La Venganza Imparable: Cómo el Dolor de una Madre Esclava Condujo al Entierro del Amo Más Cruel en Bahía, 1675

Corría el año 1675. El aire estaba cargado de humedad y del empalagoso aroma a melaza sobre los vastos campos de caña de azúcar cerca de Salvador de Bahía, Brasil. Este es el escenario de una historia de sufrimiento, resistencia y un horripilante acto de venganza que se susurró en las senzalas durante generaciones: la historia de Teresa, una mujer de Angola, y el precio final pagado por la crueldad absoluta.

El Peso de la Injusticia

Teresa, de 25 años, era una mujer de inmensa fortaleza interior; los recuerdos de su aldea angoleña la protegían de la aplastante deshumanización de la plantación. Pertenecía a Francisco de Almeida, un hombre conocido en todo el noreste de Brasil por una brutalidad que superaba incluso los estándares sangrientos de la época. Para Almeida, los más de 200 africanos esclavizados que trabajaban sus tierras no eran seres humanos, sino «herramientas», propiedad que debía explotar hasta que se rompieran.

La tragedia personal de Teresa comenzó con el abuso sexual sistemático de Almeida, un acto de poder al que se había resistido desesperadamente. En junio de 1674, tras una noche particularmente terrible de violencia, Teresa quedó embarazada del hijo del amo. Este bebé, concebido en medio de la violencia, se convirtió en su única razón de vivir, un frágil destello de esperanza que protegía del mundo.

Pero en este sistema brutal, la esperanza era efímera.

En octubre de 1674, a los cinco meses de embarazo, el trabajo húmedo y agotador, sumado a la desnutrición, provocó que Teresa se desplomara en los cañaverales. El capataz, el despiadado mulato Juan Barbosa, llegó a caballo. Viendo solo una pérdida de tiempo de producción, arrastró a Teresa, embarazada y semiconsciente, varios metros por el terreno accidentado hasta los barracones de los esclavos.

La violencia era insoportable. Durante tres días de agonía, Teresa luchó por su vida y por la vida que llevaba dentro, atendida por las ancianas que practicaban artes curativas ancestrales. Al cuarto día, perdió a su bebé: un niño que nació muerto.

Esa noche, Teresa enterró a su hijo en una tumba secreta cerca del río, marcada con piedras africanas. La pérdida no fue solo física; fue una amputación del alma. Mientras sostenía el pequeño cuerpo sin vida, hizo una promesa silenciosa: esta muerte no sería en vano.

La risa que selló un destino

Teresa regresó al trabajo, su dolor transformándose en una fría y calculada determinación. Su resolución se consolidó cuando Almeida finalmente se enteró del parto sin vida.

La reacción del amo fue exactamente la que Teresa había temido y anticipado: una profunda y genuina carcajada cruel. Se rió de su dolor. Se rió de la muerte de su propio hijo. Para él, no era más que un pequeño inconveniente de la administración de la propiedad.

Aquel sonido —la monstruosa y despectiva risa— resonó en los cañaverales y llegó a oídos de Teresa. Fue un sonido que disipó su último temor y lo reemplazó con furia absoluta. Desde ese instante, no planeó venganza; planeó justicia.

Teresa observó con atención los hábitos de Almeida. Notó su ritual nocturno: después de cenar, paseaba solo por los jardines, fumando su pipa, lejos de la atenta mirada de la Casa Grande. Este sería el momento.

Compartió su plan con un pequeño grupo de confianza —tres hombres y dos mujeres— que también cargaban con las profundas cicatrices de la crueldad de Almeida: Paulo, cuyo hermano fue asesinado a golpes; Ana, cuyos tres hijos fueron vendidos; y Miguel, cuya esposa fue raptada. Todos coincidieron: lo único que les quedaba por perder era la vida, y el amo ya les había arrebatado todo lo demás.

La Noche de la Justicia Final
La oportunidad se presentó a finales de marzo de 1675, durante una fastuosa cena que Almeida ofreció a la élite vecina para celebrar una lucrativa venta de azúcar.

La Distracción: Ana, quien servía vino esa noche, vertió un extracto de una hierba local en la jarra personal de Almeida: un sedante de acción lenta, calculado para no levantar sospechas durante el banquete.

La Emboscada: Tras la partida de los invitados, Almeida, cansado pero atribuyéndolo a la comida y el vino, inició su paseo habitual. Al pasar junto a un grupo de mangos, Paulo surgió de las sombras y lo atacó; el amo, bajo los efectos de la droga, se desplomó de inmediato.

El Viaje: El grupo amordazó y ató rápidamente al inconsciente Almeida. Lo cargaron durante dos arduos kilómetros por un sendero poco transitado, adentrándose en el oscuro y silencioso bosque.

La Preparación: Llegaron a un claro oculto donde Miguel había cavado en secreto un profundo pozo y construido, durante las semanas anteriores, una robusta caja de madera del tamaño de un hombre.

Almeida comenzó a recobrar la consciencia mientras lo llevaban en brazos. Cuando comprendió plenamente su entorno —el bosque oscuro, los rostros fríos y decididos de sus esclavos—, un terror absoluto se apoderó de él.

Teresa se arrodilló a su lado, finalmente en una posición de poder. Su voz era tranquila pero penetrante mientras relataba sus crímenes: cada latigazo, cada humillación, la muerte de su bebé y la monstruosa y burlona risa que siguió. Almeida intentó desesperadamente ofrecerle libertad, dinero y perdón a través de la mordaza, pero…