El Horror Oculto de Mazatlán: Cómo el Fanatismo de la Madre Valesca Convirtió un Convento en una Prisión de Tortura y Muerte
En el corazón histórico de Mazatlán, a solo unos pasos del vibrante malecón, se alza un edificio cuya monumental arquitectura de cantera oculta una historia tan oscura que incluso las autoridades eclesiásticas y civiles se esforzaron por borrarla. Lo que hoy alberga plácidas oficinas gubernamentales fue, entre 1863 y 1867, el Convento de Santa Clara de las Penitentes, escenario de un horror gótico que pasó a la historia local como el escalofriante “Periodo de la Madre Valesca.”

Detrás de sus gruesas paredes, diseñadas para resguardar de las inclemencias del clima sinaloense, se desarrolló una pesadilla que se extendió por cuatro años: monjas jóvenes morían de inanición con la despensa llena; eran obligadas a arrodillarse sobre maíz crudo hasta la mutilación; y, lo más aterrador, vivían bajo el yugo de una mujer que había confundido la fe con el fanatismo y la purificación espiritual con el sadismo. La pregunta que persiste hasta hoy no es solo qué sucedió, sino cómo una mujer de Dios, nombrada por el obispo, se convirtió en un demonio viviente que sembró la muerte.

La Sombra que Llegó en 1863
El Convento de Santa Clara había sido una institución ejemplar durante más de un siglo y medio, dedicado a la caridad, la elaboración de medicinas y la confección de ornamentos litúrgicos. Era un hogar de rutina estricta, sí, pero no cruel, un microcosmos de la sociedad donde el silencio era contemplativo, no opresivo.

Todo cambió en enero de 1863 con el nombramiento de Madre Valesca Popuza como superiora por el obispo Don Lázaro Garza. La elección fue polémica. Valesca, de 38 años, era conocida por un rigor extremo que solo se aplicaba a sí misma: ayunos de semanas, noches enteras en oración, autoflagelación constante. Físicamente, era una figura esquelética, consumida por un fuego invisible, con pómulos prominentes y manos frías.

Pero lo que aterraba a todos, y que sería un punto central en el juicio posterior, eran sus ojos negros y profundos, como pozos sin fondo. El Padre Cipriano Maldonado, capellán del convento, dejó testimonio escrito de que había “algo en esa mirada que no parece completamente humano, como si estuviera perpetuamente contemplando realidades que el resto de nosotros… no podemos ver.”

Su primera acción fue desmantelar la vida comunitaria. Las nuevas reglas fueron la sentencia de muerte espiritual y física del convento: Silencio absoluto, prohibición de correspondencia y visitas, ayuno tres días a la semana, flagelación diaria obligatoria y oraciones nocturnas de 11 p.m. a 4 a.m. Las monjas, horrorizadas pero paralizadas por la mirada de Valesca, no se atrevieron a protestar.

El Sistema de Terror Psicológico
El método de Valesca no era el caos, sino un sistema meticuloso de control. Armada con un cuaderno de cuero negro, registraba obsesivamente cada infracción real o imaginaria: una sonrisa fugaz, un suspiro de impaciencia, un paso demasiado ruidoso. En las reuniones diarias del capítulo, leía sus observaciones y sometía a las monjas a humillaciones públicas por “pecados de comodidad” o “pensamientos impuros.”

Lo más destructivo fue la imposición de la delación obligatoria. Cada religiosa debía confesar no solo sus propios pecados, sino también los observados en las demás. Una hermana que no denunciaba a otra por gula, por sonreír o por comer con “demasiado apetito” era acusada de complicidad con el mal. Este sistema estaba diseñado para destruir toda solidaridad y generar paranoia, donde cada monja se convertía en espía y potencial traidora.

Las consecuencias de una acusación eran terribles: Aislamiento en la celda de castigo del sótano. Un cubículo de metro y medio por dos metros, sin luz ni ventilación, donde las víctimas pasaban días o semanas subsistiendo con agua y un trozo de pan cada tres días. La soledad, la desnutrición y el miedo constante crearon un ambiente de trauma psicológico severo. Monjas comenzaron a autolesionarse, a dejar de hablar o a sufrir crisis psicóticas que Valesca diagnosticaba cínicamente como “posesión demoníaca” y trataba con brutales vigilias de exorcismo y flagelación pública.

La Mentira que Costó Vidas
En mayo de 1863, los primeros gritos de alarma llegaron al obispado. Familias adineradas, preocupadas por la falta de cartas de sus hijas, exigieron explicaciones. La Madre Valesca, una maestra de la manipulación, respondió que las jóvenes habían optado por un retiro espiritual intenso. Cuando el obispo Don Lázaro Garza visitó el convento en noviembre, Valesca tenía todo preparado: el convento inmaculado, los registros impecables, las monjas silenciadas. La joven Monja Consuelo, cuya familia había sido la primera en quejarse, fue convenientemente reportada como “gravemente enferma de fiebre tifoidea” y puesta en cuarentena estricta.

El obispo se retiró satisfecho. Fue un error fatal.

En febrero de 1864, Monja Consuelo murió sola