El alumno más problemático de la escuela porque defendía a su hermana discapacitada.

Todos me conocían como el problema. El chico que siempre terminaba en la oficina de la directora. La señora Martínez ya tenía mi expediente a la mano, y los profesores soltaban un suspiro al ver mi nombre en las listas.

—Otra vez tú, Mateo —me dijo el profesor Ruiz un martes, encontrándome en el baño con el rostro marcado tras un altercado—. ¿Qué pasó esta vez? ¿Otra discusión sin motivo?

Asentí en silencio, limpiándome la cara. No dije nada más. Nunca lo hacía.

—No lo entiendo —continuó, con esa mirada de decepción que ya conocía bien—. Tienes buenas calificaciones cuando te esfuerzas. Podrías ser un gran estudiante, pero eliges esto. ¿Por qué, Mateo?

“Porque no tengo otra opción”, pensé. Pero solo murmuré:

—No sé.

Tres días fuera de clases. Otra vez.

Lo que nadie sabía era que cada discusión, cada castigo que aceptaba sin defenderme, era por ella. Por Luna.

Mi hermana tenía doce años, dos menos que yo, y parálisis cerebral. Usaba silla de ruedas y a veces le costaba hablar cuando estaba nerviosa. Era la persona más dulce del mundo, con una sonrisa que iluminaba todo. Para mí, era perfecta. Pero para algunos en la escuela, era un blanco fácil.

La primera vez que escuché a Diego y sus amigos burlándose de ella en el patio, algo cambió en mí.

—Miren a la bobita —dijo Diego, imitando cruelmente los movimientos de Luna—. Ni siquiera puede hablar bien.

Luna estaba ahí, con la cabeza baja, los ojos llenos de lágrimas. Intentaba responder, pero las palabras no salían. Eso solo hacía que se rieran más.

No recuerdo cómo llegué hasta ellos. Solo sé que me puse en medio y los enfrenté.

—¡Para! —gritó Luna entre sollozos—. ¡Mateo, no!

Pero no paré hasta que los profesores me detuvieron.

En la oficina de la directora, Luna estaba ahí, en su silla, con mamá a su lado. Mi madre tenía esa mirada cansada de trabajar dos turnos para mantenernos.

—Mateo se metió en problemas sin motivo —dijo la directora Martínez—. No podemos permitir esta conducta.

—Yo… yo lo provoqué —dijo Luna de repente, con voz temblorosa—. Fue mi culpa.

La miré horrorizado. Mi hermana, mi dulce hermana, intentando protegerme cuando debería ser al revés.

—Luna, no —empecé.

—Es cierto —insistió ella, con esfuerzo pero determinada—. Yo… dije algo malo y…

—Suficiente —la interrumpí, mirando a la directora—. Fue mi culpa. Solo mía.

Mamá me miró con esos ojos que veían más de lo que yo quería mostrar, pero no dijo nada.

Una semana fuera de clases.

Esa noche, Luna entró rodando a mi habitación.

—¿Por qué lo haces? —preguntó en voz baja—. Sé que… me estás protegiendo. Pero te castigan por mí.

Me senté junto a su silla y tomé su mano.

—Porque eres mi hermana. Y nadie tiene derecho a hacerte daño.

—Pero tú… te estás haciendo daño —sus ojos se llenaron de lágrimas—. Todos piensan que eres malo. Y no lo eres.

—No me importa lo que piensen —le dije, apretando su mano—. Me importas tú.

—¿Y si hablo? ¿Si digo la verdad?

—No —respondí firme—. Entonces irían por ti más fuerte. Así, al menos, te respetan cuando estoy cerca.

Y era verdad. Desde que empecé a defenderme, nadie se acercaba a Luna. Mi reputación, por mala que fuera, era su escudo.

Los meses pasaron igual. Cada insulto hacia Luna terminaba conmigo en la oficina de la directora. Mi expediente crecía. Las universidades que soñaba se volvían lejanas.

Pero Luna llegaba a casa sonriendo. Hacía amigos. Participaba en clase sin miedo.

Y eso lo valía todo.

Un día, el profesor Ruiz me detuvo después de clase.

—Mateo, sé honesto conmigo. No reportaré nada, te lo prometo. Solo quiero entender. —Hizo una pausa—. ¿Por qué te metes en problemas?

Lo miré un momento. Había algo genuino en su expresión.

—Para que alguien no tenga que hacerlo —respondí.

Arrugó el ceño, confundido. Pero luego algo cambió en su rostro.

—Tu hermana —murmuró—. Luna.

No dije nada. No hacía falta.

—Mateo… hay otras formas de protegerla. Formas que no te cierren puertas.

—Tal vez —dije—. Pero ninguna funciona tan rápido. Ninguna la mantiene a salvo ahora.

Suspiró profundamente.

—Déjame ayudarte.

No supe qué quiso decir hasta que la escuela lanzó un programa contra el bullying, con profesores vigilando más y consecuencias claras para el acoso. El profesor Ruiz nunca me delató, pero encontró una forma de ayudar.

Las cosas mejoraron poco a poco. Pero mi reputación ya estaba hecha.

Ahora, mientras espero en la oficina de la directora otra vez, tras enfrentar a otro que no supo respetar a Luna, sé lo que viene.

Más castigo. Más llamadas a mamá. Más puertas cerradas.

Pero cuando salga, pasaré por el salón de Luna. La veré riendo con sus amigos, siendo una niña de doce años sin miedo.

Y sabré que todo valió la pena.

Porque soy el alumno más problemático de la escuela.

Y también el mejor hermano que puedo ser.

Esas dos cosas, al final, son la misma.