Durante meses, una mujer deja comida en la puerta de su vecino anciano. Cuando él muere, su familia le deja una nota: “Usted le devolvió las ganas de vivir”.
Durante seis meses, dejé un plato de comida frente a la puerta del señor Henríquez cada tarde a las cinco en punto. Pan casero los lunes, guisos los miércoles, siempre algo caliente, algo hecho con mis propias manos.
Todo comenzó una tarde de marzo cuando lo vi en el pasillo. Estaba más delgado que de costumbre, con esa mirada perdida que tienen las personas que han dejado de esperarlo todo.
—Señor Henríquez, ¿ha comido hoy? —le pregunté.
Él apenas levantó la vista.

—¿Qué importa? —murmuró, y cerró la puerta con suavidad.
Esa noche no pude dormir pensando en sus ojos vacíos. Al día siguiente, preparé sopa de lentejas con un pan recién horneado. Toqué su puerta. Nada. Dejé el plato en el suelo con una nota: “De su vecina del 3B. Buen provecho”.
Durante semanas, no hubo respuesta. Pero los platos aparecían vacíos frente a mi puerta cada mañana, lavados y secos.
Un día, encontré una nota sobre el plato limpio: “Gracias. Hacía años que la comida no me sabía a nada”.
A partir de entonces, empezamos a intercambiar pequeños mensajes. Yo escribía recetas o chistes malos; él respondía con historias breves de su juventud, cuando trabajaba como carpintero.
—Mi esposa hacía un guiso parecido al suyo —me dijo una tarde, cuando finalmente abrió la puerta mientras yo dejaba la comida—. Murió hace tres años. Desde entonces, esta casa se convirtió en un mausoleo.
—Las casas son para vivirse, señor Henríquez —le respondí—. No para recordar lo que ya no está.
Él sonrió apenas, una sonrisa oxidada por el desuso.
—¿Sabe? Usted me hace creer que todavía hay gente buena en el mundo.
Los meses pasaron. Él empezó a abrir la puerta más seguido. A veces conversábamos diez, quince minutos. Me contó sobre su hija que vivía lejos, sobre los muebles que construyó toda su vida, sobre cómo el silencio de la vejez puede ser más pesado que cualquier carga física.
—Yo ya había decidido que no valía la pena seguir —me confesó un día de agosto—. Pero entonces llegó usted con su comida y sus notitas tontas. Y pensé: “Quizás pueda quedarme un día más”.
—Me alegro de que se haya quedado, señor Henríquez.
—Yo también, hija. Yo también.
La última vez que lo vi fue un martes. Le llevé empanadas de carne.
—Están exquisitas —dijo, con los ojos brillantes—. Usted tiene un don, ¿sabe? No solo para cocinar. Para hacer que la gente se sienta vista.
Dos días después, encontré una ambulancia frente al edificio.
La semana siguiente, una mujer de unos cincuenta años tocó a mi puerta. Tenía los ojos hinchados.
—¿Usted es la vecina del 3B?
—Sí…
—Soy Mariana, la hija de papá. —Extendió una mano temblorosa con un sobre—. Encontramos esto entre sus cosas. Tiene su nombre.
Dentro había una nota con la letra temblorosa del señor Henríquez:
*”Para la vecina del 3B: Durante años viví en la oscuridad, esperando que todo terminara. Usted llegó con sus platos de comida y me recordó que todavía había calor en el mundo, que alguien se acordaba de mí. Usted no me salvó la vida, pero me devolvió las ganas de vivirla. Gracias por cada plato, cada nota, cada sonrisa. Morí feliz de haber conocido tanta bondad. Con cariño eterno, Eduardo Henríquez”.*
Mariana me abrazó mientras ambas llorábamos en el pasillo.
—No sabe lo que hizo por él —sollozó—. En sus últimas semanas, solo hablaba de usted. De cómo había vuelto a sentirse humano. Gracias. Gracias por devolverle a mi padre las ganas de vivir.
Esa noche, preparé sopa de lentejas. Serví dos platos. Uno para mí, y otro que dejé frente a la puerta vacía del 3C, junto a una última nota:
*”Hasta siempre, señor Henríquez. Fue un honor ser su vecina”.*
El plato se quedó allí hasta la mañana siguiente. Cuando fui a recogerlo, encontré una mariposa blanca posada sobre el borde, batiendo las alas suavemente antes de alzar vuelo hacia la luz del amanecer.
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