palpable a la reacción de la sinhã (señora).

Mi primer hijo, un hermoso varón de piel clara, nació en diciembre de 1770. El Señor Francisco lo vio y, para mi asombro, lloró. Lágrimas sinceras rodaron por su rostro mientras sostenía a la frágil criatura en sus brazos. “Antônio,” dijo. “Se llamará Antônio, como mi padre.” Aquel gesto, nombrar a un hijo bastardo con el nombre de su propio progenitor, me aterró y me infundió una esperanza impensable. Quizás, solo quizás, un señor que demostraba tal apego a su descendencia mestiza podría asegurar para ese niño un futuro menos cruel que el de su madre.

Doña Mariana se enteró, por supuesto. Era imposible ocultar a un niño mulato, cuyo parecido con el amo era innegable, en una hacienda. Pero su reacción fue lo más perturbador de todo. No hubo gritos, ni flagelación, ni la exigencia de mi venta inmediata. Simplemente nos borró. Nos ignoró a mí y a Antônio como si fuéramos espectros que habitaban su hogar. Continuó con su vida de sinhã, atendiendo sus deberes sociales y religiosos. Sin embargo, en las raras ocasiones en que nuestras miradas se cruzaban, yo veía el odio. Un odio frío, racional, peligroso, que sabía que un día estallaría.

El Señor Francisco continuó su rutina conmigo, y yo seguí concibiendo. En 1772 nació João. En 1774, Maria. En 1776, Pedro. Con cada nacimiento, el amo se volvía más apegado, más protector. Mandó construir una pequeña casa cerca de la senzala solo para mí y mis hijos. No era la Casa Grande, pero era infinitamente mejor que el barracón. Tenía camas reales, una pequeña cocina, incluso una ventana con cortinas. Las otras esclavas susurraban que yo me había convertido casi en una sinhã, que había embrujado al amo. No era cierto. Yo no había embrujado a nadie. Era solo una mujer que había aprendido a sobrevivir usando la única moneda de cambio que poseía: mi cuerpo y los hijos que era capaz de parir.

En los años siguientes nacieron: Francisca (1778), José (1780), Ana (1782), Miguel (1784), Teresa (1786), y en 1788, mi décimo y último hijo, Vicente. Diez niños en dieciocho años, diez hijos del Senhor do Engenho. Diez mulatos que crecían a la sombra de la Casa Grande, atrapados en una posición indefinida que no era ni esclava ni libre, y que servía como afrenta constante a la autoridad de Doña Mariana.

Ella, que solo había dado al amo tres hijos legítimos, todos adultos, veía a esos diez bastardos como insultos vivientes, recordatorios diarios de la traición y la humillación que soportaba. Pero el Señor Francisco los amaba. Los visitaba todos los días, jugaba con ellos, e incluso enseñaba a los varones a leer, un privilegio impensable. Les traía regalos, ropa de mejor calidad que la de los esclavos comunes, y hasta zapatos.

El Testamento Secreto y el Odio Acumulado (1787-1788)

El amo empezó a hablar del futuro. “Cuando yo muera,” me decía en la intimidad, “dejaré algo para ellos. No puedo darles mi apellido, no puedo reconocerlos legalmente, pero me aseguraré de que no vivan como esclavos.” Yo escuchaba sus palabras con una mezcla de esperanza profunda y terror inminente. Sabía que aquel privilegio se mantenía únicamente por la voluntad de un hombre y que su precio era el odio glacial de Doña Mariana.

En 1787, todo cambió. El Señor Francisco cayó enfermo con una fiebre implacable que lo consumió lentamente. Yo lo cuidaba cuando Doña Mariana lo permitía, le daba caldos, limpiaba el sudor de su frente, sostenía su mano.

Fue en una de esas noches, en agosto de 1787, cuando me reveló su secreto final. “Hice un testamento,” me susurró con la voz apenas audible. “Un testamento secreto. Tú y los niños recibirán tierras, serán liberados, serán libres.” Yo no podía creerlo. Era impensable: un senhor de engenho liberando a diez hijos bastardos y a su madre esclava, y otorgándoles propiedad. Pero era cierto. El Señor Francisco había viajado a Salvador, lejos de las miradas de Cachoeira, y había registrado un testamento, dejándonos una porción significativa de sus tierras. No eran las mejores, pero eran tierras: doscientas cincuenta hectáreas de buen terreno cultivable, con una casa, y lo más crucial, nuestra manumisión, una libertad legalmente reconocida e irrevocable. Además, se nos asignaban diez esclavos y cinco contos de réis para comenzar la producción.

Cuando me lo contó, el llanto me invadió. Lloré de alegría, de gratitud, de miedo y de terror, porque sabía que esto no significaba el fin de la lucha, sino el inicio de una guerra. Sabía que, al morir el amo, Doña Mariana y sus hijos legítimos harían todo lo posible por anular ese testamento. Y en esa contienda legal y violenta, mis hijos y yo éramos terriblemente vulnerables.

El Señor Francisco murió en febrero de 1788. Murió en su cama, rodeado por su familia oficial, mientras yo observaba desde lejos, sosteniendo a mi bebé Vicente. Me miró una última vez, y en sus ojos vi el resumen de nuestra compleja relación: amor, arrepentimiento y una esperanza desesperada por nuestro futuro.

Tres días después, durante el velorio, el notario de Salvador apareció con el testamento. La lectura se llevó a cabo en el gran salón. Cuando se leyó la parte que me concernía, el silencio fue absoluto, seguido por el caos. Rodrigo, el hijo mayor legítimo, vociferó que aquello era un fraude, que su padre había sido manipulado por una hechicera esclava. Doña Mariana, sin alzar la voz, solo me miró con sus ojos gélidos y declaró con una calma aterradora: “Esto no se mantendrá. Anularé este testamento, aunque sea lo último que haga. Y tú, Josefa, volverás a la senzala, de donde nunca debiste salir.”

La Batalla Legal y el Precio de la Supervivencia

La guerra comenzó ese día. Rodrigo y sus hermanos contrataron abogados caros de Río de Janeiro. Yo no tenía recursos, pero el notario, el Dr. Bernardo, un hombre que no sé si creía en la justicia o simplemente quería ver el escándalo, decidió asistirme pro bono. Reunió documentos, probó que el Señor Francisco estaba cuerdo y trajo testigos que confirmaron que él trataba a mis hijos como a los suyos.

El proceso duró meses, meses que viví en el infierno. Doña Mariana nos desalojó de la casita y nos arrojó de vuelta a la senzala. Nos quitó la buena comida y la ropa decente. A los muchachos mayores los puso a trabajar en la labranza como esclavos comunes. Antônio, mi primogénito de diecisiete años, regresaba con las manos ensangrentadas. João, de dieciséis, era azotado sin piedad. Las niñas lavaban ropa sin descanso, y yo no podía hacer nada más que observar y rogar para que la justicia colonial, tan raramente benevolente con los negros, esta vez se doblegara.

Doña Mariana intentó matarme. No por un ataque directo, sino a través del agotamiento, la enfermedad y la crueldad metódica. Mandó darme comida podrida, me hizo azotar por pretextos inventados, y una vez me encerró en el cepo bajo el sol abrasador sin agua ni comida durante dos días. Sobreviví gracias a la piedad de otras esclavas que me daban agua a escondidas. Sobreviví porque tenía diez razones vitales: diez hijos que dependían de mi vida para tener cualquier esperanza de libertad.

En octubre de 1788, ocho meses después de la muerte del amo, el juez dictó sentencia: el testamento era válido. Mis diez hijos y yo éramos libres y dueños legales de doscientas cincuenta hectáreas de tierra. Además, recibíamos a los diez esclavos para el cultivo y el dinero para comenzar. Cuando el Dr. Bernardo me dio la noticia, me desplomé en el suelo y lloré sin consuelo. Mis hijos me rodearon, llorando también, sin poder creer que la libertad y la propiedad fueran ahora suyas.

El Triunfo en el Recôncavo (1788-1810)

La victoria, sin embargo, fue amarga. Tres días después de la sentencia, hombres armados invadieron mi nueva propiedad. Eran matones contratados por Rodrigo para expulsarnos o asesinarnos. Pero el Dr. Bernardo había alertado a las autoridades. La propiedad estaba protegida por soldados. Hubo un tiroteo, un invasor murió, y Rodrigo fue arrestado, procesado y condenado a pagar una multa. La sentencia estableció un precedente: esas tierras eran mías, y cualquier intento de despojarme sería castigado como crimen contra la propiedad legal.

La noticia se propagó como la pólvora: una esclava convertida en sinhã, una mujer negra dueña de tierras y de esclavos. Un escándalo que resonó en todo el Brasil colonial. Sacerdotes me condenaban desde el púlpito como ejemplo de desorden. Los hacendados vecinos se negaban a comerciar conmigo, y las mujeres blancas me mostraban su desprecio abiertamente. Pero también había apoyo: otros esclavos me veían como un faro de esperanza, y los comerciantes de Salvador no se preocupaban por el color de mi piel, solo por la solidez de mi negocio.

Comencé a plantar tabaco y mandioca. No era caña de azúcar, pero era cultivable y manejable. Mis hijos mayores me ayudaban, aprendiendo a administrar y a negociar. Sí, yo, que fui esclava, era ahora dueña de esclavos. La ironía era palpable, pero yo los trataba de forma diferente. Les daba mejor comida, prohibía los castigos severos y prometía la manumisión a cambio de diez años de buen trabajo. No era un sistema justo, pero era el mejor que yo podía ofrecer dentro de la brutalidad de la época.

Doña Mariana murió en 1791, tres años después de perder el juicio. Dicen que murió de vergüenza, de rabia acumulada. No fui a su funeral, ni sentí lástima. Esa mujer intentó matarme y destruir a mis hijos. El único arrepentimiento que tengo es no haber podido decirle en vida que sobreviví, que vencí, que mis hijos eran libres y prósperos mientras que los suyos legítimos se hundían en la amargura.

Los años siguientes fueron de esfuerzo, pero de prosperidad. Mis hijos crecieron libres, educados, respetados por algunos, odiados por otros, pero libres. Antônio se casó con una mujer parda y libre. João se hizo cargo del cultivo del tabaco. Las niñas se casaron con hombres libres, elegidos por ellas. Y yo, Josefa, la ex esclava, me convertí en Doña Josefa.

El Final y la Memoria Inquebrantable (1810)

Hoy, en 1810, tengo cincuenta y cinco años. Mi cuerpo está cansado por tantos partos, tanto trabajo y tantas luchas. Pero mi alma está en paz, porque cuando miro a mi alrededor y veo a mis hijos, mis nietos y mis tierras, sé que el precio valió la pena. Valió cada lágrima, cada humillación, cada noche de sumisión al Señor Francisco, y cada día de batalla contra Doña Mariana. Valió la pena porque transformé el dolor en victoria, la esclavitud en libertad, y diez hijos prohibidos en una familia próspera y libre.

Mi historia es extraña, llena de contradicciones. Fui amante del amo, madre de sus bastardos, y luego señora de esclavos. No soy una heroína sin mácula, ni una santa. Soy simplemente una mujer que hizo lo necesario para sobrevivir y asegurar una vida mejor para sus hijos. En el Brasil de 1810, donde la esclavitud es la ley, mi vida es un relámpago de luz, una prueba de que lo imposible a veces sucede, de que una esclava puede heredar tierras y que, incluso en el sistema más brutal, hay grietas por donde la voluntad humana y la esperanza logran encontrar un camino.

Sé que mi historia será olvidada por los grandes cronistas, que dentro de cien años pocos recordarán a Josefa del Engenho São Francisco. Pero mientras yo viva, recordaré. Recordaré a cada uno de mis hijos, cada batalla ganada, cada vez que me dijeron que no tenía derecho a nada y demostré que estaban equivocados. Y enseñaré a mis nietos a recordar también, porque la memoria es el único legado que perdura cuando el cuerpo ya no resiste más. Mi memoria es de fuego, de sangre y de dolor, pero sobre todo, es de una victoria que no debería existir, pero que existe. Y nadie podrá arrebatarme eso.