Cuando me preguntan cuántos nietos tengo, siempre respondo con una sonrisa que me arruga aún más los ojos: “Nueve. Sí, nueve bendiciones.”

La gente suele sorprenderse, como si fuera una hazaña imposible. Pero para mí, cada uno de ellos es un universo completo, con su propia personalidad, sus propias manías, sus propios sueños.

Todo comenzó hace veintidós años, cuando mi hija mayor, Patricia, me llamó llorando de felicidad.

—Mamá, voy a hacerte abuela —me dijo con voz temblorosa—. ¿Estás lista?

—¿Lista? Hija, he estado esperando este momento desde que naciste —le respondí, sintiendo cómo se me humedecían los ojos.

Así llegó Sebastián, mi primer nieto. Recuerdo sostenerlo en el hospital, ese pequeño bulto envuelto en una manta celeste, y pensar que nunca había sentido un amor tan instantáneo y absoluto. Fue como si mi corazón se expandiera para crear una habitación nueva, exclusiva para él.

—Mira, mamá —me dijo Patricia—, tiene tus ojos.

—Y tu nariz —le respondí riendo—. Pobre criatura.

Después vinieron los demás, uno tras otro, como regalos que nunca pedí pero que el universo insistió en darme. Mi hijo Roberto tuvo tres: las gemelas Lucía y Valentina, y después el pequeño Mateo. Mi hija menor, Carmen, me dio cuatro más: Diego, Sofía, Emma y el bebé Tomás.

La casa siempre está en caos cuando vienen todos juntos. Los domingos son mi día favorito. Llegan en oleadas: primero Patricia con sus tres, luego Roberto con los suyos, y finalmente Carmen con su tribu completa.

—Abuela, abuela, ¿hiciste tu pastel de chocolate? —me pregunta Diego apenas cruza la puerta, sin siquiera saludar.

—Diego, buenos modales —le regaña Carmen.

—Hola, abuela. ¿Hiciste tu pastel de chocolate? —repite, esta vez con una sonrisa pícara que me desarma completamente.

—Por supuesto que sí, mi amor. ¿Cuándo te he fallado?



Las gemelas, ya adolescentes, llegan pegadas a sus teléfonos.

—Luci, Vale, aquí no —les advierto—. Los celulares en la canasta.

—Pero abuela… —protestan al unísono, como siempre hacen todo.

—Nada de peros. En esta casa hablamos con la boca, no con las pantallas.

Sebastián, el mayor, ahora tiene veintidós años y estudia medicina. A veces lo observo ayudando a los más pequeños con sus tareas y me pregunto cómo ese bebé que sostuve en el hospital se convirtió en este joven responsable.

—Abuela, Tomás se comió todo el chocolate del pastel antes de la cena —me acusa Sofía, con sus siete años de justicia implacable.

—¡Mentira! —grita Tomás desde el jardín.

—Tomás, ven acá —lo llamo con esa voz que todos mis nietos conocen, la que no admite negociaciones.

Aparece con la cara manchada de chocolate, la evidencia irrefutable de su crimen.

—Abuelita, es que estaba muy rico —dice con esos ojos enormes que heredó de su padre.

—No puedo enojarme contigo —suspiro, limpiándole la cara con mi delantal—. Pero ahora te quedas sin postre después de la cena.

—¡Eso no es justo! —protesta.

—La vida no es justa, mi amor. Y el chocolate antes de la cena, menos.

La cena es siempre un concierto de voces superpuestas. Mis tres hijos intentan mantener cierto orden, pero es inútil. Los nietos hablan todos a la vez, se pelean por el último pedazo de pan, se ríen de chistes que solo ellos entienden.

—Abuela, cuando yo sea grande voy a tener nueve hijos —anuncia Emma, de cinco años.

—Ay, mi niña, eso es mucho trabajo —le dice su madre.

—Pero la abuela tuvo tres y ahora tiene nueve nietos. Es como magia —responde Emma con esa lógica infantil que no admite contraargumentos.

—Es exactamente como magia —confirmo, guiñándole un ojo.

Cuando finalmente todos se van, la casa queda en un silencio que me resulta casi doloroso. Camino entre los juguetes olvidados, las tazas de chocolate a medio terminar, los dibujos que dejaron sobre la mesa.

Mi esposo Ramiro, que murió hace tres años, solía decirme: “Estos niños van a acabar contigo.”

“Qué manera más hermosa de acabar,” le respondía yo.

A veces, cuando la casa está así de silenciosa, me siento en mi mecedora y repaso mentalmente sus nombres, como un rosario de amor: Sebastián, Lucía, Valentina, Mateo, Diego, Sofía, Emma, Tomás… espera, ¿son ocho? No, nueve. Me falta…

—Abuela, se me olvidó mi mochila —dice una voz detrás de mí.

Es Mateo, el olvidadizo de la familia.

—Ay, mi niño. Está en tu lugar de siempre, junto a la puerta de la cocina.

—Gracias, abuela. Te quiero —me dice, dándome un beso rápido en la mejilla antes de salir corriendo.

—Yo también te quiero, tesoro —susurro a la puerta cerrada.

Nueve nietos. Nueve razones para levantarme cada mañana. Nueve corazones que laten con un pedacito del mío. Nueve futuros que no veré completos, pero que ayudé a comenzar.

Cuando la gente me pregunta si no es agotador, si no es demasiado, sonrío y pienso en todas las tardes de domingo, en todos los pasteles de chocolate, en todos los “te quiero, abuela” susurrados y gritados.

—Es perfecto —respondo simplemente—. Es exactamente perfecto.

Y lo es. Cada berrinche, cada abrazo, cada pregunta imposible de responder, cada risa que llena mi casa. Todo es perfecto porque es mío, porque son míos, estos nueve pedacitos de eternidad que caminan por el mundo con mi sangre en sus venas y mi amor en sus corazones.

Nueve nietos. Mi legado. Mi tesoro más grande.